El paso del tiempo es una constante de nuestra cultura. Y no me refiero ahora al tiempo físico-matemático, sino al vital; a ese breve lapso por el que discurren nuestras vidas. Es un leitmotiv que está presente a lo largo de toda nuestra historia, condicionando nuestras formas de pensamiento desde la Antigüedad. Los historiadores somos conscientes de ello y, por lo tanto, reconocemos las referencias a ese tiempo en múltiples manifestaciones culturales (pictóricas, escultóricas, literarias, etc.) producidas, como digo, desde la Antigüedad hasta nuestros días.

Pero por si alguna vez nos olvidamos de esa contingencia, “los elementos” se conjuran a veces para recordárnoslo.

Hace poco tiempo, tuve la oportunidad de visitar el Museo Arqueológico Nacional de Atenas; un lugar en el que se exhiben las primicias de lo que, por lo que a los europeos nos toca, fue una de las más importantes civilizaciones de la Historia: la griega. La colección que contiene es apabullante pero, como todas las colecciones custodiadas en los museos arqueológicos, transmisora de una inquietante sensación de inmovilismo e inutilidad.

Pero la Historia campa por sus respetos incluso en esos depósitos de civilización. Y fue en ese museo donde pude contemplar con estupefacción uno de los mejores ejemplos del paso del tiempo vital, que se impone implacable a la belleza estática de la piedra.

Es en uno de los patios de ese museo donde se muestra una colección de esculturas griegas rescatadas del mar. Eran transportadas a algún lugar en un barco que se hundió junto a la isla de Antikythera en el siglo II a.C. Y es ahí, en el fondo del mar, donde permanecieron hasta ser halladas a principios del siglo XX. La acción erosiva del salitre y otros agentes biológicos han degradado el prístino mármol de todas esas figuras hasta borrar su forma original casi por completo. La forma de todas menos una, que debió quedar semienterrada en el fondo marino, de forma que la mitad de su volumen quedó a salvo del deterioro.

El resultado de ese fenómeno es el que podéis contemplar en la imagen: una inmensa aunque casual apología a los efectos que el paso del tiempo produce en las personas a lo largo de su vida.

En el 65 a.C., unos pocos años después del naufragio del barco cargado de estatuas, venía al mundo un hombre llamado Horacio; el poeta latino que, sin saber lo que estaba ocurriendo en las profundidades del mar Egeo, escribió en su madurez una oda que refleja a la perfección lo que nos pasa a las personas a lo largo de la vida; lo que le pasaba a él y lo que le estaba pasando al joven de mármol sepultado bajo las aguas:

No preguntes, Leucónoe ‒pues saberlo es sacrilegio‒,
qué final nos han marcado a mí y a ti los dioses; ni consultes
los horóscopos de los babilonios. ¡Cuánto mejor es aceptar lo
que haya de venir! Ya Júpiter te haya concedido unos cuantos
inviernos más, ya vaya a ser el último el que ahora amansa
el mar Tirreno con los peñascos que le pone al paso, procura
ser sabia: filtra tus vinos, y a un plazo breve reduce tus
esperanzas. En tanto que hablamos, el tiempo envidioso habrá

escapado; disfruta del momento, sin fiarte para nada del mañana.

El mar, Horacio, el Joven de Antikythera, la Historia… nosotros.