Tras cinco años de retoques museográficos y reformas estructurales el Museo Arqueológico Nacional vuelve a nosotros. En breve se abrirán de nuevo las puertas de la institución que echó a andar en 1867, cuando Isabel II estampó su firma en el decreto fundacional. Las primeras piezas -procedentes del Real Gabinete de Historia Natural y la Real Biblioteca – encontraron acomodo en el “Casino de la Reina” allá por 1871, pero desde 1895 es el Palacio de Bibliotecas y Museos – edificio bifronte en el que el Museo y la Biblioteca Nacional llevan hermanados más de un siglo – el lugar en el que pernoctan nuestros tesoros de más renombre.

Durante este siglo y medio han desfilado por la institución 18 directores y un sinfín de cargos administrativos, técnicos y directivos; se han afrontado crisis, polémicas, encuentros y desencuentros varios con temas político-ideológicos como telón de fondo. Ahora que el Museo Arqueológico Nacional ocupa páginas de periódicos con su esperada reapertura merece la pena una mirada retrospectiva con la vista puesta en las colecciones. Ellas son su gran aval, el mejor argumento para repeler las críticas de esa legión de escépticos para quienes el Museo Arqueológico Nacional ya no tiene sentido. Así la tachen de obsoleta, inactiva, decadente, rancia, tediosa y caduca; las reliquias del Arqueológico no han perdido poder de convocatoria. Mantienen aún esa pátina de misterioso atractivo que las convierte en únicas. Repasemos sus piezas estrella y su intrahistoria.

LA DAMA DE ELCHE y OTROS “INCUNABLES” DEL ARTE IBÉRICO: La Dama es, sin duda, la piedra angular del Museo, su icono, reclamo y estandarte. Vino al mundo moderno tras un azaroso golpe de azadón el 4 de agosto de 1897 cuando el campesino Manuel Campello Esclapez la rescató de las tinieblas subterráneas; y a los pocos días del hallazgo, Pierre París – un arqueólogo galo “enmascarado” en un sospechoso interés folclórico por el Misteri de Elx – llegó a Elche en representación del Museo del Louvre. Ahí empezó a labrarse el exilio de la Dama. Cuatro mil francos (algo menos de 6.000 pesetas, 36 euros) fueron suficientes para que el Doctor Campello, dueño de las tierras, se desprendiera de esta excepcional creación plástica ante la indiferencia y pasividad del Museo Arqueológico Nacional. Sus dirigentes se durmieron en los laureles y los vecinos de Elche elevaron a certeza la peor sospecha (perder la Dama) cuando comprobaron que se habían agotado las existencias de algodón en todas las farmacias de la ciudad. Al menos, se la llevaron a París “entre algodones”. Durante cuatro décadas de exilio forzado permaneció empotrada en una vitrina junto a una ventana. Otras piezas salidas de nuestro suelo – la esfinge de Agost o los relieves de Osuna – le hicieron compañía en la sala IV del Louvre. La suerte de la Dama cambió para siempre cuando la Francia del mariscal Pétain instaló el “gobierno Vichy” en connivencia con Hitler. París fue tomada por los nazis y la Dama contempló en primera fila las turbulencias de una ocupación histórica. En pleno arrebato de cordura, las autoridades culturales francesas concedieron la “carta de libertad” a la Dama en 1940. Amnistiada por la coyuntura histórica, la pieza emprendía el camino de vuelta a casa después de 40 años de cautividad. Se trataba de una compensación francesa por el papel de neutralidad de España en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. En el mismo lote, España recuperó la Inmaculada de Murillo, el tesoro visigodo de Guarrazar y el archivo de Simancas. El Museo del Prado fue la morada elegida para el reposo de la Dama tras el destierro en la capital gala. Recibida con honores de reina, su repatriación y simbología no tardó en ser incorporada al discurso ampuloso del caudillo. Desfiló por el NO-DO y su efigie fue estampada en billetes de 1 peseta en el año 1948. El icono encajaba perfectamente con la imagen que el régimen franquista quería transmitir a sus súbditos: una, grande y libre. Ya en el ocaso de la dictadura, se produjo un nuevo traslado. Tras treinta años de provisionalidad, en 1971 el busto ilicitano emprendió su último cambio de aires: el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Desde entonces, ha presidido la sala ibérica del Museo. Siempre mágica, envolvente y seductora, sigue siendo el principal reclamo de la institución y foco de todas las miradas. A falta de fotografías, la estampa de esta diosa de piedra es la mejor instantánea que la cultura ibérica podía legarnos. Otras de las piezas ibéricas que más interés despiertan son la bicha de Balazote y la leona de Baena.

LAS OTRAS DAMAS DEL MUSEO: Aunque eclipsadas por la Dama de Elche, otras piezas ibéricas del Museo Arqueológico Nacional reclaman protagonismo. Es el caso de la Dama de Baza, encontrada en septiembre de 1970 por Francisco José Presedo Velo dentro de una cámara funeraria con un rico ajuar de ultratumba. Otra de las ilustres es la Gran Dama oferente del Cerro de los Santos, datada entre los siglos III y II antes de Cristo, y cuyo gesto “petrificado” en caliza nos transporta hasta los ambientes rituales de la cultura ibérica. Algo más antigua – siglo VII antes de Cristo – es la Dama de Galera, concebida en alabastro y emparentada, por sus rasgos estilísticos, con la cultura fenicia. Completa el elenco la Dama de Ibiza, una creación plástica en arcilla de la diosa Tanit encontrada en la necrópolis ibicenca de Puig dels Molins y datada en el siglo III antes de Cristo.

TESORO DE GUARRAZAR: El tesoro de Guarrazar es al arte visigodo lo que la Dama de Elche al arte ibérico. Y no solo comparten etiqueta, han llevado vidas paralelas: ambos fueron devueltos por las autoridades culturales francesas en 1940 tras ser arrancados del subsuelo español en circunstancias similares. Guarrazar (paraje del término toledano de Guadamur) pasó a los anales de la arqueología patria en agosto de 1858 cuando un golpe de suerte en forma de aguacero dejó al descubierto un amasijo de metales nobles. Aquel fue el primero de los lotes que vieron la luz. Lo componían coronas votivas, cruces de oro y objetos litúrgicos que habían sido ocultados bajo tierra ante la inminencia de la invasión musulmana a principios del siglo VIII. Otras piezas del tesoro rescatadas de las entrañas toledanas en distintos momentos acabaron en estantes de joyerías toledanas hasta que un profesor de francés (Adolfo Herouart) y un diamantista (José Navarro) recopilaron las dispersadas reliquias gracias a sus conocimientos en joyería antigua. No solo se rascaron el bolsillo para comprar las piezas, sino que adquirieron los terrenos en cuyo lecho habían aparecido para “rebañar” alhajas que hubieran quedado allí. Cualquier atisbo de apego al patrimonio nacional o amor a la historia patria, por parte de los señores Herouart y Navarro, se convierte en espejismo cuando uno se enfrenta a la realidad de los hechos: la venta del tesoro de Guarrazar. El estado francés se lo llevó por 100.000 francos y las nuevas coronas que lo formaban pusieron rumbo al museo parisino de Cluny en 1859. Afortunadamente, algunas de las piezas no salieron nunca de España. Una corona y un brazo de cruz procesional dorada, con perlas y zafiros incrustados, encabezan esa parte del tesoro que se salvó de la venta. Transcurrieron los meses y mientras las autoridades culturales españolas digerían su desidia (habían dejado escapar el tesoro) apareció en escena un tal Macario. El susodicho entregó otro lote de alhajas (que pusieron rumbo a la Real Armería de Madrid) previo pago de 40.000 reales, al tiempo que confesaba, arrepentido, el destino de otro lote del tesoro. Varios cinchos de oro, un vaso eucarístico dorado en forma de paloma y otras tantas piedras preciosas habían sido fundidas en crisoles. El punto de inflexión en la biografía del tesoro de Guarrazar fue el año 1940, cuando el gobierno Vichy accedió a devolver parte del tesoro (seis de las nueve coronas) a cambio de un retrato de Doña Mariana de Austria, obra de Velázquez; otro de Antonio Covarrubias, pintado por el Greco; un cartón de Goya y una colección de dibujos franceses del siglo XVI.

LOS TOROS DE COSTITX: Tres cabezas en bronce del santuario balear de Costitx, aparecidas en el subsuelo mallorquín en 1894, representan uno de los ejemplos más tempranos de culto al toro en territorio nacional. Según algunos, las cabezas eran mascarones de proa capturados por los piratas talayóticos.

LA COPA DE AISON y LA ESTATUA SEDENTE DE LIVIA: Aunque la huella griega es escasa en la Península (con Ampurias como yacimiento señero) y también en las vitrinas de nuestros museos, el Museo Arqueológico Nacional puede presumir de tener una obra maestra: la copa de Aisón. Se trata de un kylix elaborado por Aisón (afamado artista ateniense) en la Grecia del siglo V antes de Cristo. La historia de la pieza merece un análisis. Formaba parte de la colección amasada por el Marqués de Salamanca en sus viajes y excavaciones en Italia (antigua Magna Grecia), pero tras un desesperado intento del Marqués por evitar la ruina recurrió a la venta de sus más valiosas colecciones en 1874. Idéntico destino tuvo la estatua sedente de Livia Drusila, una escultura de mármol del siglo I que recaló en los expositores del Museo junto a otras ánforas, hidrias y cráteras griegas de valor incalculable.

EL BOTE ó PÍXIDE DE ZAMORA: Es la joya islámica del Museo. Una urna de marfil de elefante, tallada en la Córdoba del siglo X, que apareció entre los detritos arqueológicos de Medina Azahara. ¿Por qué la denominación zamorana? Antes de ocupar una vitrina en el Arqueológico Nacional, había formado parte del llamado “tesoro de la catedral de Zamora”. Además el artista que concibió la pieza era conocido como “Maestro de Zamora”, tal como reza una inscripción.

EL PUTEAL DE LA MONCLOA: Se trata de un brocal de pozo con relieves decorados, datado en la Antigua Roma del siglo I después de Cristo. La pista sobre la historia de la pieza se pierde antes de 1654, año en el que el puteal pertenecía a la reina Cristina de Suecia. Al morir la soberana nórdica la excepcional pieza fue pasando de mano en mano hasta que Felipe V se hizo con ella a principios del siglo XVIII.