Una pregunta recurrente en el ámbito del periodismo gira en torno a si quien lo ejerce ha de ser necesaria, o aproximadamente lo más posible, una buena persona; alguien con unos criterios tan flexibles como para que su rigidez objetiva no le impida empatizar con los protagonistas de aquello que cuenta a otros, alguien con valores que trasciendan el ridículo buenismo; alguien que, además de hacer preguntas para saber y luego contar a los demás, se haga también preguntas a sí mismo.
Hace unos días asistí, invitado por Nueva Economía Fórum, al desayuno informativo que tuvo como protagonista al presidente ejecutivo de ‘Ábside Media’, Fernando Giménez Barriocanal, que es como decir al mandamás de la Cadena COPE y de Trece TV, dos canales vinculados a la Conferencia Episcopal Española. No en vano, Giménez Barriocanal es, a su vez, su vicesecretario general para Asuntos Económicos.
En este foro dijo algo que me hizo pensar: Su grupo mediático «aspira a ser un grupo con alma, con ideario, que defiende la libertad». Un grupo con alma. La RAE propone hasta 16 acepciones de la voz alma, pero la que, en mi opinión, más se ajusta a lo que trato de compartir es la que enuncia lo siguiente: Madero que, asentado y fijo verticalmente, sirve para sostener los otros maderos o los tablones de los andamios.
En arquitectura, eso es alma, pero en periodismo alma también puede construir el andamiaje que sostenga y haga firme un oficio en el que su ejecutor, el periodista, bien podría ser ese madero vertical; y para que la estructura restante no cojee, esté en equilibrio, qué menos que el periodista no carezca de esos otros tablones que bien deben ser la humildad, la empatía, la caridad, la generosidad o la honestidad.
Creo que Giménez Barriocanal da en el clavo cuando habla del alma que también alcanza a un medio de comunicación, ese soporte empresarial que algunos destripadores destruyen mal enfocados en la obtención exclusiva de beneficios a corto plazo. Porque un medio de comunicación es una empresa, sí, y por definición no está para perder dinero (los periodistas también comen y pagan hipotecas), pero lo que en mi opinión no pueden permitirse es el lujo de carecer de alma.
Eso, la carencia de alma, lo percibe la sociedad más común, y su ausencia explica que, al menos una parte significativa de las nuevas generaciones, se hayan abandonado en idiotas de su casi misma edad, sin apenas haber aprobado la primaria, para informarse de lo que pasa en el mundo, en el que también es su mundo, aunque no pocos parezcan vivir en la luna.
Y para que el periodismo, para que el medio de comunicación sobrevivan a sí mismos, el alma debe estar presente, empezando por nosotros, los periodistas, tan llamados a celebrarnos en nuestra creída condición de altares, sin caer en la cuenta de que no somos más especiales que quien nos lee, nos oye o nos ven para aprender cómo evoluciona el mundo a diario a través de pequeños epígrafes de este ensayo que llamamos vida e historia.
Kapucinski (que me perdone, pero siento la necesidad de castellanizar su complejo apellido polaco) defiende que todo periodista, para serlo, debe ser buena persona. Una vez me preguntaron en una entrevista por ello, y referí lo que aún pienso, que entre todos hemos de echar a los indeseables de esta profesión. Félix Madero me replicó en su día en un debate público, pues defendía, y no sin razón, que se podía ser mala gente y, al tiempo, un gran periodista, como un gran arquitecto o fontanero, pero con un humor de demonios y hasta canalla. Le compré a medias su propuesta, pero solo porque es una realidad difícil de impedir.
No estamos solos, con todo, quienes pensamos así. Sin ir más lejos, Francisco Rosell, director de El Mundo, en su visita a nuestro Campus de la UDIMA, dijo hace bien poco que «no se puede defender el derecho de la información desde la maldad: Un buen periodista siendo mala persona no tiene ningún sentido«, sentenciaba.
Este año 2022 cumplo 40 en la profesión. Acabo de darme cuenta, pues soy de letras y no se me dan bien los números. Y en este tiempo he visto de todo y de todos, de lo evitable y de lo inevitable, de mis errores como periodista (que todavía cuecen en mi conciencia) y del de otros, pero nunca hasta hace menos de 15 años tomé conciencia de la urgencia que el periodismo, que los periodistas tenemos, de contar con alma, la de la decimoquinta acepción, que también podrían ser la octava o la novena.