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sustitución sensorial visual

¿Qué es la sustitución sensorial?

Desde hace cientos de años las personas con problemas graves de visión han buscado herramientas y ayudas para evitar tropezar o chocarse contra objetos que están en su camino. El elemento que más se ha utilizado a lo largo de la historia es el bastón. De hecho, podemos encontrar textos bastante antiguos en China donde se evidencia este uso. Pero no solo ha sido común en Asia, en Europa también tenemos evidencias de esos usos en documentos como El Lazarillo de Tormes, del siglo XVI. El bastón blanco que hoy vemos en manos de personas con ceguera en las calles de nuestras ciudades se estandarizó en la década de los cuarenta del siglo pasado.

Las características del bastón se homogeneizaron por dos razones: para evitar obstáculos y explorar caminos, y para identificar a las personas con ceguera y aumentar su seguridad como transeúntes. Este bastón se considera el ejemplo más sencillo de un dispositivo de sustitución sensorial. Pero, ¿qué es la sustitución sensorial?

La sustitución sensorial no es más que el uso de una modalidad sensorial (de un sentido, por decirlo llanamente) para sustituir otra modalidad que no puede ser usada por alguna razón. A veces ese sentido que nos falla es por un daño biológico (por ejemplo, cuando perdemos visión debido a cataratas, glaucoma, etc.) como es el caso de las personas con ceguera. Otras veces no podemos usar un sentido por factores ambientales, por ejemplo, porque hay mucho humo o niebla y no podemos distinguir lo que tenemos a nuestro alrededor.

En esas circunstancias, intentamos utilizar otros sentidos para suplir el que nos falla. Imaginemos un bombero que se adentra en una casa llena de humo. En este contexto de baja visión es normal que esté muy atento a los sonidos y las indicaciones que recibe auditivamente. Como resulta evidente en este ejemplo, esta estrategia de utilizar otros sentidos es relativamente común y hasta espontánea.

Sustitución sensorial e innovación

En el caso concreto de la visión, hoy en día podemos identificar dos tipos de esfuerzos distintos que la innovación científica y técnica está realizando para solventar problemas relacionados con la discapacidad visual. Por un lado los esfuerzos destinados a reparar el daño biológico y recuperar el funcionamiento de la vista, como las cirugías para eliminar cataratas, los trasplantes de córnea o los ojos biónicos. Por otro, es evidente que, como cada discapacidad visual es distinta y no todas las lesiones son reparables (hoy en día), las personas que no tienen o han perdido visión necesitan alternativas para poder aprovechar en lo posible sus otros sentidos.

Ejemplos de estas alternativas son el bastón y el perro guía, ayudas de uso mayoritario en nuestra sociedad. Cada una tiene sus limitaciones: por ejemplo, con el bastón solamente se suele explorar lo que hay en un radio de un metro desde el usuario y a nivel del suelo; mientras que no todos los usuarios pueden acceder a un perro-guía por distintos motivos (lugar de residencia, problemas de salud…) o tienen que esperar un cierto tiempo para ello.

Por ello las tecnologías que permiten utilizar la audición o el tacto para sustituir a la vista son un interesante campo de investigación y desarrollo. Un buen ejemplo son los prototipos vibro-táctiles que se colocan sobre la piel y transmiten pequeñas vibraciones que aumentan de intensidad al acercamos a objetos y superficies.

Además del uso potencial para personas con ceguera, los dispositivos vibro-táctiles pueden ser útiles para bomberos o pilotos, debido a los factores ambientales complejos que comentábamos. También constituyen una herramienta interesante para estudiar la cognición humana ya que nos permite crear situaciones experimentales novedosas para la persona que tiene que aprender a usar el sentido del tacto para guiarse en su entorno.

En resumen, la tecnología de sustitución sensorial continúa desarrollándose e implementando muchas mejoras. Puede suponer una alternativa sofisticada de ayuda a la discapacidad visual y un instrumento para profesionales que trabajan en condiciones de baja visión. Nos sirve, además, como herramienta para el estudio de procesos cognitivos. Supone, en definitiva, una tecnología prometedora.

salud mental roles género

¿Cómo utilizar la perspectiva de género en la intervención en salud mental?

La salud es un estado de bienestar en el cual la persona es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad (OMS, 1962). De esta forma, la salud y la enfermedad son estados determinados por múltiples factores biológicos, psicológicos y sociales y no hay una clara línea de demarcación entre ellos. Los acontecimientos a un nivel cualquiera de organización, desde el molecular al simbólico, repercuten en todos los demás niveles (Lipowski, 1988).

Por los tanto, la salud mental está directamente ligada a la salud física y la salud social, esta última entendida como la habilidad de interaccionar apropiadamente con la gente y el contexto, satisfaciendo las relaciones interpersonales; y no sería posible marcar unos límites exactos entre dichas áreas. Así pues, la promoción, mantenimiento y tratamiento de una de las facetas de la salud repercutirá siempre en las otras.

Los mecanismos de defensa y estrategias de afrontamiento, conceptualizados como una disposición conductual para hacer frente al estrés de la vida y las situaciones adversas, son importantes bloques de construcción de la personalidad adulta y son integrales para el funcionamiento social y emocional (Carver y Connor-Smith, 2010; McCrae y Costa, 2003). De esta manera, el afrontamiento y los mecanismos de defensa son críticos respecto a la manera en que las personas lidian con los retos de la vida diaria en la vida adulta y para el desarrollo de logros a largo plazo (Costa, Zonderman, y McCrae, 1991). Además, parece que el impacto del género en el proceso de estrés podría estar condicionado por los patrones de socialización tradicionales.

El rol femenino tradicional prescribe dependencia, afiliación, expresividad emocional, falta de asertividad y subordinación de las propias necesidades a las de los otros. El masculino prescribe atributos como autonomía, autoconfianza, asertividad, orientación al logro e instrumentalidad, lo que haría que los varones expresen y acepten con más dificultad sentimientos de debilidad, incompetencia y miedo, mientras que para la mujer será más difícil tomar una postura activa de solución de problemas (Aznar, Guerrero y Matías, 2006). De esta manera, las estrategias de afrontamiento masculinas serían predominantemente activas, no emotivas, y las de las mujeres de predominio emocional-afectivo.

Conviene tener esto en cuenta cuando sabemos que un estilo centrado en los problemas y su resolución, es decir, más activo suele ser más funcional y constituir incluso un factor protector respecto a las psicopatologías. En oposición, un estilo menos activo podría estar relacionado con la evitación y su consecuente patogénesis. Por otro lado, parece que los estilos más centrados en los problemas son más funcionales en las situaciones modificables y un estilo centrado en la emoción será más funcional en las situaciones que no pueden ser cambiadas. Cuando una persona envejece tiende a tener más recursos defensivos y de un tipo más maduro, lo que parece estar relacionado con una mejor salud y resiliencia.

La perspectiva de género en salud permite poner el foco en que el significado que la sociedad confiere al hecho de ser hombre y mujer influye diferencialmente en la salud de ambas poblaciones al originar comportamientos y actitudes que determinan diferentes grados de riesgo (Sánchez-López y Limiñana-Gras, 2016). Es conveniente tener esto en cuenta a la hora de abordar la intervención en salud, fortaleciendo nuevas estrategias que poner en marcha y los momentos más adecuados para su utilización.

De esta forma, la disposición de una gama más amplia de estrategias de afrontamiento y el ejercicio de su uso optimo según la situación tendrá un importante beneficio en la salud de las personas sobre las que intervienen los y las profesionales de la psicología. Por lo que las intervenciones que se hagan desde el ámbito sanitario, además de ser integrales deben tener en cuenta esto para favorecer el desarrollo de las características menos presentes en todas las personas incrementando su bienestar y calidad de vida.

La psicología y la criminología unidas

 

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Con el avance de la formación oficial del Grado en Criminología se vuelve a abrir el debate del intrusismo. Los criminólogos/as reclaman su lugar en puestos laborales que, hasta la fecha, estaban ocupados principalmente por psicólogos. ¿Quiere esto decir que los psicólogos vamos a tener menos oportunidades? No, rotundamente no. Lo que busca la criminología, como cualquier ciencia, es encontrar su lugar y poder trabajar en su campo.

Debemos tener claro que estas dos ciencias tienen campos comunes, pero también diferenciados. Un criminólogo/a no puede hacer una intervención a una víctima o no puede diagnosticar a un agresor, igual que un psicólogo tampoco debe invadir el campo de trabajo de un criminólogo/a. Cada uno tiene su espacio y es especialista en su área. Sin embargo, esto no quiere decir que no se nutran unos de otros. En el mundo en el que vivimos es fundamental el trabajo multidisciplinar. La importancia de un equipo de trabajo compuesto por diferentes profesionales es que siempre será más efectivo que si se pone la lente únicamente desde un enfoque.

Existen múltiples situaciones en las que los psicólogos/as y criminólogos/as pueden trabajar conjuntamente:

  • Colaboración en entrevistas: la entrevista es un instrumento fundamental para conocer y extraer información. No cabe duda que en determinados ámbitos (como el criminal) interesa obtener toda la información posible. Así mismo, una entrevista mal planificada puede, desgraciadamente, provocar una doble victimización. Con base a la experiencia y a la teoría psicológica, los criminólogos y psicólogos pueden elaborar entrevistas que permitan un mejor acercamiento y recogida de datos.
  • Medidas de prevención: cada uno desde su especialidad puede realizar una identificación de factores condicionantes (factores de riesgo, factores de prevención y factores criminógenos) que permitan ajustar con más precisión las medidas preventivas o intervenciones penitenciarias.

Un ejemplo de esto queda reflejado en los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad de nuestro país donde existen unidades específicas que requieren la colaboración de ambos profesionales. Hace apenas una semana la Guardia Civil celebraba el 25 aniversario de la SACD (Sección de Análisis del Comportamiento Delictivo) donde trabajan mano a mano psicólogos y criminólogos. Pioneros en este hermanamiento permitámonos extraer de ellos una consigna: la unión hace la fuerza.

Debido a que ambos profesionales son expertos en las ciencias de la conducta, una visión conjunta permitirá un mayor conocimiento sobre características, competencias, motivaciones o necesidades individuales (entre otras) que permita llevar a cabo de forma más efectiva propuestas de prevención o intervenciones.

Puede parecer a priori que este trabajo conjunto solo pudiera darse desde un campo concreto de la psicología (la psicología criminal), no obstante, esta colaboración puede desarrollarse desde otros muchos ámbitos:

  • Psicología social: el conocimiento del psicólogo sobre diversas teorías de los procesos grupales permite al criminólogo entender cómo la conducta criminal se ve influenciada por el grupo.
  • Psicología evolutiva: el conocimiento del psicólogo sobre la evolución del comportamiento humano permite al criminólogo conocer cómo dicha evolución puede relacionarse con su comportamiento criminal.
  • Psicología de la personalidad: el conocimiento del psicólogo sobre las diferencias individuales y los factores personales pueden ayudar a que el criminólogo relacione ciertos delitos o comportamientos violentos con perfiles de víctimas o victimarios.

Por todo ello: no veamos amenazas cuando debemos ver oportunidades.

Intervenciones digitales en obesidad y sobrepeso

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El día 12 de noviembre se ha celebrado el Día Mundial dedicado a la lucha contra la obesidad. Tal y como señala la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 2018, la prevalencia mundial del sobrepeso y la obesidad casi se ha triplicado durante las últimas décadas,  aumentando de forma espectacular tanto en adultos como en niños y adolescentes. Abordar al tratamiento del sobrepeso y la obesidad constituye una prioridad a nivel internacional, dado que tiene un gran impacto sobre la salud tanto a nivel social como individual, afectando a nivel físico y psicológico y, por lo tanto, a la calidad de vida de la persona (Baile y González-Calderón, 2013).

Un campo de intervención en obesidad y sobrepeso que se ha desarrollado de forma exponencial a lo largo de los últimos años es el campo de las intervenciones digitales dirigidas al manejo del peso, al aumento de la actividad física y a la mejora de los comportamientos alimentarios. De acuerdo a West y Michie (2016) estas intervenciones digitales pueden definirse como intervenciones que utilizan las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) para promover el cambio de comportamiento y entre ellas se incluirían programas informáticos, sitios web, aplicaciones móviles y dispositivos portátiles.

Estas intervenciones digitales pueden aportar claros beneficios para la intervención en sobrepeso y obesidad, dado que permiten alcanzar a poblaciones con difícil acceso a los servicios de salud, pueden reducir los costes y además facilitan que los tratamientos estén disponibles en cualquier momento para los usuarios.  Sin embargo, también podemos señalar algunos riesgos potenciales.

En primer lugar, muchas de las intervenciones que llegan al mercado (por ejemplo, en forma de apps móviles) lo hacen sin pruebas de su utilidad y seguridad, suponiendo así un riesgo para los usuarios (Burns y Mohr, 2013). Por otra parte, una de las principales críticas que reciben estas intervenciones digitales es la falta de claridad sobre los modelos teóricos de cambio del comportamiento en los que se basan (Armayones et al., 2015).

Los resultados de las investigaciones sobre intervenciones digitales en obesidad y sobrepeso son prometedores, si bien aún es necesaria investigación sobre varios aspectos, como el mantenimiento a largo plazo de los cambios logrados o la efectividad de los distintos componentes específicos de las intervenciones (Vandelanotte et al, 2016).

¿Cuál puede ser entonces el papel de nuestra disciplina respecto a estas intervenciones digitales dirigidas a modificar comportamientos (como la actividad física o el comportamiento alimentario)? Los profesionales de la psicología pueden sin duda realizar aportaciones relevantes en este campo. Por una parte, pueden contribuir a que estas intervenciones incorporen postulados derivados de los modelos teóricos sobre el cambio de comportamiento. Estos modelos teóricos provienen del campo de la psicología y de la salud y tienen como objetivo explicar y predecir cómo se modifica el comportamiento, identificando las variables que influyen en el mismo (como el Modelo Transteorético, la Teoría Social Cognitiva, la Teoría del Comportamiento Planificado o la Teoría de la Autoeficacia).

Por otra parte, pueden participar en la selección de las técnicas y estrategias de modificación del comportamiento que se incorporen en la intervención. Por último, como se ha señalado más arriba, es necesaria investigación sobre la efectividad de las técnicas de estas intervenciones digitales y sobre el mantenimiento de los cambios de comportamiento a largo plazo, lo cual abre un nuevo campo de investigación para los profesionales de la psicología.

A pesar de los resultados prometedores señalados más arriba, es claro que aún queda un largo camino por recorrer en el campo de las intervenciones digitales dirigidas a modificar comportamientos relacionados con la salud, camino en el que los profesionales de la psicología deben participar de forma activa junto a profesionales de otras disciplinas (como la medicina, la nutrición y la tecnología) para contribuir al avance en este campo.

Miedo al delito y salud mental

El miedo al crimen es reconocido como un problema serio capaz de provocar gran impacto sobre el estilo de vida de las personas y su sensación de bienestar. El temor a devenirse víctima de un hecho delictivo se concibe razonable teniendo en cuenta las nocivas y vastas consecuencias que para la totalidad del individuo conlleva, pero sólo si se cuenta con cierta base objetiva de que tal situación es probable que suceda. El miedo, entonces, no es intrínsecamente malo, llega a ser disfuncional cuando es desproporcionado respecto al riesgo objetivo (Warr, 2006).

Paradójicamente, quienes más temen al delito no son generalmente las personas más victimizadas, ni los delitos estadísticamente más previsibles son los que tienden a suscitar más alarma entre la población. Como ha puesto de manifiesto García (1998), de las encuestas de victimización se desprende que quienes más temen al delito son los menos victimizados, que los delitos que más miedo desencadenan son los que menos se producen y que no siempre delinquen más las personas que más temor inspiran. Por tanto, el riesgo percibido de victimización, es decir, la vulnerabilidad subjetiva que percibe una persona frente a diferentes actos delictivos o violentos, en función de la probabilidad de ocurrencia de éstos, no se corresponde con el riesgo objetivo de sufrirlos (Ortega y Myles, 1987. Citados en Ramos y Andrade, 1991).

Vozmediano et al. (2010) plantean una combinación ortogonal de la situación objetiva de la delincuencia y del miedo al delito que configura las siguientes cuatro realidades posibles:

En la situación en que la tasa de seguridad objetiva es razonablemente baja y el miedo al delito alto, se requeriría una intervención a nivel social y comunitario por el perjuicio que supone para la calidad de vida de los ciudadanos.

El miedo al delito (en adelante Md), debido a esta contradicción, constituye un importante objeto de estudio, en especial en lo que a las respuestas emocionales que los ciudadanos expresan se refiere. En este sentido, Hale (1996. Citado en Buil, 2016) afirma que el Md tiene efectos psicológicos en las personas modificando sus hábitos y haciéndolas permanecer más tiempo encerradas en casa, de tal modo que tanto la vida en comunidad como los vínculos sociales se pueden ver debilitados.

A este respecto, Ayala y Chapa (2012) encuentran que mientras mayor es el sentimiento de inseguridad de los individuos menor es su demanda de servicios de entretenimiento fuera del hogar, en concreto, es mayor la probabilidad de que los individuos reduzcan sus salidas a restaurantes y cines.

Vidales (2012), en esta misma línea, advierte que el Md implica el aislamiento de las personas, el abandono y, por consiguiente, la progresiva degradación de espacios públicos, un mayor riesgo de conductas violentas, la modificación sustancial de estilos de vida, la estigmatización de determinados grupos sociales considerados peligrosos, la adopción de medidas de protección personal y la demanda social de mayor seguridad que, en su opinión, se ve plasmada en la toma de decisiones político-criminales desacertadas o, cuanto menos, cuestionables.

Muratori y Zubieta (2013), también participa los numerosos estudios que revelan la asociación entre el Md y sus consecuencias, entre las que destaca, a nivel individual, el empobrecimiento de la salud mental, por el aumento de la desconfianza hacia los otros, el desarrollo de cuadros patológicos como depresión y ansiedad, dificultades a  nivel físico debido a las restricciones de actividad física y recreativas, y cambios conductuales que afectan al estilo y la calidad de vida como adoptar mayores medidas de autoprotección.

A nivel social, el Md provoca la fractura del sentido de comunidad y el abandono de espacios públicos. Sus investigaciones reflejan como quienes presentan mayores niveles de miedo son más pesimistas, perciben menos aceptación social, menos seguridad y exhiben una muy baja confianza en las instituciones. El autor insiste en que, siendo un fenómeno que efectivamente constituye una amenaza al bienestar y a la calidad de vida de las personas, su medición y evaluación se vuelve una variable fundamental de estudio.

No obstante, y a pesar de los numerosos trabajos que reflejan el impacto negativo del Md en las personas que lo presentan, no se puede concluir sin mencionar aquellas otras aportaciones que subrayan sus efectos positivos. En este sentido, autores como Skogan (1987. Citado en Wynne 2008, p. 12) sostienen que el miedo puede reducir la exposición de las víctimas al riesgo y, por lo tanto, reducir su probabilidad de victimización en el futuro. Hipótesis que justificaría las bajas tasas de victimización general entre los grupos de mayor temor como mujeres o ancianos.