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Educación emocional en centros educativos

Desde hace ya varios años la inteligencia emocional y otros términos afines inundan los medios informativos, las tertulias educativas así como distintos congresos nacionales e internacionales. Las emociones y su gestión parecen estar relacionadas con el bienestar personal, con el potencial de cambio y con la resiliencia. Son las habilidades emocionales y personales las que señalan la diferencia y avalan el bienestar personal y social (Bisquerra, 2016).

Partiendo de que el objetivo prioritario de la educación es desarrollar plenamente a las personas en todas sus dimensiones, no es posible alcanzar este objetivo obviando el desarrollo emocional de niños y adolescentes. Considerando lo emocional como fundamental, ¿realmente las escuelas y centros educativos llevan a la práctica acciones y programas educativos que busquen el desarrollo de la inteligencia emocional de sus estudiantes?

Dar respuesta a este interrogante del que partimos es realmente complejo ya que nos movemos en el terreno emocional, un cuerpo de conocimientos bastante disperso, confuso y en muchas ocasiones poco científico que necesita ser investigado en mayor profundidad y desde distintas disciplinas.

Si como docentes y educadores no conocemos qué es la inteligencia emocional ni la educación emocional, muy difícilmente podremos enseñarla y desarrollarla en el alumno. Imaginemos a un maestro o una maestra que tuviese que enseñar a sus alumnos y alumnas a dividir y no supiera qué es la división ni qué procesos cognitivos y matemáticos conlleva. Pues esto, un tanto inverosímil, ocurre en muchos casos en el campo emocional.

Maestros y profesores trabajan o creen trabajar en sus aulas la educación emocional y no tienen claro qué es la inteligencia emocional. Volviendo a la situación inverosímil anterior, imaginemos que el docente enseñase a dividir sin que sus alumnos conociesen la multiplicación ni la resta, sería tanto matemáticamente como pedagógicamente completamente imposible, ¿esto sucede también en educación emocional?

Evaluación emocional

La respuesta es sí, actualmente, aunque queda mucho camino por recorrer, distintos modelos y formulaciones en este campo, han manifestado los componentes y desarrollo de la inteligencia emocional (Salovey y Mayer, 1990; Goleman, 1995; Bar-On, 1997; Petrides y Furnham, 2001). Estas formulaciones son las que deben fundamentar las prácticas educativas que docentes y educadores deben llevar al aula.

Un aspecto fundamental de cualquier propuesta o acción educativa es la evaluación. Por ello, si consideramos implementar acciones o propuestas sobre educación emocional en las aulas, estas deberán ser evaluadas. Como docentes, ¿cómo evaluar la educación emocional?

Extremera y Fernández-Berrocal (2015) recogen el empleo de tres enfoques evaluativos de la educación emocional: a partir de instrumentos clásicos de medidas basados en cuestionarios y autoinformes cumplimentados por la propia persona, a través de medidas de habilidad o de ejecución compuestas por diversas tareas emocionales que la persona debe resolver de forma estrictamente individual y por último medidas de evaluación a través de observadores externos. ¿Estamos evaluando adecuadamente las acciones de educación emocional implementadas en las aulas?

Sirvan estas líneas para reflexionar sobre qué se está haciendo en las aulas, así como para hacer hincapié en la importancia de implementar acciones fundamentadas y con conocimiento por parte de docentes y educadores. Por ello cobra especial importancia una buena formación tanto de maestros y profesores en este ámbito.

De la necesidad, virtud

La actual crisis internacional nos ha llevado a tener que repensar muchas cosas, es habitual que en todos los sectores se estén buscando soluciones creativas a los problemas del día a día. Viéndolo desde otro punto de vista, hemos sido expulsados bruscamente de nuestra zona de confort y estamos obligados a innovar.

La educación, como el resto de sectores, está reinventando su manera de hacer para seguir contribuyendo a la sociedad. En apenas unos días, los colegios han diseñado protocolos, han puesto en marcha plataformas de educación online y han formado e incorporado nuevos profesionales a los equipos docentes y a las plantillas de administración y servicios. La necesidad de atender lo inmediato ha puesto en evidencia las costuras del sistema, además de suponer un reto educativo sin precedentes al que se está respondiendo robando muchas horas al sueño.

En estas circunstancias, es difícil pensar con claridad y se corre el riesgo de dejar los principios y proyectos educativos en un segundo plano, aplazando la labor, siempre complicada, de evaluar la innovación educativa. Pero ¿qué ocurre si hacemos precisamente lo contrario y convertimos la necesidad en virtud?

Los proyectos educativos de los centros y los principios metodológicos de las programaciones son, en este momento, un referente necesario para valorar si nuestras soluciones a los problemas diarios van en buena o mala dirección. Principios como el aprendizaje activo, la participación, la enseñanza globalizada o la inclusión educativa son claves para valorar la adecuación del planteamiento metodológico que se propone. Los recursos educativos que se emplean, así como las distribuciones horarias y del espacio o los criterios y enfoques para evaluar se están cambiando y esto merece una reflexión por nuestra parte.

La mayoría de nosotros hemos buscado la solución en lo material y en los medios. Estamos experimentando de primera mano con el uso de tecnologías educativas en las que, en muchas ocasiones del pasado cercano, hemos depositado anhelos, esperanzas y deseos sobre su capacidad para solucionar los males del sistema educativo. La pregunta es ¿eran la panacea que pensábamos?

Con casi total certeza, la mayoría de la comunidad educativa ya se ha dado cuenta de que un martillo, por muy tecnológico que sea, sigue siendo eso: un martillo. Como descubrieron nuestros mayores antes que nosotros, la radio, la televisión, los ordenadores, la internet o los móviles son solo herramientas vacías si no hay un docente comprometido y con ganas de compartir estudio y amor por el conocimiento con sus estudiantes. Esa es y ha sido siempre la respuesta: la persona que hay detrás de la tecnología.

Estamos en un momento único para mejorar y cambiar la educación, pero debemos hacerlo desde la esencia y las creencias que tenemos y compartimos sobre ella y no desde “lo nuevo”. Evaluemos nuestra metodología, nuestra organización, nuestros recursos y nuestra forma de evaluar y, por qué no, nuestra energía y disposición emocional para llevar a cabo los cambios que hacen falta. Hagamos esa evaluación con un ojo puesto en las necesidades del ahora, pero no olvidemos mantener el otro en lo que significa educar y ser docente. Si somos capaces de hacerlo, las necesidades de hoy pueden ser las virtudes del mañana.