Resulta fácil comprender los torrenciales ríos de tinta desatados desde la renuncia de Benedicto XVI hasta la fecha. Quizá solo existe un precedente contemporáneo de inopinado relevo en la silla de Pedro. No obstante, ni siquiera la elección de Juan Pablo II en octubre de 1978 tras el brevísimo pontificado de su predecesor resulta comparable.

Entonces no funcionaban las redes sociales, Juan Pablo I había fallecido y no renunciado, circunstancia esta última inédita desde 1415, y, a mayor abundamiento, el Papa Francisco viene concitando una extraordinaria atención de los medios de comunicación de masas en apenas unos días de ministerio petrino.


Francisco, como cabeza de la Iglesia Católica, es referente de 1.200 millones de personas en todo el planeta, pero, al margen de cuestiones de fe, está siendo objeto de una atención preferente por parte de la opinión pública mundial. Es quizá el momento de detenerse en la comunicación de quien asume la autoridad espiritual más relevante del mundo. Tras el pontificado del discreto e introvertido Ratzinger, la gestualidad del anteriormente arzobispo de Buenos Aires se analiza con lupa. Una circunstancia sorprendente habida cuenta del precedente no lejano del descomunal comunicador que fue el papa Wojtyła, nombrado «Hombre del Año» por la revista Time en 1994.


Desde su primera aparición pública, el primer Papa americano y de origen jesuita concitó la sorpresa de los medios, no solo por su imprevista elección -otro detalle de la desinformación de los presuntos vaticanólogos-, sino por sus primeros gestos y palabras. Refiriéndose a sí mismo como «obispo de Roma», evitó la cruz pectoral de oro, prescindió de la muceta roja e incluso se permitió un fino sentido del humor, que ha dejado escapar en más ocasiones desde entonces: «El Cónclave tenía el deber de dar un nuevo obispo a Roma. Da la impresión de que mis hermanos cardenales hayan ido a buscarlo casi al fin del mundo…».
El maestro de ceremonias vaticano, monseñor Marini, se las vio y se las deseó para colocarle la estola en la bendición. Previamente, Francisco había pedido a los fieles reunidos un favor: que rezasen por él. En medio de un silencio impenetrable, perceptible aun a través de los aparatos de televisor, el recién presentado sumo pontífice se inclinó levemente. Sin afectación.

La presencia tras la balconada evitó una constatación, bien pronto descubierta por diferentes medios: calzaba unos gastados zapatos negros de párroco de barrio. La prensa global lo recibió entre la sorpresa, la feroz lectura política en clave interna -Bergoglio había protagonizado importantes desencuentros con el peronismo en el poder- y la natural expectativa.



Dos días más tarde, en la audiencia ofrecida a los profesionales de la información recibió una estruendosa ovación de los reporteros acreditados tras una sencilla bendición papal. El papa Bergoglio abraza y permite que le abracen, besó en la mejilla a una entre azorada y sobreactuada Cristina Fernández de Kichner cuando ésta le preguntó si podía tocarle, y ha preferido un jeep descubierto frente al habitual «papamóvil» blindado. El primer «Angelus» concluyó con el deseo de un buen almuerzo en familia y la celebración de la Última Cena se trasladó de San Juan de Letrán a una penitenciaria de menores. El obispo de Roma lavó los pies de doce reclusos, un musulmán y una chica entre ellos.


En una llamativa muestra de afinidad electiva muchos medios presentaron como novedad lo que era algo tradicional: la imagen de un papa rezando tumbado sobre el suelo en la ceremonia de la Pasión del Viernes Santo. Un aspecto que debe hacer pensar, con Paul Valéry, que «la literatura [también] la crea el lector» y que es indispensable una formación de los periodistas en ámbitos especializados como el de la información religiosa; aún sigue siendo habitual en emisoras de relieve la perogrullada de confundir «árabe» con «musulmán», por poner un caso.

Periódicos de línea ideológica alérgica al clero no han dejado de incidir en la modestia del otrora cardenal Bergoglio, mientras los medios franceses, escasamente entusiastas hacia la información vaticana, aluden en grandes titulares a la «franciscomanía» o al «estado de gracia» del aún inquilino de la Casa de Santa Marta, que no del apartamento pontificio.
Al margen de las cuestiones de fe, la figura del nuevo Papa ya concita la sostenida atención del mundo. Y resulta un filón para la prensa global y las redes de un planeta cada vez más complejo y, al tiempo, cada vez más pequeño.