El 29 de septiembre de 2011 se cumplió el quinto centenario del nacimiento de una de las principales figuras intelectuales de la Edad Moderna: Miguel Servet. Antes de que finalice su año conmemorativo, valgan estas líneas como nuestro humilde reconocimiento al sabio aragonés.

Filósofo, teólogo, médico, astrólogo…, son tantos los perfiles de su actividad científica que es imposible condensar en unas cuantas líneas la silueta de su pensamiento.  Porque, como buen humanista, no conoce los límites entre las disciplinas y, al tiempo que formula la circulación pulmonar, publica la Geografía de Ptolomeo, es capaz de leer a los antiguos en griego, latín y hebreo y preguntarse por el poder de las estrellas en los designios futuros.

Ésa es la clave, que el pensamiento del aragonés es protagonista de un viaje infinito sin adscripciones en un siglo donde la religión es detonante de guerras que ensangrientan Europa. «Entre todos los heresiarcas españoles ninguno vence a Miguel Servet en audacia y originalidad de ideas, en lo ordenado y consecuente del sistema, en el vigor lógico y en la trascendencia ulterior de sus errores», diría Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles.

El 27 de octubre de 1553, por instigación de Calvino, el cuerpo de Servet fue pasto de las llamas en Ginebra. En ese  momento final, también sus libros, aquéllos que le valieron la condena, estuvieron con él pero, como todas las obras grandes, su memoria y su ciencia sobrevivieron a la hoguera y, de las cenizas, brotaron para la posteridad sus proclamas de tolerancia.

«Cada cual es como Dios lo ha hecho, pero llega a ser como él mismo se hace», o lo que es lo mismo: «Lo divino ha bajado hasta lo humano, para que el humano pueda ascender hasta lo divino». Es la perfectibilidad de la persona en diálogo continuo con la Esencia.

María Lara Martínez.