En las últimas décadas hemos asistido en las ciudades españolas a la proliferación de la combinación de las rotondas con conjuntos monumentales. En todas las periferias se puede observar la explosión de estos nuevos artefactos que se han convertido, además, en una de las expresiones de la forma actual de hacer ciudad y de crear espacio público.

En España, a pesar de ser un fenómeno reciente, existen más de 24.000 rotondas que los ciudadanos nos vemos obligados a incorporar a nuestro transito habitual por los espacios urbanos. No se pone en duda su valor como elemento regulador del tráfico, gracias a la circulación en un sentido único y la prioridad del tráfico del interior del anillo. Pero conviene llamar la atención sobre lo excesivo de su uso, incluso llegando a implantarse como elemento de disminución de la velocidad en ausencia de intersecciones.

En las rotondas el elemento más destacado es la isleta central cuya visibilidad la convierte en un espacio privilegiado para la instalación de elementos decorativos. Esa vocación representativa ha llegado en algunos casos a superar la naturaleza reguladora del tráfico que supuestamente tenía la rotonda y la isleta ha sido vista como un espacio óptimo para plasmar representaciones colectivas de la identidad y crear hitos en el paisaje urbano.

Sin embargo, la proliferación de conjuntos monumentales en las rotondas de las zonas urbanas ha provocado la banalización de esos espacios. La idea de utilizar la isleta central de las rotondas como lugar idóneo para el arte público choca directamente con la limitada interacción con los ciudadanos que permiten estos espacios. Normalmente, la contemplación del elemento monumental se produce desde el vehículo y a una velocidad poco adecuada para el disfrute. De hecho, en algunos casos, las impactantes esculturas en las rotondas pueden provocar situaciones de peligro por la distracción de los conductores atraídos por las imponentes instalaciones artísticas. Por otro lado, si uno se aproxima a pie tampoco puede acceder al interior de la rotonda, ni acercarse al elemento monumental o tener una estancia pausada en medio del tráfico, perdiendo con ello la posibilidad de diálogo con el ciudadano, una de las claves del arte público.

Otro asunto es el de la adecuación de los conjuntos monumentales a las necesidades del espacio urbano donde se inserta, lo cual enlaza con la opacidad sobre cuáles son los procesos por los que una administración decide elegir una u otra instalación y la poca información que existe sobre el gasto que genera la implantación y el mantenimiento. Y es que, los poderes públicos no han querido perder la oportunidad que las rotondas les brindaban para dejar su huella en el supuesto embellecimiento de las zonas públicas.

Escultura en una rotonda de Majadahonda (Madrid)

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La escasa aceptación de los ciudadanos por muchas de las esculturas que habitan en las rotondas ha llevado a que los últimos años aparezcan en diversos medios debates sobre cuál es la rotonda más fea o la más inapropiada. Sin duda, todos nosotros nos hemos preguntado alguna vez qué es eso que han puesto en el centro de la isleta y no hemos sabido respondernos. No es de extrañar, porque muchos conjuntos monumentales son difícilmente interpretables y se asimilan como un objeto más del inextricable paisaje urbano contemporáneo. Es justo reconocer, no obstante, que en algunos casos el binomio rotonda-escultura ha logrado convertirse en un hito que colabora en la localización de un punto concreto dentro del imaginario urbano colectivo.

Tras unos años de vertiginosa proliferación, quizás el actual contexto de crisis económica embride la desenfrenada rotonditis que se ha extendido por las ciudades españolas, así como el ansia de los poderes públicos por dejar su impronta y llevar a cabo la correspondiente inauguración. Se corre el riesgo de que estos conjuntos se vuelvan símbolos de una etapa pasada -esperemos que no mejor- y se abren en el horizonte las preguntas ¿qué será de las rotondas? ¿cuál será la ornamentación de las que están por llegar?