Daniel Casado Rigalt

Nadie mejor que José Ramón Mélida ejemplifica la trayectoria de una institución como el Museo Arqueológico Nacional. Mélida creció y se formó como conservador de forma paralela al desarrollo institucional del Museo, fundado sólo nueve años antes de que Mélida se incorporara a su plantilla, como ayudante, en 1876. Por este motivo, ha sido la figura elegida en este artículo como referencia para evaluar la trayectoria de la institución en sus primeros cincuenta años de vida: el Museo Arqueológico Nacional se fundó en 1867 tras decreto de Isabel II.

Mélida representa el nacimiento de un nuevo historiador-arqueólogo que cumplía funciones museísticas y que dotaba a la Nación de un cuerpo preparado y profesionalizado en el último cuarto del siglo XIX: el Cuerpo Facultativo de Bibliotecarios y Archiveros. Este Cuerpo se nutrió al principio de las primeras promociones de la Escuela Superior de Diplomática y nació para albergar funcionarios seleccionados entre los más capacitados ante la necesidad de una gestión más permanente, rigurosa, intensiva y disciplinada. Suponía un cambio de mentalidad, una modificación en los hábitos de trabajo y una independencia frente al poder político.

La etapa de formación de Mélida en el Museo Arqueológico Nacional constituye la base de su especialización como conservador y arqueólogo. Analicemos el contexto y el desarrollo de los acontecimientos con el Museo Arqueológico Nacional como escenario del estudio y con José Ramón Mélida como hilo conductor.

1.2Primera etapa de Mélida en el Museo Arqueológico Nacional (1876-1883). El catalogador y arqueólogo de gabinete

El primer contacto de Mélida con el Museo Arqueológico Nacional se produjo el 4 de febrero de 1876, con 19 años de edad. Una vez obtenido el título de la Escuela Superior de Diplomática, donde se formó entre 1873 y 1975, las aspiraciones de Mélida se centraron en el Museo Arqueológico Nacional. Transcurrieron siete meses entre su salida de la Escuela y su entrada en el Museo. El 4 de febrero de 1876 – con 19 años de edad – fue nombrado, a petición suya, “aspirante sin sueldo del Museo Arqueológico Nacional”, tras intentarlo en 1878 y 1880. Se le destinó a la sección primera del Museo, que comprendía las salas de Prehistoria y Edad Antigua y que por entonces dirigía su anterior maestro en la Escuela Superior de Diplomática, Juan de Dios de la Rada y Delgado. Había correspondido al primer director del Museo – Pedro Felipe Monlau i Roca – la organización en cuatro secciones: la consabida de Prehistoria y Edad Antigua; Edades Media y Moderna; Numismática y Dactilografía; y Etnografía. Puede considerarse este nombramiento como una continuidad en la relación profesor-alumno existente entre Mélida y Rada. En sus años (1873-1875) de formación, el arqueólogo almeriense debió de intuir en Mélida un futuro profesional y unas aptitudes aprovechables para llevar a cabo labores de catalogación y clasificación en el Museo. Por eso resulta comprensible que contara con él para desempeñar esta tarea. El cargo de director del Museo era ocupado desde hacía cuatro años por Antonio García Gutiérrez. El día 16 de febrero de 1876, Mélida pisó por primera vez el Museo Arqueológico Nacional como nuevo miembro.

A partir del nombramiento comenzó Mélida a entrar en contacto directo con piezas arqueológicas de primera mano. El Museo Arqueológico Nacional, en sus nueve años de vida, contaba ya con colecciones suficientes como para que hubiera trabajo por hacer en sus fondos, en los que Mélida participaría de manera activa. Su precedente y guía en esta institución fue Rada y Delgado. Valedor y maestro en sus años de formación, hacía apenas un año que había leído su discurso de entrada en la Real Academia de la Historia con el tema Las esculturas del Cerro de los Santos, en 1875, en lo que sería el preludio de una agria polémica, que perjudicaría a la imagen y prestigio del arqueólogo almeriense.

Por supuesto es ésta una temprana etapa de Mélida como “arqueólogo de gabinete”, alejado todavía del concepto de “arqueología de campo” y centrado en el arreglo y catalogación de los objetos arqueológicos contenidos en el Museo Arqueológico Nacional. Mélida estuvo en calidad de “aspirante sin sueldo” desde el año 1876 al 1881, en el edificio del ex Casino de la Reina, una antigua posesión real que fue la sede provisional del Museo hasta el año 1895. Su destino fue la sección primera, donde se conservaban las antigüedades prehistóricas, egipcias, orientales, clásicas y celtibéricas. Se ocupó primeramente, en unión del aspirante Nicolás González, en confrontar todas las papeletas del catálogo, todavía inédito, con los objetos descritos en la sección y formando luego un catálogo de todos los objetos que no estaban aún clasificados. Entre las colecciones que tuvo la ocasión de catalogar estaban las de José Ignacio Miró, Tomás de Asensi y Juan Víctor Abargues de Sostén, viajero español que recorrió África oriental en la década de los 1880, y en cuyos viajes – sobre todo los que le llevaron hasta Egipto – debió de adquirir las piezas que posteriormente catalogó Mélida; y a sus manos llegaron también piezas recuperadas de Osuna entre los años 1871 y 1876. Antes que Mélida, habían trabajado en esta sección con Rada y Delgado como jefe de sección: Fernando Fulgosio Carasa, José María Escudero de la Peña, Antonio Rodríguez Villa, Joaquín Salas Dóriga y Ángel de Gorostizaga. Este último habría de encontrarse con Mélida para hacerse cargo de los objetos que constituían el Museo Ultramarino en una comisión de 1884.

El arqueólogo madrileño debió de percibir la necesidad de crear modelos de investigación y, por extensión, de catalogación nada más entrar en contacto con las descontextualizadas piezas del Museo Arqueológico Nacional. Esta labor no había sido acometida hasta entonces en España y su incorporación a la plantilla del Museo Arqueológico Nacional, en calidad de “aspirante sin sueldo”, le iba a brindar la ocasión de participar en esta iniciativa. Años después, en 1906, el propio Fidel Fita reconocería en su contestación al discurso de entrada en la Real Academia de la Historia «el celo que demostró en clasificar y catalogar los numerosísimos objetos (…) que disciernen el paulatino progreso histórico de la primitiva humanidad». Hasta entonces, los funcionarios adscritos al Museo se habían centrado principalmente en aumentar sus fondos. Gracias a la labor de las Comisiones Provinciales de Monumentos y a las donaciones efectuadas, este centro había conseguido ampliar las exiguas colecciones fundacionales con las que se inauguró en agosto de 1871. Con Mélida, un nuevo criterio de clasificación y catalogación se iba imponiendo al concepto “acumulativo” de guardar piezas arqueológicas. Fue, en cierto modo, un guiño a los nuevos tiempos y una proyección del espíritu positivista en la Arqueología, al tiempo que se superaba la concepción de una Arqueología con fines exclusivamente estético-artísticos. La contemplación y el afán coleccionista fueron dejando paso a la investigación y a la necesidad de ampliar métodos, en un intento de superar las limitaciones tradicionales que oprimían el desarrollo natural del conocimiento histórico: “como es sabido, todo conocimiento racional, comienza con la clasificación y descripción de los fenómenos objeto de análisis”

El Positivismo proponía el empleo de la Razón, pero no una Razón ilustrada sino positiva, con impulso de la cultura científica. Es innegable que para mentalizarse en la puesta en marcha de esta nueva vía de hacer Historia y Arqueología, se produjo una previa asimilación e importación de ideas científicas y modelos académicos gestados en el resto de Europa. Una de las corrientes filosófico-culturales que mayor peso tuvo fue el historicismo que fomentaba el desarrollo de una nueva conciencia histórica, una corriente de pensamiento que reconocía el supremo valor de la Historia como componente fundamental de la Naturaleza y del sujeto humano. El historicismo de Dilthey, como el Positivismo de Comte, surgió para intentar reconducir a una sociedad desorientada por la herencia de los ideales revolucionarios y el imparable avance tecnológico del siglo XIX. En el último tercio del siglo XIX, la visión artístico-arqueológica winckelmanniana había entrado en crisis y el historicismo se imponía gradualmente como alternativa más válida, mientras la noción de método histórico comenzaba a conocerse. Según los principios del historicismo toda actividad artística se encuadraba dentro del proceso histórico de la época a la que pertenecía, lo que explicaba el protagonismo que adquirieron los “catálogos” y los sistemas de clasificación de piezas. En cierto modo, coincidía esta visión con el concepto de dinamismo y superación que Mélida pretendía proyectar sobre la Arqueología y el Arte. Incluso en su homenaje póstumo de 1934, se reconoció su diligencia en esta faceta: «José Ramón Mélida concibió siempre la Arqueología como algo vivo y eterno, como lo es el Arte; no como cosa muerta, rotulada y fichada fríamente».

José Ramón Mélida ingresó como ayudante de tercer grado en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios el 21 abril de 1881. A sus veinticuatro años conseguía formar parte de la auténtica plataforma institucional en que se había convertido el citado Cuerpo, único grupo de entre los eruditos con un cierto grado de homogeneidad socio-profesional e intelectual, hasta prácticamente finales de siglo. Además contaba con la “Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos”, inspirada en la “Revue Historique” francesa, como principal órgano de expresión. La mayor parte de los miembros del Cuerpo habían sido alumnos de la Escuela Superior de Diplomática, quienes una vez completados los tres cursos eran destinados a los diferentes archivos dependientes del Estado. Pertenecer a este Cuerpo suponía para Mélida un punto de inflexión en su trayectoria profesional. Desde su fundación en 1858, este Cuerpo Facultativo aglutinaba de manera oficial a los mejor dotados para servir, con sus conocimientos técnicos, al Estado. La elección de Mélida confirmaba su consagración como futuro funcionario y su inclusión en un foro formado por profesores y ex alumnos de la Escuela Superior de Diplomática.

Ya en el año 1882 apareció la primera obra de catalogación de Mélida, titulada Sobre los vasos griegos, etruscos e italo-griegos del Museo Arqueológico Nacional, inspirada en una obra de Eduardo Hinojosa publicada en el “Museo Español de Antigüedades” en 1878, y que llevaba por título Gran vaso polícromo italo–griego de la colección que posee el Museo Arqueológico Nacional. Mélida sentía la necesidad de aportar nuevos estudios y conocimientos en un campo tan poco estudiado en España como el de la cerámica griega y atendiendo a esta deficiencia, publicó este primer catálogo, de 48 páginas, que sería ampliado y mejorado por Álvarez-Ossorio en 1910. Trataba de marcar una nueva línea de estudio y de aplicar nuevos métodos acordes con las investigaciones gestadas en Europa para lo cual hubo de referenciar su obra en publicaciones extranjeras.

Las citas de obras foráneas revelan que José Ramón Mélida apoyó la documentación de este trabajo en una exigua relación de obras. Básicamente se nutrió de ceramógrafos franceses, entre los que hizo constante referencia a las siguientes obras: Manuel d’archèologie grecque, obra de Collignon publicada en París en 1881; Les vases peints, publicada en “Gazzette des Beaux Arts” por J. de Witte en 1862; Peintures ceramiques de la Grece propre, publicada en París por Dumont en 1884; Histoire de la céramique, publicada en 1867 por Jaquemart; De la poterie antique, publicada en “Annali dell’Instituto di correspondenza archeologica” por Luynes en 1832; Cities and Cemeteries of Etruria, por Dennis en 1878; y Description des antiquités composant la collection de feu M. A. Raifé, publicada en 1867 en París por Lenormant. Una vez más, mostraba sus tendencias francófilas y su vinculación con la corriente positivista francesa para dejar casi al margen a los grandes ceramógrafos alemanes de entonces.

Durante estos años la elección y creación de los distintos sistemas de catalogación estaban reservados a arqueólogos franceses, alemanes e ingleses, hecho que explica el autodidactismo al que se vio forzado Mélida. Ante la ausencia casi total de publicaciones españolas en materia de catalogación ceramográfica, tuvo que aplicarse en la lectura, revisión y puesta al día de catálogos confeccionados por otros colegas foráneos. Además, en sus años de formación en la Escuela Superior de Diplomática no tuvo la oportunidad de clasificar y catalogar materiales ya que las asignaturas concebían el estudio de los contenidos en un plano absolutamente teórico.

El reclamo de la importancia de la cerámica era una prueba más del reflejo del Positivismo y su incorporación al mundo de la Arqueología. Como pensamiento afirmativo y organizador, la corriente positivista proyectaba sus planteamientos racionalistas en los catálogos que trataban de ordenar las colecciones para su estudio e interpretación como documentos históricos reveladores de información arqueológico-histórica. La unificación de criterios y el consenso científico de valoraciones – cronológica, artística, tipológica, etc – tuvo en los catálogos la más exitosa fórmula de clasificar el material arqueológico y asignarle una ordenación según los criterios previamente establecidos. Esta óptica que pone a la Arqueología al servicio de una serie de principios científicos requiere de un largo trayecto de observaciones rigurosas y estudios pacientes. Un contemporáneo de Mélida, el francés Jules Martha, llegó a comparar la Arqueología con las ciencias físicas y naturales. Y en una lección pronunciada el 5 de diciembre de 1879 en la apertura del curso de antigüedades griegas y latinas de la Facultad de Letras de Montpellier, se expresó en estos términos: «observa los hechos; un conjunto de hechos le lleva a entrever una ley; la comparación de leyes concretas le conduce a la comparación de leyes generales, y la teoría a la que llega no es sino la conclusión matemática, por decirlo de algún modo, de las afirmaciones comprobadas».

Con los Corpora y los Monumenta como antecedentes, la publicación de catálogos sirvió de enlace científico entre países y facilitó el acceso a colecciones de museos extranjeros. Además, todos estos factores quedaron reforzados por las grandes excavaciones emprendidas en el último cuarto del siglo XIX. Éstas proporcionaron un caudal de material arqueológico de primera mano que vino acompañado por ingentes cantidades de cerámica. En un principio, la orientación artístico-esteticista de los primeros arqueólogos les llevaron a obviar un tipo de material, la cerámica, que aparecía pobre a los ojos de aquellos arqueólogos cuya única aspiración era la de emparentar las piezas con su vertiente artística. Con Petrie, la cerámica cobraba una importancia que trascendía el ámbito formal y pasaba a articular la documentación esencial de las sociedades del pasado, por ser éste un material de uso cotidiano y revelador de mucha información útil para la Arqueología. Antes de Petrie, los alemanes Eduard Gerhard y Otto Jahn habían establecido los criterios necesarios para el estudio de la cerámica a mediados del XIX. Incluso, un discípulo de Gerhard, el austríaco Alexander Conze, bautizaría a la cerámica como auténticos «fósiles directores» cronológicos. Sirva como dato que mientras los trabajos anteriores a 1870 presentaban una clasificación establecida sobre el análisis de imágenes y su distribución según los temas mitológicos, los catálogos elaborados a partir de esa fecha se basaron en el examen de los procedimientos de fabricación de las vasijas en función del estudio de sus formas y ornamentos.

Es evidente, a tenor de la bibliografía manejada, la vinculación de Mélida a los estudios cerámicos a través de la corriente positivista francesa, así como su predisposición y receptividad ante los avances y aportaciones gestadas entre sus colegas galos.

1.3Segunda etapa de Mélida en el Museo Arqueológico Nacional (1884-1901). El conservador, ceramógrafo y museólogo

Fue 1884 un año repleto de progresos en la carrera arqueológica de Mélida – que tenía entonces 28 años – tanto a nivel nacional como internacional. En el ámbito nacional, dos hechos decisivos apuntalaron su ascenso profesional. Por una parte, fue designado jefe de la sección primera del Museo Arqueológico Nacional, “en venturosa camaradería con Fernando Díez de Tejada y con Francisco Álvarez-Ossorio”; y por otra, una Real Orden1 del 13 de octubre de 1884, le nombró ayudante de segundo grado del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, con un sueldo anual de dos mil pesetas. Sin duda, dos cargos ya de cierto renombre, con los que consiguió ver reconocida su labor y el prestigio necesario para hacer valer sus aptitudes histórico-arqueológicas. En cuanto a la remuneración económica, se trataba de una modesta suma. Este hecho despertó las quejas de los facultativos conservadores, que se veían además desprotegidos corporativamente.

Una de las tareas que forjó la faceta de conservador de Mélida fue la participación en comisiones que tenían como fin la gestión museológica. El 9 de julio de 1884, Mélida fue comisionado por Real Orden, en unión de Juan de Dios de Rada y Delgado y Ángel de Gorostizaga, para hacerse cargo de los objetos que constituían el Museo Ultramarino. Tenían como fin repartir las piezas que juzgasen adecuadas entre establecimientos dependientes del Ministerio de Fomento, entonces dirigido por Alejandro Pidal Mon.

Ocupaba el puesto de director del Museo Arqueológico Nacional Francisco Bermúdez de Sotomayor cuando Mélida se hizo cargo de la sección primera, dedicada a Prehistoria y Edad Antigua. Desde su puesto de jefe contribuyó a que el reducido local que ocupaba la sección en la planta baja del pequeño palacio del Casino de la Reina junto a la Ronda de Embajadores fuese ampliado con un pabellón, lo que permitió establecer una exposición ordenada de las colecciones. Hasta tal punto fue acertado el criterio museológico aplicado por Mélida, fruto posiblemente de su provechosa visita a los museos parisinos en 1883, que la ordenación cronológica y metodológica propuesta por él para esta sección, sería respetada diez años después, cuando el Museo fue trasladado a su ubicación definitiva y actual. Se ocupó, en unión de sus compañeros, de inventariar y clasificar los 3.092 objetos que comprendía la sección y que fueron debidamente expuestos en un catálogo. Las piezas referidas pertenecieron a distintas colecciones cedidas por ilustres familias españolas. Entre ellas, la colección donada por Miró, 267 piezas; colección Asensi, 463; colección Abargues, 17; colección Rodríguez, 194; y colección procedente de las excavaciones practicadas en Osuna en 1876, 110 piezas. De una colección procedente de Palencia se contabilizan 570 piezas, mientras que de distintas procedencias el catálogo incluía 380 objetos.

La labor recopilatoria de piezas emprendida por Mélida al frente de la sección de Prehistoria y Edad Antigua facilitó la adquisición de piezas halladas en provincias. Gracias a una documentación adquirida por el Museo Arqueológico Nacional, tenemos noticia de una figurita con forma de cabeza, cedida por su amigo Celestino Brañanova, natural de Oviedo, en 1884. La pieza en cuestión, definida en su momento como fenicia, había sido localizada en una aldea próxima a la localidad asturiana de Cangas de Tineo por el militar José Colubi en 1878.

Otro de los motivos que convirtieron 1884 en un año clave en el ascenso profesional de Mélida fue la publicación de Sobre las esculturas de barro cocido, griegas, etruscas y romanas del Museo Arqueológico Nacional que el autor dedicó a la biblioteca del Museo. La citada obra pretendía completar la serie de cerámicas artísticas antiguas que contenía el Museo Arqueológico Nacional, y que Mélida ya inició en 1882. Afirmaba que el Museo poseía 4.100 esculturas de barro, de las cuales el 80 por ciento procedían de un hallazgo efectuado en Calvi (Cales romana) en la Campania italiana. Y no dudó en asignar a los griegos toda la originalidad en este tipo de alfarería, así como en los vasos pintados, de los que tomaron sus modelos tanto etruscos como romanos.

Desde que el catálogo entró en el circuito editorial, Mélida tomó conciencia de lo esencial que era su divulgación y distribución por instituciones y organismos públicos. Buena muestra de este hecho es un borrador en el que se dirigió al Excelentísimo Señor Víctor Balaguer, Ministro de Ultramar, exponiéndole “que siendo autor y editor de dos folletos científicos titulados “Sobre los vasos griegos, etruscos e italo-griegos” y “sobre las esculturas de barro cocido griegas, etruscas y romanas del Museo Arqueológico Nacional”, que vienen a ser complemento una de otro (…) desea que por ese ministerio del digno cargo de usted se le adquieran ejemplares de dichos folletos con destino a las bibliotecas públicas de Ultramar”. No se conformaba Mélida con que su “clientela literaria” quedara reducida al público iniciado. Aspiraba a que todos leyeran sus publicaciones, y quién mejor que los ciudadanos españoles de las colonias de ultramar para engrosar la lista de lectores potenciales.

La supuesta inferioridad artística de las esculturas de barro respecto a los vasos pintados, provocaron una salida en defensa de aquellas por parte de Mélida. Defendió su importancia como documentos históricos y apeló al espíritu empírico que dominaba el panorama científico de esos años para reclamar el protagonismo de la olvidada vida cotidiana de los pueblos antiguos, representada en objetos como las pequeñas esculturas de barro del Museo Arqueológico Nacional. Describió estas figuras como de un “arte menudo, necesariamente naturalista, bonito y simpático, en contraposición del gran arte, severo, grandioso y sobrio de detalles” (Mélida, 1884a:6).

La segunda parte de la obra abordaba la clasificación de las esculturas atendiendo a su civilización de procedencia. Primero hizo referencia a las esculturas griegas, aportadas en su totalidad por el difunto diplomático señor Asensi y el viaje científico realizado a Oriente por Rada y Delgado, quien ocupaba entonces el cargo de jefe de la sección primera del Museo Arqueológico Nacional, en la fragata Arapiles. Muchas fueron recogidas de la necrópolis de Cirene, ciudad en la zona este de la actual Libia fundada por los dorios en el siglo VII antes de Cristo, y entre ellas abundaban las imágenes de Cibeles y Atalanta.

El segundo grupo comprendía las esculturas etruscas, de las que el Museo Arqueológico Nacional tan sólo poseía una muestra. Se trataba de una urna cineraria de barro de planta rectangular con la tapa decorada por una estatua yacente de mujer. El profesor Julius Martha la clasificó dentro del arte etrusco-helenizado.

Esculturas italo-griegas y romanas conformaban el tercer grupo. De entre ellas cabe destacar las figuras y fragmentos que Rada y Delgado trajo de las catacumbas cristianas de Siracusa tras su viaje a bordo de la fragata Arapiles. De Calvi (Campania italiana) procedían nada menos que 500 de estas esculturas de ejecución descuidada, lo que demostraba que “estos objetos eran productos de pacotilla”. La colección italo-griega la completaban cabecitas de humanos, que Rada calificó de exvotos paganos.

A modo de balance, no dudó Mélida en alabar la escrupulosidad con que habían sido indicadas las procedencias de las esculturas en el catálogo, así como la apreciable colección que poseía el Museo. Y todo ello, decía, a pesar de que “España vive muy alejada del gran comercio de antigüedades”. Su grado de implicación con el Museo y con el patrimonio museístico nacional le llevaron a denunciar el estado de necesidad en el que vivía el Arqueológico Nacional y la urgencia de acometer reformas en sus instalaciones: «Los pabellones que constituyen el Museo Arqueológico Nacional están en mal estado, y necesitan frecuentes reparaciones (…) después de haber deliberado conmigo mismo, tracé «in mente» un proyecto que no quiero dejar en el olvido, y por eso lo saco a luz y lo estampo con letras de molde sin más objeto que el de proporcionar grata distracción a algún lector amante de la Arqueología y de la Historia del Arte (…) la base del proyecto es concluir de una vez y en breve plazo el palacio de Biblioteca y Museos Nacionales, con arreglo a los planos del arquitecto Álvaro Rosell». Mélida mostró sus conocimientos de conservador con las propuestas expositivas, en las que tenía en cuenta criterios de iluminación, distribución de espacios, colocación de vitrinas y prioridades de piezas: «las cuatro galerías recibirán luz por grandes ventanas corridas, abiertas a tres metros del suelo, con el fin de que por bajo corran las estanterías donde deberán exponerse los objetos pequeños, ocupando el centro los que por sus dimensiones o su índole no necesiten resguardarse con cristales”. Sus propuestas se revelaban como un ambicioso proyecto en el que barajó la opción de incorporar la colección de tapices y la Real Armería, sin local entonces, al espacio ocupado por el Ministerio de Fomento, en el palacio de Recoletos. El Museo podría llamarse, a propuesta de Mélida, «Museo Alfonso XII». Pero sus deseos contrastaban con la realidad, como reconoció él mismo resignado: «todo esto son ilusiones, y Dios sabe hasta cuándo lo seguirán siendo». En todas estas reflexiones y propuestas de naturaleza arquitectónica debió de haberse producido una transmisión de conocimientos por parte de su hermano Arturo, familiarizado con los espacios del Paseo de Recoletos, donde aún se levanta su monumento a Colón.

Poco a poco Mélida iba involucrándose cada vez más en las actividades museológicas del Museo Arqueológico Nacional. El año 1887 comenzó con una mala noticia: el robo de once estatuitas romanas de bronce del Museo Arqueológico Nacional. Consumado el hecho, el entonces jefe de la sección de Protohistoria y Edad Antigua del Museo puso todo su empeño en recuperar las piezas sustraídas. Para ello recurrió a “La Ilustración Española y Americana”, que desde ese momento colaboró con la publicación de los grabados y las descripciones con el objeto de que la colaboración ciudadana pudiera subsanar el robo. Esta revista ilustrada ya había colaborado en la recuperación del “San Antonio” de Sevilla y el tapiz de Palacio tiempo atrás. Mélida se hacía cargo de su doble obligación, la divulgativa y la científica: “Tuve propósito de haber hecho dos trabajos referentes a los bronces robados del Museo: uno meramente descriptivo y breve para cualquier periódico diario de gran circulación y otro extenso y un poco más científico para La Ilustración. Causas ajenas a mi voluntad y a mis buenos deseos me decidieron a no escribir más que estas líneas. Pero (…) La Ilustración y yo autorizamos, desde luego, para reproducirle, como también a los periódicos extranjeros que quieran insertar una traducción de él”. Aprovechaba así la ocasión que le brindaba la revista para describir los bronces robados, explicar las generalidades de esta industria y salir al paso de lo que él consideraba errores. Acerca de la figura de bronce de Teseo decía que “alguien ha dicho que esta figura era moderna, sin embargo, puede compararse con un bronce griego del siglo IV antes de Cristo hallado en Tarento. La trajo a España Carlos III y quizás procede de Herculano”. A una figurita de niño alado, un Ceres, un Hércules y un Camilo, Mélida les asignó la misma procedencia napolitana.

Mélida encaró el final de 1887 con una nueva aspiración: conseguir una de las cinco plazas de oficial de Tercer Grado en la convocatoria anunciada por la gaceta oficial del 26 de diciembre. En una carta dirigida al señor director general de Instrucción Pública el 22 de enero de 1888, Mélida, en su calidad de ayudante del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, se consideraba merecedor de la plaza y “suplica se digne darle por presentado al concurso y al efecto remita a la junta consultativa el expediente”. Ignoro cuales fueron los criterios de elección para conceder las cinco plazas, pero parece que no se trataría de una oposición en toda regla sino de un ascenso similar a una promoción interna. Según el artículo 41 del reglamento, la posición de Mélida para merecer la plaza sería muy favorable por cumplir los requisitos del citado reglamento: “haber escrito libros y artículos sobre diversos puntos de Arqueología; haber probado inteligencia, asiduidad y celo en el desempeño de su cargo, clasificando y catalogando objetos antiguos en el Museo Arqueológico Nacional; tener adelantados los catálogos e inventarios de la Sección de que es jefe en dicho centro; haber desempeñado comisiones del servicio en Madrid y en el extranjero, de las cuales una la desempeñó en París, a petición suya, gratuitamente y otra en Lisboa; ser autor de varias obras literarias y pertenecer al Instituto Arqueológico de Berlín”.

Debió de existir cierta complicidad entre Mélida y Castellanos de Losada, tal y como se desprende de las palabras de éste. Intercedió por él para que pudiera beneficiarse de una de las cinco plazas aprovechando su puesto de director del Museo Arqueológico Nacional y su privilegiada posición entre el funcionariado. Castellanos representaba la institucionalización de la erudición histórico–arqueológica y su intento de ligar la Arqueología a las instituciones docentes mediado el siglo XIX, desde sus intentos por promover el progreso de las ciencias arqueológicas en España. Así lo reconocería el propio Mélida en 1895 cuando reconoció la aportación de Castellanos a la arqueología decimonónica, y a haber sido el primero en difundir los conocimientos arqueológicos en España. La relación entre ambos fue de mutua admiración y no tardó Castellanos en adivinar un futuro prometedor en la carrera de Mélida, como así sería.

Mélida complementó su labor funcionarial con una labor de difusión que le convertía en un divulgador excepcional. Desde el momento en el que las distintas publicaciones le brindaron la oportunidad de dar a conocer eventos de tipo cultural, no dudó en hacerlo y aprovechó para exponer sus conceptos sobre museología. Un buen ejemplo son los artículos que publicó en “La Ilustración Española y Americana” sobre las artes retrospectivas de la Exposición Universal de Barcelona, celebrada en 1888 y para la que había reservada una sala. Reconocía que “estas exposiciones de antigüedades no revisten la importancia de las de antigüedades americanas o prehistóricas, celebradas con ocasión de los congresos científicos (…) en estos se discuten los trascendentales problemas que los objetos expuestos ofrecen a los sabios. Las antigüedades en las exposiciones universales rara vez llegan a formar colecciones ordenadas sistemáticamente, sirviendo sólo para que los inteligentes puedan ver y estudiar algunas piezas curiosas o raras”, y lo que era más triste, según Mélida, “para que los comerciantes de antigüedades realicen algún negocio”. No obstante, puso de relieve dos hechos en esta exposición: la afición que había a la Arqueología en Cataluña y la actitud participativa del clero con la cesión de un alto número de joyas artísticas, a pesar de la contraria disposición del obispo de Tarragona. Justificaba, además, al gran ausente de la Exposición, el Museo Arqueológico Nacional, alegando riesgos en el traslado de las piezas: “no pudiéndose orillar de un modo satisfactorio las formalidades que exigía el envío de las valiosas piezas escogidas al efecto”. Se trataba, evidentemente, de una disculpa más forzada que sincera dada su pertenencia a la institución. Se detecta en su afirmación un cierto tono de reproche por la ausencia del Museo Arqueológico Nacional, al que Mélida debió de considerar como asistente ineludible de primera categoría en este tipo de eventos.

Con motivo de la exposición y de la publicación de los citados artículos, el arqueólogo gerundense Enrique Claudio Girbal salió al paso de los planteamientos difundidos por Mélida y, bajo el título de La estatua de Carlomagno, el códice del Apocalipsis y el tapiz del génesis de la catedral de Gerona, arremetió contra el arqueólogo madrileño. Debió de sentir Mélida la necesidad de responderle, y así lo hizo. Desde las páginas de “La Ilustración Española y Americana” aprovechó para aclarar sus hipótesis y para defender sus criterios históricos en su Crítica arqueológica y artística. Sus palabras no iban tan encaminadas a la respuesta personal a Girbal sino a despojar de leyendas y falsas atribuciones aquellas piezas o monumentos que habían estado vinculados erróneamente a personajes célebres, sin ser tales sus poseedores:

“la Iglesia es cierto que ha procedido siempre con mucho pulso y delicadeza en todo lo referente al culto, pero con muy poco ciudado en lo referente a las tradiciones de los tesoros artísticos que guarda. Ahí está para hacer bueno nuestro aserto el pendón de las Navas, que ni fue pendón, ni árabe-español, ni pudo estar en las Navas, además de otra infinidad de falsas atribuciones que hay en nuestras iglesias (…) Ha habido un tiempo en que predominaba el afán de las atribuciones históricas, hasta el punto de que no se comprendía que tuviese valor un objeto antiguo si no se decía que había pertenecido o que representaba a algún personaje célebre. En nuestra armería real, hasta hace poco, se enseñaban el casco de Aníbal, la silla del Cid, la armadura de Isabel la Católica, etc.; errores hoy, por fortuna, desvanecidos”.

Sus palabras volvían a reflejar la “cruzada” emprendida por Mélida para imponer las valoraciones históricas de una manera rigurosa y científica, sin tener en cuenta la leyenda y el mito sino la verdad histórica. Detrás de estos objetos ligados a grandes personajes de la hispanidad, se escondía una intencionalidad nacionalista dirigía a la exaltación de los gloriosos episodios del pasado. Le afectaron los aires de nacionalismo liberal que había dejado de contar con el recurso a viejas prerrogativas como la tradición, el principio dinástico o la religión. La Iglesia se convirtió en esta ocasión en blanco de sus críticas, por ser depositaria y responsable de gran parte de los tesoros artísticos nacionales. Si en los artículos escritos con motivo de la exposición de artes retrospectivas puso en evidencia al obispo de Tarragona por su falta de colaboración en la cesión de piezas, ahora reprochó la actitud ultraconservadora de aquellos que rehuían la explicación científica, coherente y contrastada recurriendo a los mitos históricos.

A pesar de su ausencia en la Exposición Universal de Barcelona, El Museo Arqueológico Nacional seguía siendo la máxima institución museística. Después de veinte años de recorrido, cambió su ubicación en 1895 a su emplazamiento definitivo, en el Paseo de Recoletos. En este traslado colaboraron un grupo de funcionarios entre los que se encontraba Álvarez-Ossorio, futuro sucesor de Mélida como director del Museo Arqueológico Nacional. Mélida confiaba en que comenzara “ahora a vivir, pues la vida que ha llevado sobre todo en sus primeros años en el Viejo Casino de la Reina – a la sazón, edificio en el que permaneció Mélida durante sus 10 primeros años en el Museo Arqueológico Nacional, que había sido inaugurado en julio de 1871 -, en los confines de la calle y del Barrio de Embajadores, por muchos motivos puede considerarse como su período de gestación”. Lamentó el abandono que había sufrido la institución y, sobre todo, el escaso interés que había despertado entre el público nacional: “Los extranjeros, los forasteros, que por las guías tenían noticia de la existencia del Museo, han sido durante mucho tiempo casi los únicos visitantes que se veían en aquellas desiertas salas”. Incluso, recordaba el entorno del antiguo Museo Arqueológico Nacional, como rodeado por una atmósfera hostil que no invitaba precisamente a acercarse hasta sus salas: “chiquillos harapientos, chulas de la fábrica de tabacos, etiópicos gitanos y algunos vándalos (…) había que atravesar aquel peligroso «Madrid prehistórico» para llegar al Museo Arqueológico (…) el Casino de la Reina era su «claustro materno”. Del pasado más negro, rememoraba Mélida la intentona de incendio de que fue víctima el Casino de la Reina en los días que estalló la Gloriosa en septiembre de 1868. Calificó a los asaltantes como “una turba de flamantes reformadores de lo existente, que «acalorados» por el grito de «abajo los Borbones», sin mirar que aquello no era ya Casino de la Reina, rociaron con aguarrás la fachada del Museo y la prendieron fuego. El conserje pudo cortar el incendio y la intentona, convenciendo a los asaltantes de que aquello no era ya de la Reina”. También se hizo eco Mélida del atentado sobre la persona de José Amador de los Ríos, cuya adhesión a las ideas de los caídos en 1868 le puso más de una vez en grave trance de muerte, hasta obligarle a refugiarse en el Ministerio de Fomento y luego a dimitir de su cargo de director. Según Mélida, el Casino de la Reina se encontraba en una zona urbana afín a la causa liberal, como demostraba el hecho de que había sido nombrado Ventura Ruiz Aguilera como sustituto de Amador de los Ríos, cuya significación liberal debió de contribuir a templar la naciente hostilidad de las gentes del barrio al Museo. Las nuevas instalaciones habilitadas en 1895, a pesar de lo positivo del cambio, habían sido concebidas con un criterio algo caduco para lo que se estilaba entonces en otros países del continente. Hasta 1933 no estuvo el Museo a la altura de sus homónimos europeos.

Ciertamente la “Septembrina” causó inestabilidad y agitaciones para la vida del Museo Arqueológico Nacional. No obstante, los conventos sobre los que “la Gloriosa” extendió sus acciones revolucionarias y los viajes realizados por varios individuos del Museo, comisionados para adquirir objetos antiguos, fomentaron extraordinariamente el caudal museístico de la institución, como reconoció el propio Mélida.

Mélida echaba de menos una sistematización de los vasos del Museo madrileño al nivel del catálogo de los vasos del Louvre. Como ceramógrafo tenía muy en cuenta la labor desempeñada por Edmund Pottier, conservador de la sección de cerámica del Louvre y formado en la Escuela Francesa de Atenas y referente para el arqueólogo madrileño en materia ceramográfica, como muestran algunas misivas intercambiadas entre ambos. De Pottier era el catálogo de los vasos del museo parisino, en cuyo recuento estadístico denunciaba Mélida que “para nada figuran las colecciones de Madrid”. Reconocía Mélida con resignación que los libros españoles apenas gozaban de circulación entre los países europeos. Una queja subliminal que trataba de servir como estímulo a la ciencia española, a la que Mélida trató de “europeizar” al más puro estilo unamuniano. En cierto modo, participó de esa corriente inconformista y aperturista que proponían los hombres de la generación del 98. Enlazaba Mélida con la mentalidad de estos hombres, resumida en tres puntos: amor, descubrimiento y crítica de España. Todos los intentos de cambio y mejora que proyectaron los intelectuales noventayochistas (como Ortega, Unamuno o Joaquín Costa) en la sociedad española de estos años, la trasladó Mélida al campo de las artes y la Arqueología. Se convirtió así en uno de los abanderados del movimiento regeneracionista cultural en el campo de las ciencias. En palabras de Fernando Wulff, «el 98 no lo es todo, pero es el marco en el que se inicia el replanteamiento historiográfico». El Regeneracionismo, en su concepto global, implicaba una vertebración económica, ascensión de nuevas capas medias, avance de la democracia, activación del desarrollo científico-tecnológico y mejora del sistema educativo.

En los trece años que transcurrieron entre 1884 y 1897, Mélida se consolidó en el Museo Arqueológico Nacional y acumuló un buen número de experiencias museísticas. Su participación en labores de catalogación; sus comisiones en certámenes y exposiciones coloniales; y su aplicación de criterios expositivos en el Museo Arqueológico Nacional hicieron de él un técnico consagrado. Entró con 24 años en el Museo y con 40 acumulaba ya una considerable experiencia. Esta etapa de su vida significó para él la asimilación de aquellos conceptos adquiridos en los centros en los que forjó su formación: Escuela Superior de Diplomática, Institución Libre de Enseñanza y Museo Arqueológico Nacional. Toda su producción tanto literaria como museológica se inscribía dentro del proceso de “nacionalización” del Patrimonio Nacional. Mélida percibió en los Museos no sólo una función de custodia y exposición de objetos sino el lugar destinado a despertar las inquietudes culturales del gran público, para así recuperar la memoria colectiva contenida en la cultura material del pasado.

1.4 Tercera etapa de Mélida en el Museo Arqueológico Nacional (1916-1930). El director

Uno de los momentos más relevantes en la trayectoria profesional de Mélida fue su nombramiento como director del Museo Arqueológico Nacional, institución creada en 1867 e inaugurada en su nueva y actual sede en 1895. Su cargo de director coincidía entonces con el de Anticuario de la Real Academia de la Historia, un hecho que nos obliga a recordar la colaboración institucional en ciertas iniciativas en las que compartían intereses comunes. El desempeño del cargo de director del Museo por algunos Anticuarios de la Academia que aspiraban a formar en el Museo un “gran lapidario” hispánico hizo que a partir de 1907, siendo Fita Anticuario, se depositaran en él las piezas más voluminosas. Desde las primeras comisiones decimonónicas, el Museo había ido acrecentando su caudal de materiales de forma progresiva hasta el nuevo impulso que Mélida le imprimió a su política de adquisiciones y donaciones.

El día 8 de marzo de 1916, Mélida dejó de prestar servicio en el Museo de Reproducciones Artísticas, después de quince años ejerciendo el cargo, para dirigir la máxima institución museística nacional en el ámbito arqueológico. Un día más tarde se reunieron en el despacho de la dirección del Museo Arqueológico Nacional todos los empleados facultativos de entonces: Manuel Pérez Villamil, Francisco Álvarez-Ossorio, Narciso Sentenach, Ignacio Olavide, Ignacio Calvo, Alfonso Amador de los Ríos y Ramón Revilla, con el objeto de recibir al nuevo director. Mélida entraba a sustituir al entonces director interino Manuel Pérez Villamil quien – a su vez – sustituía en el cargo a Rodrigo Amador de los Ríos. Los empleados facultativos antes citados confiaban en el «impulso que ha de dar a la empresa de catalogación del Museo ajustada a las necesidades de la enseñanza moderna y publicar los catálogos», teniendo en cuenta su conocimiento de la institución tras los cuarenta años – se cumplieron el día 16 de febrero de 1916, si bien el nombramiento oficial había sido el día 4 de febrero – que Mélida había trabajado en el Museo. Había ingresado como aspirante sin sueldo de la sección primera en 1876. La designación de Mélida como nuevo director fue acogida positivamente incluso en otras provincias como Soria, donde llevaba ya 10 años excavando Numancia, y Gerona.

El nombramiento de Mélida en la institución museológica de mayor importancia nacional en el campo de la Arqueología le situaba en una posición dominante desde el punto de vista laboral. Su labor como arqueólogo había descrito la trayectoria que el escalafón funcionarial dictaba entonces, ciñéndose al cursus más o menos oficial. En virtud de estas valoraciones y atendiendo a criterios objetivos, Mélida ha sido considerado como un institucionista. El caso es que fue nombrado director y detrás de esta decisión se encontraba el entonces Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes Julio Burell Cuéllar, cuyo cargo ostentó entre diciembre de 1915 y abril de 1917. Los empleados facultativos debieron de actuar como órgano consultivo que avalara la ejecución de la decisión política.

Si analizamos de manera individual a los empleados facultativos que aprobaron el nombramiento de Mélida será posible comprender los motivos que favorecieron su ascenso a la dirección del Museo Arqueológico Nacional. Uno de ellos, Francisco Álvarez-Ossorio, conocía de sobra sus aptitudes en labores de inventario y catalogación ya que había compartido con él horas de trabajo desde que Mélida fuera nombrado jefe de la sección primera del Museo en 1884. De hecho, con Álvarez-Ossorio preparó Mélida el catálogo sistemático de la colección prehistórica, que estaba destinado al catálogo general y abreviado del Museo. Incluso, habían publicado conjuntamente los aumentos de las colecciones desde la celebración de las exposiciones históricas celebradas en España en 1892 en un artículo publicado en la “Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos». Su estrecha colaboración en el plano profesional se vió reforzada años más tarde – entre 1904 y 1905 – cuando acometieron de forma conjunta la labor de separar las piezas auténticas de las falsas procedentes del Cerro de los Santos. Por entonces, Álvarez-Ossorio era ya jefe de la sección primera del Museo Arqueológico Nacional.

Otro de los miembros del Cuerpo Facultativo que participó en la elección fue Narciso Sentenach, con quien coincidió Mélida en el consejo de redacción de la «Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos» durante las dos primeras décadas del siglo XX. Además, Sentenach formaba parte de aquel grupo de historiadores comprometidos con el progreso de las ciencias históricas en España. Ésto le convertía en un hombre de letras cuyos objetivos eran comunes a los del propio Mélida, y cuya amistad se remontaba a su participación en las lecciones del Ateneo y en la «Sociedad de Excursionistas de Madrid» en los últimos veinte años del XIX. Otra prueba evidente de la cercana relación personal y profesional que existía entre ambos es la recepción pública de Sentenach en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando el 13 de octubre de 1907, ocho años después que Mélida. En el referido acto, el arqueólogo madrileño pronunció un discurso en honor de su amigo Sentenach. Otro centro de formación común a ambos fue el Museo Arqueológico Nacional, donde Sentenach llegó a ocupar el cargo de jefe de la sección americana.

Ramón Revilla también formaba parte de la Junta Facultativa que favoreció la designación de Mélida como director y desempeñaba entonces el cargo de conservador del Museo Arqueológico Nacional. Por otra parte, Manuel Pérez Villamil había compartido con Mélida las sesiones académicas en la Real Academia de la Historia, al tomar posesión en 1907, un año más tarde que el propio Mélida. Ignacio Calvo era otro ilustre alcarreño, como Juan Catalina García, con formación sacerdotal. Había tomado en 1901 posesión de su nuevo cargo de Conservador de la sección de Numismática del Museo Arqueológico Nacional en Madrid, ganado por oposición, e impartía clases de árabe en la Universidad Central. Le unía también a Mélida su participación en excavaciones arqueológicas en la provincia de Soria, como Tiermes, Uxama y Clunia. Alfonso Amador de los Ríos e Ignacio Olavide completaban la Junta Facultativa.

A raíz del nombramiento de Mélida, quedó vacante la plaza de director del Museo de Reproducciones Artísticas, que fue cubierta al ser designado nuevo director Rodrigo Amador de los Ríos y Fernández Villalta por orden de Su Majestad el Rey Alfonso XIII. Dos oficios, uno firmado por el subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes el 4 de marzo de 1916; y otro enviado por éste al jefe superior del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos regulaban el nombramiento. Sin embargo, apenas pudo disfrutar de esta designación ya que Rodrigo Amador de los Ríos fallecería el 3 de mayo de 1917. Otro oficio, fechado en 28 de junio de 1916 y firmado también por el subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes – en su sección de Archivos, Bibliotecas y Museos – establecía que Casto María del Rivero y Sáinz de Varanda, que entonces prestaba sus servicios en el Museo de Reproducciones Artísticas, pasara a continuarlos en el Museo Arqueológico Nacional.

Para conocer la gestión de José Ramón Mélida al frente del Museo Arqueológico Nacional conviene citar su iniciativa a la hora de editar y redactar una Nueva guía histórica y descriptiva del Museo – en el que se abordaban los criterios de clasificación de los fondos – en 1917; y resulta imprescindible calibrar su política de adquisiciones y donaciones. En el capítulo de las donaciones y adquisiciones (apéndice III), dio cuenta de un buen número de ellas, cuya documentación entre 1916 y 1926 se conserva en el Archivo General de la Administración Civil de Alcalá de Henares. Desde el punto de vista de la organización y exposición de las piezas, cabe señalar que estaban organizadas en cuatro salas: Protohistoria y Edad Antigua; Edades Media y Moderna; Numismática y Dactilografía; y Etnografía. Es decir, seguía imperando un criterio impreciso que mezclaba cronología con disciplinas. En el plano arquitectónico y estructural interno, Mélida acometió una reinstalación moderada con suelos entarimados en algunas salas y compró grandes vitrinas diáfanas que compensaban la falta de luz natural. Su dimisión del cargo se produjo el 3 de junio de 1930, tal como reza La Gazeta del 3 de junio de 1930. El Museo abría todos los días laborables de 10 de la mañana a 4 de la tarde, en invierno; y de 7 a 1 de la mañana, en verano. La entrada era pública y gratuita.