El abordaje EMDR (de sus siglas en inglés, Eye Movement Desensitization and Reprocessing) fue desarrollado a finales de los años 80 por la psicóloga norteamericana Francine Shapiro con el objetivo de trabajar los recuerdos traumáticos y los síntomas de estrés asociados a los mismos (Novo et al., 2015).

El protocolo estándar de EMDR consta de ocho fases, que son (Hensley, 2010; Royle y Kerr, 2018; Shapiro, 2001): una primera fase en la que se recoge la historia del paciente. En la segunda fase se prepara al paciente. En la fase tres se evalúa el evento traumático a trabajar estableciendo lo componentes del recuerdo diana de manera estructurada. En la fase cuatro se procede a la desensibilización del recuerdo diana a través de estimulación bilateral.

En la fase cinco, se procede a instalar la creencia positiva y una vez finalizada la instalación, se procede a hacer un escaneo corporal en la fase seis manteniendo el recuerdo diana y la creencia positiva. Si se concluye dicha fase sin presencia de perturbación se pasaría a la fase siete, el cierre de la sesión, sea sesión completa o incompleta. La fase ocho de reevaluación se lleva cabo al principio de cada sesión después de una sesión de desensibilización y consiste en reevaluar el estado de funcionamiento y si se mantienen los resultados de la sesión anterior.

La particularidad de esta técnica es su combinación de diferentes orientaciones psicológicas tanto a nivel teórico como práctico y la incorporación de estimulación bilateral (mediante escucha dicotómica, “tapping” o con una mayor frecuencia mediante movimientos oculares sacádicos horizontales) para desensibilizar el malestar asociado a los recuerdo traumáticos (Amann et al., 2019; Shapiro, 2001). A pesar de la controversia y los cuestionamientos de esta psicoterapia, numerosos estudios de investigación han concluido que los movimientos oculares añaden un efecto importante al tratamiento (Landin-Romero et al., 2018; Lee y Cuijpers, 2013; Jeffries y Davis, 2012).

De esta manera, una revisión sistemática publicada en 2018 (Landin-Romero et al., 2018), recoge y resume los resultados de 87 ensayos clínicos randomizados y controlados organizados en tres grandes categorías acordes a las diferentes hipótesis explicativas sobre la eficacia de EMDR: las hipótesis sustentadas en modelos psicológicos, las hipótesis sustentadas en modelos psicofisiológicos y las hipótesis sustentadas en modelos neurobiológicos.

Las hipótesis más aceptadas hasta el momento se sustentan en modelos psicológicos, y basan su explicación en el modelo de la memoria de trabajo de Badeley y Hitch (Baddeley y Hitch, 1974). Según este modelo, disponemos de un “sistema ejecutivo central” responsable de la integración y coordinación de la información almacenada en diferentes subsistemas (el bucle fonológico que almacena la información verbal y auditiva, y la agenda visoespacial que se encarga de sostener y manipular información visual o espacial). Siguiendo este modelo, la tarea dual resultante de los movimientos oculares y de mantener la imagen del recuerdo, agota la capacidad de la agenda visoespacial y del ejecutivo central y, en consecuencia, la competición en recursos favorece una degradación del recuerdo volviéndolo menos emocional y vívido, por lo que otorga al paciente una sensación de distancia del evento traumático.

En el caso de las hipótesis sustentadas por modelos psicofisiológicos nos encontramos dos modelos explicativos principalmente. Por un lado, hay autores que postulan que los movimientos oculares y la tarea atencional dual promueven cambios psicofisiológicos en el organismo, favoreciendo una reducción de la excitación mediante la activación del sistema nervioso parasimpático (Barrowcliff et al., 2003; Elofsson et al., 2008; Sack et al., 2008).

Por otro, la segunda propuesta plantea que los movimientos oculares provocan cambios fisiológicos similares a los que se producen durante la fase del sueño REM (del inglés «rapid eye movement») y que la integración de la memoria episódica a la memoria semántica se produce mientras dormimos. Los movimientos oculares bilaterales repetidos activarían mecanismos neurológicos similares a los de la fase REM a través de una respuesta de orientación, integrando así las memorias traumáticas (Born et al., 2006; Stickgold & Wehrwein, 2009).

Por último, respecto a las hipótesis sustentadas en modelos neurobiológicos, estudios de neuroimagen funcional han observado una restauración del control cortical, especialmente de regiones frontales, sobre estructuras subcorticales hiperactivadas del sistema límbico como la amígdala (Bergmann, 2008; Landin-Romero, 2018; Lanius et al., 2001, 2003).