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Álvaro de Diego

Profesor de Historia Contemporánea y Periodismo en UDIMA, Universidad a Distancia de Madrid. Ver perfil

Álvaro de Diego

Elogio de la divulgación histórica en prensa

Ortega siempre creyó que el pensador, el profesor universitario en concreto, debía ampliar su magisterio a la prensa. Ser “aristócrata en la plazuela intelectual” del periódico cobra mayor vigencia ahora que nunca, si bien ya entonces quien no estaba en los papeles, no estaba en parte alguna.
Las ventajas de la divulgación en prensa son innumerables y fueron objeto de la reciente I Jornada de Historia & Comunicación, celebrada en UDIMA el pasado 19 de mayo. En esa ocasión quise reivindicar el valor de la divulgación de una ciencia como la Historia en prensa papel y en un nuevo contexto como el digital. No por casualidad bauticé a nuestro blog en Comunicación -ahora en La Razón- como Academia de P@pel, quizá para rescatar el rigor que se asocia habitualmente a la letra impresa (sin ninguna vanagloria ni pretensión con lo de «Academia» quería acudir a la fundación platónica).
He llegado a un convencimiento académico: el libro debiera inclinarse hacia la divulgación, mientras al artículo se le debería reservar el rigor y la exhaustividad científicas (también las notas a pie, a las que inclinamos a nuestros estudiantes y que dirigimos a los reducidos colegas que nos leen). La divulgación en prensa se sitúa un poco a medio camino. La clave está en este caso en el formato, en el papel impreso, porque a veces “el medio es el mensaje” (McLuhan) y el hábito en ocasiones sí hace al monje.

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La ventaja esencial del papel pasa por que permite lectura y reflexión en profundidad, reposada. Lo digital fomenta la distracción, tal y como ha afirmado Nicholas Carr en su obra Superficiales. Lo electrónico fomenta cierta pereza en la acción de nuestras conexiones neuronales, que se debilitan ante una pantalla. En este ecosistema retrocede el sentido crítico.
No se trata de hacer una reivindicación del esnobismo, de creernos los nuevos aristócratas de la letra impresa, los que esgrimen abrecartas para troquelar las páginas de ediciones antiguas. Los héroes anacrónicos de la tinta. Es verdad que se puede reconstruir una vida a través de una biblioteca. De ahí la ansiedad de Pedro J. Ramírez ante los anaqueles vacíos de la de Montaigne, padre del ensayo contemporáneo. Nuestras habitualmente modestas bibliotecas (con libros anotados con frecuencia) son la sutil cartografía de nuestro conocimiento, el acta nada notarial de nuestra memoria intelectual.
Roberto Casati en su Elogio del papel (Ariel, 2015) destaca que la lectura está amenazada («nos la roban», asevera) por el colonialismo digital. Pero no se trata de oponerse a lo digital, que tiene sus virtudes, y muchas, sino a su colonialismo, esto es, a la forzosa migración de todo al ámbito electrónico. El hecho de que el ordenador haya pasado de ser un instrumento de producción intelectual a un instrumento de consumo intelectual nos obliga a una respuesta anticolonialista. Nos obliga a hacer una migración selectiva, caso a caso. Es obvio que la fotografía tradicional no tiene ningún futuro, ni siquiera vintage, no así el voto, que presenta muchas amenazas en su versión electrónica.
Hay una alternativa complementaria tanto en el libro, como en el artículo en papel, que son ecológicos (papel reciclado y no consumo energético de pantallas y LED -tierras raras-). A fin de cuentas, el libro conserva el «formato cognitivo perfecto»: es secuencial, en él nada distrae la atención. En suma, y como sentencia Casati, la divulgación en papel ofrece las ventajas cognitivas allí donde aparecen las limitaciones tecnológicas frente a lo electrónico.
Historia 16 resultó un ejemplo antológico de divulgación histórica. Su primer número apareció el 1 de mayo de 1976, previo consejo de redacción. Presididos por Luis González Seara, pronto ministro de Educación, reunía una nómina impresionante: Miguel Artola, Stanley Payne, Manuel Tuñón de Lara, Guy Hermet, Raymond Carr, Gabriel Jackson, Alejandro Muñoz Alonso, Hugh Thomas, José Antonio Maravall o Julio Valdeón. Su director, David Solar, era un periodista con cierta formación histórica que procedía de la sección de Internacional (Madrid, Colpisa, Informe Semanal); siempre había tratado de hacer crónicas con sus antecedentes. Por tanto, Historia 16 tuvo siempre hilo directo con la actualidad. España se encontraba en plena Transición democrática y la revista empezó a desvelar temas frecuentemente tabú (Guerra Civil, masonería, Inquisición, colonialismo español, etc.). Hasta su desaparición en 1998 supuso un excepcional botón de muestra de las bondades de la divulgación histórica.
Su referente aún nos sirve porque en la verdadera era de la velocidad y lo instantáneo, estamos obligados a divulgar haciendo periodismo Eric Clapton, de factura lenta. Porque, como ha escrito Albiac sobre las Tristezas del desterrado Ovidio, «no se puede escribir tanta belleza para no ser leída».

Yo sí hice la «mili»

Uno de los columnistas más brillantes de nuestra prensa acaba de confiar su nostalgia por el servicio militar que no realizó. También yo me confieso melancólico ahora que Suecia se plantea recuperar su carácter obligatorio. Pero mi añoranza es distinta: yo sí hice la «mili». Fue en uno de los últimos reemplazos del Ejército de Tierra, poco antes de que el Gobierno de José María Aznar la suprimiera por decreto. Confío también que mi primer día en el cuartel no resultó idílico. Aún creo que al esquilador capilar se le fue la mano (guardo testimonio gráfico de los que se conservan a buen recaudo). Corría, además, el mes de agosto de 1998 y yo, que estaba preparando mi doctorado, descubrí lo que supone desfilar bajo un despiadado sol de justicia, sin poder acogerse a sagrado, el de una sombra o una excusa. De inmediato comprendí cómo allí «la más principal hazaña» era el calderoniano «ni pedir ni rehusar» que hoy sigue mereciéndome el mayor de los respetos. Al término de ese primer día, porque no se habían habilitado aún las taquillas, hube de cargar con el incómodo y nada ligero petate camino de casa.

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Sin embargo, descubrí pronto las bondades de una vida basada en la igualdad, la disciplina y el sacrificio. Como profesor siempre he creído que a la juventud no le solivianta el rigor, sino la arbitrariedad. Como historiador en ciernes que entonces era asimilé el valor de las tradiciones inveteradas. Cada nación las tiene y no menores son las nuestras. Serví en el Regimiento de Infantería «Inmemorial del Rey» cuyo origen se remonta al destacamento que en 1248 conquistó Sevilla para Fernando III El Santo. Probablemente constituya la unidad en servicio más antigua de Occidente.

Mucho se ha escrito sobre los valores del patriotismo presuntamente consustanciales a la leva obligatoria. Poco se recuerda, pero se trata de una idea originalmente de izquierda; jacobina, para más señas. Fue la Revolución Francesa la que impulsó el concepto de «nación en armas» que teorizó Saint-Just. El diputado de «la Montaña» reclamó que cada ciudadano saliera de su cabaña con el arma en la mano (Si chacun sort de sa chaumière son fusil à la main…), pues solo así la patria estaría salvada (… la patrie est bientôt sauvée).

Y de las musas al teatro… de operaciones. En abril de 1792 Luis XVI había acudido a la Asamblea para declarar la guerra a Austria. Hasta 1815 no se interrumpirían las hostilidades del país con Europa. Semanas después Prusia entraba en batalla, encabezada por los emigrados, el príncipe de Condé en vanguardia. El 25 de julio de 1792 el Manifiesto del duque de Brunswick, comandante en jefe de las tropas enemigas, aventuraba una irresponsable amenaza: en caso de peligrar la seguridad de la familia real, se entraría a saco, sin condiciones, en París. La reacción resultó inmediata: la insurrección en la capital de Francia, la solicitud del destronamiento del rey por Robespierre y la elección de una Convención Nacional por sufragio universal. El 10 de agosto se tomaban (una vez más) las Tullerías y la Asamblea suspendía, ahora definitivamente, al monarca. El Ciudadano Capeto se convertía en prisionero.

Divorcio, disolución de las últimas órdenes religiosas fueron medidas que acompañaron a la recluta forzosa, que el 20 de septiembre de 1792 protagoniza su bautismo de fuego para la historia. Ese día la nación armada vence a los prusianos de Brunswick en Valmy, una batalla artillera en la que un testigo de excepción como Goethe concluye fascinado: «Hoy en este lugar se abre una era nueva en la historia del mundo». Se ha consagrado, a su juicio, el «paso de la era de los reyes a la de los pueblos». Kellermann, al frente de una partida de desarrapados -esos que acudieron a la choza en busca del fusil- había resistido al enemigo al grito de «¡Viva la Nación!». Ni un solo francés retrocedió ante el fuego de las tropas más ordenadas y reputadas de Europa.
En realidad, se había tratado de un simple cañoneo, interrumpido por un diluvio a la tarde. A la noche, ambos contendientes durmieron en sus posiciones; los franceses, más conscientes de lo que es la inquietud bajo un cielo sin estrellas. Siempre hay mucha inquietud cuando es incierta la gloria. No obstante, Valmy representó una victoria para los revolucionarios. Escribió Gaxotte que «militarmente la partida era nula; moralmente, Francia había vencido». Ese mismo día la Asamblea Legislativa cedía el puesto a la Convención, tercera asamblea de la Revolución Francesa. Instantáneamente se proclamaba la República y se abría el proceso contra Luis XVI.

El servicio militar obligatorio lo alumbró aquella guerra de duración indefinida para la revolución universal. Para mí, no obstante, significó una escuela de convivencia regional e interclasista. Recuerdo cuando era joven y soldado. Aquel año, que en parte coincidió con una de las «treguas-trampa» de la banda terrorista ETA, serví como conductor de un general de Tierra, modelo de militar ilustrado. En aquellos desplazamientos viví mis particulares Conversaciones con Goethe. Quiero creer que aún me queda algo de la humildad de Eckermann que cultivé por entonces.

Medio siglo de una Ley que (a la apertura se le) quedó corta

Estos días se cumplen cincuenta años de la séptima Ley Fundamental del franquismo, la última aprobada en vida del general. Promulgada el 10 de enero de 1967, la Ley Orgánica del Estado (LOE) daba una cierta trabazón interna a la dispersa «Constitución» de la dictadura. Varias leyes fundamentales habían aparecido antes conforme lo exigían las circunstancias o lo estimaba pertinente el entonces indiscutido jefe del Estado. Por poner algún ejemplo, el Fuero del Trabajo (1938), aparecido en plena Guerra Civil, respondía a la atmósfera entonces socializante y autoritaria del fascismo vigente en buena parte de Europa. El Fuero de los Españoles y la Ley de Referéndum, ambos textos de 1945, trataban de dulcificar la mirada vindicativa de las democracias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial. Y la Ley de Sucesión (1947) establecía, prácticamente de la nada, un Reino donde faltaba toda figura de rey o regente; en pleno ostracismo internacional Franco se reservaba, taimadamente, la carta ganadora de la Monarquía electiva. La lanzaría sobre el tablero veintidós años después y adoptó la forma del Príncipe Juan Carlos. Fue su fulminante jaque al rey nonato Juan III (sic).

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Volviendo a la LOE, que fue ratificada en referéndum del pueblo español, el articulado ordenaba las principales instituciones del Estado nacido del 18 de Julio y fijaba, según un tan agudo como optimista estudioso, el poder constituyente en el Jefe del Estado [Franco] y el constituido o de revisión en las Cortes y en la nación española (mediante la hoy tan manoseada e imprevisible consulta plebiscitaria). Si Franco podía actuar discrecionalmente (cada vez, esto también es cierto, lo haría menos); su sucesor tendría que hacerlo conforme a unas reglas de juego. España se convertía desde 1967 en un peculiar Estado antes «con» que «de» Derecho, con alicorto pluralismo (o “monismo limitado”, según el sociólogo Linz) en el que Franco había desconcentrado gran parte de sus poderes. Quien tomaría su testigo en la Jefatura del Estado, no designado -como sucesor futuro, que no efectivo- hasta 1969, se desenvolvería en un sistema político que le atribuía amplios poderes (aunque no los excepcionales del vencedor de la Guerra Civil). Esas facultades las ejercería don Juan Carlos en la primera fase de la transición. Y, de hecho, le facilitarían liderar el cambio democrático.
Fraga, principal damnificado aperturista del último franquismo, denunciaría cómo la LOE se le había quedado muy corta a quienes, como él, propugnaban la salida democrática al Régimen. No obstante, muchos de sus adeptos (del volcánico gallego, que no tanto de la LOE) tratarían de adivinar en ella posibilidades para la apertura: «tercio familiar» en las Cortes, separación entre jefaturas de Estado y de Gobierno, asociaciones políticas… No se les permitiría llevar la LOE muy lejos.
Un aplicación restrictiva de la Ley -y restantes normas fundamentales- impediría la apertura en vida de Franco, pero otra magistralmente intencionada aseguraría el desembarco de España en la democracia. Y por una vía que, siendo reformista y no revolucionaria, resultó manifiesta y sorpresivamente expeditiva, rápida: la de la Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política, de la que se cumplen ahora cuatro décadas.

Cuarenta años de la Ley que abrió las puertas de nuestra democracia

Cuarenta años de la Ley que abrió las puertas de nuestra democracia

En estos días de noviembre se cumplirán cuarenta años de la decisiva aprobación de la Ley para la Reforma Política (LPRP). Debatido el texto legal en las Cortes del difunto dictador (Franco había muerto apenas un año antes), el grueso de sus procuradores decidieron abrir la puerta a la democracia mediante el más sencillo de los procedimientos: la convocatoria de unas elecciones libres desde la legalidad entonces vigente.
La habilidad procesal de Fernández-Miranda, el hombre elegido por el Rey para presidir las Cortes, favoreció que los elementos minoritarios que se oponían al cambio fueran arrinconados. Despejó el antiguo preceptor de Don Juan Carlos la situación (mediante el Procedimiento de Urgencia, la creación de los Grupos Parlamentarios, el nombramiento de nuevas presidencias para las comisiones, etc.) para que el equilibrio real de fuerzas pudiera manifestarse.
Es verdad, no obstante, que la composición de las Cortes había variado radicalmente al final del franquismo. En 1975 Franco era un anacronismo, pero su sucesor don Juan Carlos o los miembros de la Ponencia que defendió la LPRP encarnaban la España que aspiraba a ser democrática y que aspiraba a integrarse en Europa.

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Debe decirse que la mayoría de quienes votaron en aquellas jornadas memorables sabían que ese era el último servicio de una carrera política que terminaba. Los sufragios positivos estuvieron mucho más relacionados con aquellos grupos que habían obtenido su escaño por elección ciudadana. Mayor identificación con la sociedad española del desarrollismo tenían los representantes «familiares» y locales, sobre todo, frente a los designación directa del antiguo jefe del Estado, los natos o los de extracción sindical. Los representantes del «bunker» constituían ya en 1975 un residuo del Régimen. Los oradores que subieron a la tribuna para oponerse a la LPRP reconocieron expresamente que sus convicciones no estaban adulteradas por la defensa de poltronas ni el ejercicio de cargos ministeriales que defender. ¿No era esta la prueba patente de lo poco que pesaban en el tardofranquismo? Se reconocían en el espíritu de una Guerra Civil que había concluido hacía mucho tiempo y que una mayoría aplastante de españoles no deseaba resucitar.
Hubo hasta un procurador y ex combatiente que reclamó «perdón, olvido y reconciliación»; secuencia que aquellas Cortes y el posterior proceso constituyente aquilatarían políticamente. Toda una paradoja el que esas palabras fueran prácticamente las mismas que un sobrepasado presidente Azaña pronunciara amargamente en el transcurso de la guerra cainita. Este último quiso que cesaran las hostilidades; la cámara que votó la LPRP, que no se reanudasen nunca.
Ahora que se pone en tela de juicio el legado de la Transición democrática no es mala ocasión para reflexionar sobre sus enseñanzas. Nos es buen síntoma el poco ánimo de celebrar esa votación histórica que se produjo hace cuarenta años.

El marqués de Labrador y el bicentenario de Viena

Este 9 de junio se cumplen doscientos años de la clausura del Congreso de Viena. Los vencedores de Napoleón llevaban reunidos desde el 1 de octubre de 1814 en la capital austriaca, donde se concertaron numerosas diversiones a costa de las arcas anfitrionas. Su objetivo básico, el diplomático -no el frívolo-, era doble: devolver sus tronos a los soberanos absolutos derrocados por el corso y llegar a un acuerdo sobre las fronteras de Europa. Los actores principales fueron Castlereagh, ministro plenipotenciario de la Gran Bretaña; el conde de Nesselrode, titular de Exteriores ruso, habitualmente desplazado por el propio zar Alejandro (“una especie de cañón sin amarras en cubierta”, según Paul Johnson); el canciller austriaco Metternich; el príncipe prusiano Hardenberg (que, casi completamente sordo, hubo de ser asistido por el barón Humboldt); y Charles-Maurice de Talleyrand, representante de Luis XVIII que supo granjearle a Francia réditos a priori inimaginables para un país derrotado. Viena congregó, además, a otras muchas delegaciones, invitadas en calidad de oyentes. Las menos importantes fueron las más numerosas, como las del Pontífice romano o el sultán de Turquía.

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Una imagen del Congreso de Viena

En una primera fase del encuentro se afirmó que los acuerdos sólo serían efectivos con el asenso unánime de la Cuádruple Alianza (Gran Bretaña, Rusia, Prusia y Austria). Castlereagh, temeroso de que Austria pudiera unirse al bloque ruso-prusiano, propuso dar voz y voto a Francia y a España, esto es, a los “seis grandes”. Pero el acuerdo previo satisfizo únicamente las aspiraciones de Talleyrand, que logró la admisión de Francia como quinto país con decisión; España, vencedora de Napoleón, quedó finalmente fuera. Divide et impera.
La genialidad diplomática del aristócrata galo, de la que nos hemos ocupado en otra parte, contrasta con la ineptitud notoria del excéntrico plenipotenciario español. Ya en su momento la de Pedro Gómez Labrador fue estimada por Wellington como “la plus mauvais tête que nunca he encontrado”. Gómez Labrador había nacido en Valencia de Alcántara el 30 de noviembre de 1764. Formado en la Universidad de Salamanca -cursó dos años de estudios mayores en filosofía y seis en leyes-, inició su carrera diplomática en 1798 como secretario de la embajada de España en Rusia. Florencia, Génova, Etruria, Nápoles o la Santa Sede fueron algunos de los destinos del extremeño, elevado a la categoría de Caballero de la Insigne Orden del Toisón de Oro en 1829.

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El marqués de Labrador

El culmen de su ejecutoria pública lo había alcanzado de noviembre de 1812 a julio de 1813, periodo en el transcurso del cual se convirtió en Secretario de Estado y de Despacho; presidente del Gobierno, según los estándares actuales. Favorecido por Fernando VII, que en 1929 también le concedió el título de marqués de Labrador, caerá en desgracia a la muerte del monarca felón. Su toma de partido en favor de D. Carlos María Isidro, hermano del finado, y no de la hija de este, Isabel II, explicaría según sus defensores el infortunio de quien sería en lo sucesivo embajador en París de la causa carlista. La enemistad de Martínez de la Rosa no solo engendraría su forzado exilio, sino las sombras vertidas en torno al conjunto de la ejecutoria política de aquel que fue pieza indispensable en el arreglo nupcial de María Cristina de Nápoles con El Deseado.
Sin embargo, los críticos, que en la historiografía lideró el marqués de Villa-Urrutia, han remarcado el carácter arribista de un Labrador aupado merced a su amistad con el regalista Mariano Luis de Urquijo, a quien no tuvo empacho en abandonar cuando éste quedó privado del favor regio. De este modo, si no juró fidelidad a José Bonaparte fue por hallarse lejos, en Florencia, si bien se apresuraría más tarde a ofrecérsele con armas y bagajes. Es así que alguien no tan alejado de su pensamiento, esencialmente reaccionario, pudo coincidir con el diagnóstico expresado por Wellington: «El señor Labrador, embajador de España, hombre leal, habla poco, se pasea solo, piensa mucho, o no piensa nada, no sabría decir si lo uno o lo otro». Fuero las palabras de Chateaubriand, autor de las Memorias de ultratumba.
De cualquier modo, una apreciación más ponderada concluiría que poco pudo hacer Labrador en Viena al tratar de aplicar las irrealizables instrucciones de su gobierno. La desidia inicial de Madrid contrastaría con las pretensiones posteriores de llegar a acuerdos para aislar a Francia, alcanzar compensaciones dinásticas -por ejemplo, en Parma- o restituir, en lo que se entendía un mínimo resarcimiento, la Luisiana a la corona española.
«En diplomacia puede hacerse de todo, menos improvisar», sentenció Talleyrand. Su contrapunto, el marqués de Labrador, fue lo único que hizo en la capital austriaca y, al final, no le quedó otra salida que la quijotesca: negarse a firmar el Acta final de Viena.