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¿A partir de qué edad se puede…?

La psicología es una ciencia con carácter aplicado que pretende que los resultados de sus investigaciones tengan utilidad para ayudar a dar respuesta y tomar decisiones en relación a temas de relevancia en nuestra vida diaria. Tanto desde el punto de vista individual como social. En los últimos meses, por ejemplo, hemos visto en la prensa debates abiertos sobre la edad, que requerían del conocimiento construido por los psicólogos evolutivos para argumentar las posturas.

¿Es recomendable bajar la edad para votar a los 16 años? ¿Puede una chica de 16 años decidir si quiere abortar o no de manera autónoma? ¿A partir de qué edad pueden los menores constituirse como una asociación? No obstante, la psicología no es una ciencia exacta pues en su objeto de estudio, la persona, existe por suerte una gran diversidad. Por ello, no siempre es posible dar una respuesta cerrada y unívoca a la sociedad.

Pensemos en la primera de las preguntas, por ejemplo. Atendiendo al interés social, se publicó el pasado mes de marzo un artículo en El País donde se recogía la opinión de distintos expertos para intentar concluir si era conveniente o no rebajar la edad de acceso al derecho al voto. Psicólogos evolutivos, neuropsicólogos o sociólogos esgrimieron sus argumentos. Y fueron numerosos los lectores que, desde un punto de vista más basado en su experiencia vital o de trato directo con adolescentes, también opinaron.

Quizá es importante señalar en este punto que, muchas veces, los datos de las investigaciones no sustentan nuestras experiencias personales. Pero no olvidemos que las decisiones se deben basar en los resultados de estudios realizados con muestras representativas y diseños de investigación serios y fundamentados. La psicología es una ciencia al fin y al cabo, y sus argumentos no deben tener el mismo valor que los construidos a partir de casos únicos.

Influenciables y egocéntricos

¿Se encontró solución a la pregunta? Como era de esperar, no. Las conclusiones parecen apuntar a que depende de dónde pongamos el foco. Por ejemplo, ¿tienen los adolescentes capacidad de razonamiento suficiente para poder votar? Desde un punto de vista cognitivo, como ya fue apuntado por autores como Piaget, los adolescentes a partir de los 12-13 años se encuentran en la llamada etapa de las operaciones formales. Esta etapa se caracteriza por la posibilidad de usar el pensamiento científico, y así, formular y contrastar hipótesis, por ejemplo.

Por tanto, a la edad de 16 años nuestros y nuestras adolescentes tendrían capacidad suficiente para comprender y analizar los programas electorales de los distintos partidos y tomar una decisión personal. Pero, ¿qué ocurre desde un punto de vista socioemocional?

Los autores en este caso señalan que esta etapa de la vida se caracteriza por ser un periodo de crisis, de construcción de la propia identidad. Son muchos los que aún no han tenido experiencias suficientes o bien no se han comprometido con una decisión acerca de quiénes son o cuáles son sus valores y creencias. Además, los adolescentes tienden a tener un pensamiento más egocéntrico y a ser más influenciables desde un punto de vista emocional. Poniendo el foco en este área del desarrollo, por tanto, parecería sensato no adelantar la edad de voto.

Además, hay un aspecto más a considerar. ¿La respuesta sería la misma si pensamos en chavales y chavales de distintos contextos culturales? ¿Puede influir el nivel educativo? ¿Y el socioeconómico?

¿Edad, genética o cultura?

El problema de este tipo de disyuntiva tiene que ver con las concepciones del desarrollo. Las personas no somos como las frutas, que maduramos por el mero paso del tiempo. No solo dependemos de que vayan cayendo páginas del calendario. ¿Por qué buscar por tanto respuestas en este sentido? La psicología del desarrollo ha ido avanzando desde paradigmas más mecanicistas, que consideraban que los seres humanos somos pasivos y reactivos a lo que pasa en el ambiente, o paradigmas organicistas donde la herencia era primordial.

En la actualidad parecen defenderse paradigmas contextuales que entienden que el desarrollo es multidimensional: parte de aspectos genéticos pero no se limita a ellos. De igual forma, entiende que la diversidad es también personal y no se puede negar nuestra carga genética. Y sobre todo, entiende que el desarrollo es mediado. Así, aunque hay algunas tendencias universales en el desarrollo, la influencia de la cultura es crucial.

Por tanto, en vez de preguntarnos a qué edad sería recomendable votar sería más sensato pensar en qué podemos hacer para que cuando voten nuestros y nuestras adolescentes los hagan de la manera más madura posible. Sabemos que es necesario que cuenten con un contexto que informe (más que desinforme), que genere el debate, la reflexión y el pensamiento crítico. Que parta de la inducción, es decir, de las explicaciones que los adultos significativos (familias y docentes, sobre todo) hagan de su conducta y de las implicaciones de esta para la persona misma y para el resto.

Y sobre todo, es necesario que se parta de una experiencia participativa previa. Debemos potenciar y cuidar el derecho a la participación de nuestros niños y adolescentes. Escuchar su voz en los temas que les incumben de cerca, por ejemplo, en relación a su escuela, su familia o su barrio. Si siempre decidimos por ellos, si no mostramos confianza en su criterio y les permitimos analizar las consecuencias de sus decisiones, ¿podremos conseguir que desarrollen la madurez suficiente para poder votar? La respuesta es no, estén soplando 16 velas o 18 en su tarta de cumpleaños.

El control de la mujer a través de su aspecto físico

¿Por qué la consideración de lo que es bello en la mujer se obtiene a través de patrones estéticos que normalmente requieren gran sacrificio o riesgos para la salud, como es el caso de la delgadez extrema, tan en moda desde hace décadas? Se han propuesto diferentes teorías explicativas para entender este fenómeno, entre ellas las que se apoyan en postulados que podríamos definir como “feministas”, y que comentaremos brevemente .

Así, desde un punto de vista feminista se propone que un elemento importante del aprendizaje social de la mujer es la identificación del atractivo físico con la autoestima (Nagel y Jones, 1992). Como afirman los autores Miller et al. (1980): “mucha gente, especialmente las mujeres, se definen a sí mismos a través de su aspecto, y el verse delgadas como el aspecto más importante del atractivo físico”.

Por ejemplo, Wooley y Wooley (1982), hallaron en una muestra de mujeres, que el 63 % manifestaba que su peso les afectaba en general a cómo se sentían consigo mismas.

Para los defensores de estas teorías explicativas, la mujer ha aprendido socialmente a considerar su aspecto físico como un elemento crucial y prominente en la manera de relacionarse. Por ello es necesario controlar, modular o modificar el cuerpo, para controlar otros aspectos de la vida, como pueden ser las relaciones sociales o sus aspiraciones laborales.

Así, desde esta perspectiva feminista, se podría observar que los periodos históricos de emancipación de la mujer correlacionan con la imposición de un modelo estético de delgadez y esbeltez, de esta forma, a la vez que la mujer adquiere más relevancia y poder en la escala social, mayor es la presión patológica hacia la delgadez con intención de aminorar dicho poder (Ruiz-Lázaro, 2002).

Para las autoras Silverstein et al. (1986), los trastornos de la conducta alimentaria, como la anorexia o la bulimia, no son sólo manifestaciones de psicopatología individual. Son “manifestaciones de ciertas estrategias sociales contra la mujer”. Para ellas, las formas curvas de la mujer están asociadas a feminidad, y feminidad está asociado en nuestra sociedad a menos inteligencia y mayor incompetencia laboral. Por tanto, cuando las mujeres detectan que su capacidad intelectual está en entredicho, persiguen el modelo estético corporal de delgadez y ausencia de curvas.

Si bien ninguna teoría es capaz de explicar en su totalidad el fenómeno de por qué tiene tanto valor social la delgadez en las mujeres, estas teorías aportan una visión diferente que también hay que tener presente. Puede encontrarse mayor información sobre lo anteriormente expuesto y otras teorías explicativas en Baile (2004).

¿Psicología Social o Sociología Psicológica? Apuntes para el debate.

Como disciplina científica a caballo entre la psicología y la sociología, la percepción de la psicología social se concibió de forma diferente en sus inicios, por parte de psicólogos y sociólogos. Para los primeros, la psicología social se entendía como psicología de todo aquello que podía ser denominado como «social». No era social porque adoptara la perspectiva de las disciplinas que se ocupan precisamente de la socialidad sino porque psicologizaba, individualizaba, esa socialidad. Con lo cual planteo la paradoja de que, siendo social, acabara siendo tan individualista. Se partía en ella de la noción de un sujeto o individuo abstracto, natural, ahistórico, empíricamente difícil de concretar, desde cuya universal estructura y funcionamiento se quería dar cuenta de la complejidad y variedad psicosocial y cultural de la persona. Desde este naturalismo teórico-conceptual, complementado metodológicamente por el experimento de laboratorio, la conceptualización del sentido, de aquello que de específico caracteriza la acción humana, se tornaba problemática. La tensión en esta perspectiva de reduccionismo de lo social a lo psicológico, incluso a lo biológico, ya fue señalada por Parsons (1959). Resultaba difícil soslayar la pervivencia de estos supuestos metateóricos de la psicología social psicológica hasta bien avanzado el siglo XX.

Desde la perspectiva sociológica se concibió la psicología social como un campo interdisciplinar del saber, en donde se hacían converger los niveles de análisis psicológico y sociológico para una inteligibilidad más adecuada de los procesos de acción e interacción social. A través de estos se constituye tanto la subjetividad indivual -la persona- como los significados compartidos de la experiencia colectiva en que se fundan los grupos, las asociaciones y movimientos sociales o las instituciones. Para los sociólogos la asunción simultánea de ambos niveles de análisis, permite poner de manifiesto aquellos mecanismos y procesos en donde confluye lo personal, lo interpersonal y lo colectivo, revelando sus indeterminaciones como parciales causalidades autogenerativas de la realidad humana, más allá de reduccionismos a que tienden las explicaciones de la conducta y experiencias humanas en los términos de uno solo de estos niveles de análisis.

Del debate planteado se han ido derivando en las últimas décadas importantes consecuencias positivas para el desarrollo de la  psicología social entre las que destaca la progresiva adopción de un modelo de persona en donde los elementos constitutivos de lo específicamente humano (simbolismo, lenguaje, intencionalidad, agencia, individualidad comunicativamente socializada), ya no resultan extraños y se consideran objetos de estudio. También se ha introducido una mayor conciencia de la historicidad, tanto en lo que respecta a la condición histórica de la realidad estudiada, como a la del propio conocimiento psicosociológico. Se ha desarrollado además, una mayor conciencia de la relatividad del propio conocimiento psicosociológico, como construcción lograda interactivamente en determinados contextos y para ciertos propósitos, de los que es imposible desvincular sus contenidos de verdad. Aunque esa conciencia de relatividad no implica necesariamente un relativismo absoluto. Se ha introducido también una mayor reflexión alrededor de las posibles funciones ideológicas de la propia psicología social, como proveedora de categorías y de formas de interpretación de la experiencia subjetiva, haciendo más transparente las relaciones saber-poder. Por último, ha tenido lugar un mayor reconocimiento de la legitimidad del pluralismo epistemológico y metodológico, que en las diversas perspectivas puede enriquecer la investigación y ampliar el campo de análisis. El laboratorio ha abierto sus puertas hacia los contextos en donde se desarrolla la vida cotidiana de las personas (Torregrosa, 1998).

Referencias.
Álvaro, J.L., Garrido, A. y Torregrosa, J.R. (eds.) (1996). Psicología social aplicada. Madrid: McGraw-Hill.
Parsons, T. (1959). An approach to psychological theory in terms of the theory of action. En S. Koch (ed.), Psychology: A study of science, vol.3. (pp. 612-723). New York: McGraw-Hill.
Torregrosa, J.R. y Crespo, E. (eds.). Estudios básicos de psicología social. Barcelona: Hora.
Torregrosa, J.R. (1998). Psicología Social. En S. Giner, E. Lamo de Espinosa, C. Torres (eds.), Diccionario de Sociología (pp. 615-618). Madrid: Alianza Editorial.