El revuelo político, académico y mediático que ha organizado la presentación en público del Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia invita a que estudiantes y profesores de historia hablemos, debatamos y reflexionemos sobre nuestro presente, sobre las instituciones representativas de la Historia y sobre la Historia misma. Este proyecto de la RAH pretendió ser la niña bonita y el gran producto final que colmara de prestigio a una institución no siempre activa en nuestra vida pública. Veinticinco siglos de nuestro pasado, representado en 45.000 personajes, 5.500 especialistas en diversas materias y 6’4 millones de euros del erario público destinados a componer una obra monumental de 50 volúmenes al módico precio de 3.500 euros iban a constituir una obra de «obligada consulta».

El resultado ha sido el contrario, una polvareda de críticas, comentarios, exigencias de dimisión de Gonzalo Anes, director de la Academia y Director científico de la obra, y recomendaciones gubernamentales y académicas para que las versiones electrónicas y en papel se cambien inmediatamente. Es interesante cuando miramos a la página web del diccionario (http://www.rah.es/diccBiografico.htm) el espíritu bolandista que animó la fundación de la academia en 1735: «desterrar las ficciones de las fábulas» y que hoy inspira el método de confección del Diccionario: selección de los personajes, clasificación, elección del autor más cualificado para escribir una entrada, asesoramiento bibliográfico a los autores, comisiones de historia y política, de letras y humanidades, de filosofía y religión, de arte y música, de heráldica, etc….  El resultado, el contrario de lo que perseguían, ni objetividad, ni prestigio, ni consenso social.

Muchos factores se combinan en la explicación del fenómeno, algunos de ellos relacionados con la distancia entre la RAH y los historiadores y entre los historiadores y la sociedad. La RAH se queda atrás y no refleja los muchos cambios que la Historia ha sufrido en términos metodológicos, interpretativos y teóricos a lo largo del siglo XX, pero la Historia que hacen los historiadores también se ha quedado atrás de los muchos más cambios que ha experimentado la sociedad que intenta representar. La primera impresión que dan los debates levantados por el Diccionario es que no ha sido capaz, no ha pensado si quiera, en reflejar la fuerte pluralidad epistemológica e interpretativa que hay en la España del siglo XXI de nuestro pasado reciente. Pero no es sólo un problema de qué se dice en la entrada de Franco, Negrín o Azaña. Qué también, particularmente si los errores son hasta fácticos. El Diccionario es un ejercicio decimonónico de definición de un canón que se hace desde arriba, es decir, una selección que realizan determinados expertos colocados en ciertas instituciones, de «varones ilustres» que nos precedieron y que en cierto modo explican nuestro presente. Estos son los que fueron y por tanto son los que están. La ciudadanía no ha sido invitada, de ninguna manera, a esta orgía selectiva sobre nuestros antepasados. No hay explicación metodológica: toda selección de expertos y toda selección de personajes es una narración. Del pasado de España podemos hacer una narración triunfalista o derrotista, imperialista o colonial, podemos hacer una narración en clave de género o de clases, en clave política o cultural, podemos hacer una narración crítica, conformista, transgresora, clásica, heterodoxa, ortodoxa, nacional, regional y un largo etcétera.

Los dictados desde arriba van gustando menos a una sociedad cuyos ciudadanos tienen unos niveles culturales sofisticados y sus propias opiniones. La sociedad de la web 2.0 nos ha permitido ver la multitud de ideas y pensamientos que latían sin encontrar los canales de expresión para salir a la superficie y ahora lo hacen. La Historia y sus instituciones van a tener que enterarse de algunas cosas si quieren sobrevivir en este mundo y no parecer una dama de otra época cada vez que saca la cabeza de su alejada torre de cristal, pues escandaliza y aburre con sus opiniones trasnochadas. La primera sin duda, que la Historia es de todos; de todos aquellos con interés por conocer su pasado. La segunda que los debates sobre el pasado no los abren y los cierran las instituciones y los historiadores, sino los ciudadanos y sus problemas e inquietudes. Si los historiadores no muestran la sensibilidad para conectar con ellos, simplemente dejarán de escuchar a aquella «vieja dama».