España es un país con más de medio millón de jóvenes que ni estudian ni trabajan. Por diversas circunstancias, naufragan en el sistema educativo durante la secundaria o el bachillerato y quedan a la deriva. Uno de cada cinco jóvenes españoles (20%) ha abandonado los estudios, porcentaje sin parangón en Europa, con una media de 11%.

Los pasados días 2 y 3 de abril de 2019 se celebró en Madrid el IV Encuentro de las Escuelas de Segunda Oportunidad, para poner en valor el talento de las personas que han decidido dar una segunda oportunidad a la educación.

La ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, defendió las Escuelas de Segunda Oportunidad por su capacidad de unir “lo formal con lo informal, la formación con el empleo”. Y, especialmente, por su labor para “reconstruir la autoestima desgastada” de los estudiantes.

Un proyecto que también contempla “caminos de ida y vuelta para que las decisiones no sean irreversibles”, según Celaá. La ministra insistió en la importancia de “reconstruir la autoestima desgastada de la persona que sale de un hábitat que no le ha gustado o en el que ha fallado y en el que se considera hundida”.

El papel de la escuela en la sociedad actual ha ido cambiando en los últimos años. La emergencia de los espacios no formales e informales de aprendizaje, como extensión y alternativa a las formas tradicionales de enseñanza, han reconfigurado de algún modo las formas de entender el aprendizaje de las personas (Martín, Rinaudo y Ordóñez, 2012). Las políticas de aprendizaje a lo largo de toda la vida pueden favorecer la cohesión y la inclusión social si procuran lograr la equidad en el acceso, el tratamiento y los resultados de la educación. Sólo desde una transformación educativa, podremos aspirar a cierta transformación social.

Un docente debe llevar a cabo una labor social orientada a los alumnos, preocuparse por conocer e identificar los sucesos que orientan su actuar en el grupo, y, ante todo, transcender hacia la comunidad. Debe ser un educador social en todo el sentido de la palabra. Pues como agente social, que desempeña su labor cara a cara con los alumnos, está expuesto cotidianamente a las condiciones de vida, características culturales y problemas económicos, familiares y sociales de los sujetos con quienes labora (Fierro, 2000). Hay que actuar para contribuir de manera positiva al logro de los objetivos propuestos, pues finalmente es en los alumnos donde se refleja la labor que desempeñamos.

La función social del docente representa el punto de equilibrio entre la realidad y la utopía; una realidad cambiante, tecnificada, moderna y global, con una sociedad que presenta nuevas exigencias y nuevos valores. Y una utopía, caracterizada por las rupturas, la incertidumbre y la complejidad.

Cuando ofrecemos una segunda oportunidad, esta no puede consistir únicamente en volver a ofrecer más de lo mismo. Si nada cambia, si el objetivo, el planteamiento, la metodología y la evaluación son las mismas… seguramente el resultado volverá a ser el mismo (fracaso), con el coste añadido del impacto en las expectativas y autoestima del alumno. No se trata de ofrecer tantas alternativas como personas, pero sí de intentar atender las características diferenciales de cada persona a la hora de afrontar un proceso de formación. No todas las personas aprendemos de la misma manera, ni todas planteamos las mismas exigencias y las mismas necesidades al sistema educativo. Hay que plantear la necesidad de flexibilidad y adaptación del sistema al alumno y no a la inversa.

El aprendizaje es siempre un verbo que se conjuga en primera persona, es un proceso individual que requiere de voluntad y de motivación. Creo que la base de las segundas oportunidades es precisamente la que indica la frase de Einstein: “una segunda oportunidad implica plantearse las cosas de manera distinta, porque si repetimos el proceso de la misma manera, no hay que ser adivino para saber el resultado”.