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Sobre alberto.orellana

Periodista y miembro del equipo de comunicación del Grupo Educativo CEF.- UDIMA

alberto.orellana
psicogerontología

Psicogerontología, donde el día a día es «de todo menos rutinario»

El psicogerontólogo constituye un perfil profesional especializado en el trabajo con personas mayores, sus familiares y el personal sanitario que los atiende. Su función es evaluar e intervenir para promover la calidad de vida del adulto mayor. Un contexto repleto de estereotipos y tópicos que, junto con todo lo necesario para navegar en el día a día profesional, hacen de este un camino para nada aburrido. Bien lo saben María Cantero y María Pedroso, profesoras del departamento de psicología, Facultad de ciencias de la salud y la educación, UDIMA. Ambas transmitieron en la última sesión del ciclo Y después de graduarme en Psicología ¿qué? su experiencia acompañando, y a veces sufriendo, pero siempre aprendiendo, del trabajo psicológico con personas mayores.

Además de estar graduado en Psicología y contar con el Máster en Psicología General Sanitaria, el profesional que quiera trabajar con este segmento de la población podrá complementar su formación con másteres en Gerontología Psicosocial, Gestión Sanitaria o de Gestión y Planificación de Residencias. Eso sobre el papel. Después, Pedroso resaltó otras áreas que el psicólogo especializado en este ámbito no debería desdeñar. Y es que están ligadas a aspectos importantes en esta etapa de la vida: sexualidad, neuropsicología (demencias, enfermedades crónicas), envejecimiento activo, duelo, alteraciones conductuales, psicofarmacología, comunicación adaptativa… entre otros.

Ahora bien, ¿cuáles son las principales funciones de la psicogerontología? La evaluación y la intervención, afines a otros campos psicológicos, también rigen la psicogerontología. Y que, como en los demás casos, «resaltan el trabajo multidisciplinar», comentaba Cantero.

Psicogerontología: evaluación e intervención

Respecto a la evaluación, Pedroso recalcó que en las personas mayores es más frecuente que sea integral, así como que requiera «instrumentos adaptados y estandarizados en la población mayor» (ej., alteraciones de ánimo, normalmente por quejas somáticas; o el hecho de ser de una generación diferente). Por supuesto se trabajan los estereotipos asociados a la vejez, que a menudo funcionan «como una barrera» para adecuar esa evaluación. «Se nos pasan por alto cuestiones relevantes que quedan minimizadas o normalizadas, como la enfermedad o la soledad», recordaba la profesora de la UDIMA.

Lo que no pudo evitar resaltar la docente fue la dificultad habitual para desarrollar la evaluación, que busca principalmente dos cosas: establecer un plan de acción individualizado para la persona, determinar su localización en el centro residencial (en función de sus limitaciones físicas o psíquicas). Y para poder hacerlo sería ideal contar con un despacho para el psicólogo, en un espacio controlado y libre de distracciones. La realidad en muchas ocasiones lleva al personal del centro (saturado de trabajo) a querer abordar ese proceso en el contexto «más desadaptativos posible», como por ejemplo mientras bañan a la persona, criticó Pedroso.

También recordó que este proceso muchas veces se requiere a los pocos días de que llegue la persona al centro, lo cual «afecta por supuesto a los resultados», comenta. Especialmente si se comparan con una evaluación pormenorizada y después que el adulto haya hecho ese proceso de adaptación al centro.

Por su parte, la intervención se aplica a las personas mayores «en el sentido más extenso», valoraban. Desde la estimulación cognitiva básica, la adaptación al centro, el manejo del duelo por fallecimiento de compañeros, o incluso programas para promover actividades básicas de la vida diaria (para que mantengan sus capacidades el mayor tiempo posible). Y coincidía con su compañera: «Hay actividades que desarrollamos en contextos bastante hostiles (una sala con 100 personas) donde no podemos atender las características de esas personas».

También resaltó las actividades en colaboración con el Ayuntamiento o Centro de Día de la localidad en que se ejerce, así como los aspectos a trabajar con la familia. «Algunos tienen a la familia completamente integrada, permitiendo intervenciones específicas con la familia. En otros… los recursos son más escasos. Y se concentra en aspectos como: asesoramiento en las primeras fases de la institucionalización, talleres para trabajar la sensación de culpa, la sobrecarga cognitiva, grupos de autoayuda, apoyo, acompañamiento al duelo, intervenciones a los respiros familiares… Y sobre todo, intervenciones dirigidas a esa colaboración familia-centro».

«Estrés, diversión, conflicto… satisfacción»

«De todo menos rutinario». Así definieron las docentes el trabajo diario con personas mayores. «En un centro de día o una residencia podemos encontrarnos un lugar que acoge, y sentirnos valorados como profesionales» apuntó una. «Pero también lugares donde la precariedad esté presente, las evaluaciones no se hacen en el mejor contexto, ni las intervenciones».

Además de «mucha burocracia», y no siempre todos los recursos necesarios para una intervención adaptada, las psicólogas asumen que la psicogerontología es una profesión de «cambio constante». «Un día, tu trabajo en la residencia puede depender de: el equipo de auxiliares, de cómo ha dormido la persona mayor, si le visitaron sus familiares, si hubo conflicto sin gestionar durante el desayuno… No sabes lo que te vas a encontrar; es lo que más me gusta”, terciaba Pedroso.

«Hay mucha sabiduría», aseguraba Cantero, «y nos empaparemos de ella». Los psicogerontólogos verán mucha coordinación con auxiliares, enfermeros, médicos, cocina, servicios sociales… Y harán actividades muy diversas, lo que conlleva un gran enriquecimiento personal. «Sufriremos y sentiremos enfado, pero también mucha satisfacción». Un carrusel de emociones para el que conviene tener armas personales en la manga.

«Lo que ayer me funcionó hoy no me vale. Es un contexto absolutamente vivo, lejos de esa visión de que no pasa nada; todo lo contrario», resaltaba Pedroso. Habilidades como la empatía (para gestionar un contexto de mucho dolor), el respeto (a la intimidad, por ejemplo) o la escucha activa (de verdad), son fundamentales. La calidez, cercanía, sensación de piña y hogar (con los compañeros y las personas mayores) ayudan a hacer de la psicogerontología un lugar realmente estimulante.

Puedes llevarte un guantazo o incluso un escupitajo de vez en cuando, pero si sabes escuchar y aprovechar el sentido del humor, sólo tendrás que preocuparte de no implicarte demasiado (emocionalmente).

Uso problemático Internet

Uso problemático de Internet: ¿una adicción?

Internet llegó para cambiarnos la vida. Lo que nos permitía hacer en sus primeros años de su existencia (intercambiar palabras o ver formas básicas) apenas era el comienzo de un invento que ha revolucionado todo cuanto hacemos: comunicarnos, informarnos, entretenernos… Pero eso nos ha llevado a una parte de los más de 5.300 millones de usuarios del mundo a hacer un uso poco sano o problemático (en torno al 14% según estudios recientes). Pero ¿se puede hablar de ‘adictos’ a internet?

A esta y otras cuestiones trató de dar respuesta el profesor del Grado en Psicología de la UDIMA, Sergio Hidalgo, en una nueva sesión del ciclo de conferencias que organiza la universidad. La OMS ya reconoció hace casi una década que el uso indebido de la red (y otras tecnologías) conllevaba tantos problemas asociados que lo declaró cuestión de salud pública mundial. Pero ¿existe realmente la adicción a Internet?

Como investigador interesado en las llamadas adicciones comportamentales (y dentro de estas, las adicciones digitales), Hidalgo ya aclaró que sí, es la forma «más empleada» para hablar de estos problemas. Pero «no hay nada en los manuales» internacionales de diagnóstico y criterios de tratamiento. Ya a finales de los años 90 la pionera Kimberly Young lo presentó como tal, una adicción diferente a las que provoca el consumo de sustancias. Y que coincidía con los criterios iniciales que había para hablar de estas adicciones del comportamiento: recompensa inmediata, cambios de humor, tolerancia (necesidad de cada vez más), abstinencia, conflictos y regresiones o recaídas recurrentes.

No obstante, este tipo de adicciones no se reconocieron hasta el año 2015, momento en que se incluyó en el DSM-5 el «juego patológico». Según el profesor, desde entonces no se han registrado más conductas como adictivas, no sólo por la falta de evidencia científica al respecto, sino también porque eso implicaría empezar a meter en el mismo saco a otras que, a priori, sólo son «potencialmente» adictivas (por su baja incidencia en la población).

Cosas tan curiosas como bailar el tango argentino, leer Harry Potter, estudiar, ponerse moreno, coleccionar cromos… «Todas pueden tener repercusiones negativas (económicas) y sus ‘pacientes’ se ven como ‘enfermos’, pero es cierto que no hay evidencias suficientes». Ahora bien ¿qué pasa con Internet?

Internet: ¿6 horas diarias no es adicción?

El 66% de la población mundial usa Internet, pasando en su ‘red’ unas 6 horas y 40 minutos de media. «Y la cifra sigue escalando desde inicio del s. XXI», subraya Hidalgo. Sin apenas diferencias entre sexos (en cantidad, sí en patrones), el uso más mayoritario está entre los más jóvenes (15-24 años), que son quienes tienden a cambiar más actividades de la vida real por su equivalente virtual. «No sólo son los más propensos a terminar desarrollando esas conductas adictivas», comenta el docente, sino que al hacerlo desde tan jóvenes, «tienen por ello más capacidad de hacer que perdure en la adultez».

Y, sin embargo, los cambios generacionales abren una brecha en la perspectiva sobre la propia tecnología. Los nativos digitales quizás no ven ese riesgo con tanta claridad, pero porque también hacen quizás otro uso, más selectivo y adaptado. Lo que está claro es que los problemas, al igual que sus ventajas, están ahí: ansiedad, depresión, mal sueño, dolores musculares… Todos los que hicieron saltar las alarmas en la OMS. Pero Hidalgo aclaró que «más tiempo de uso no es igual a adicción».

Primero porque todo depende del «tiempo percibido» de uso, que puede variar en función del momento en que se emplea, así como la función y la edad. Y aunque la pionera Young lo presentó como una adicción, numerosos investigadores consideran que «no es lo más preciso» tildarlo así.

¿Por qué? Tres razones: Internet no es el problema, sino el uso de la herramienta para acceder a contenidos específicos (juego, pornografía…) que sí son adictivos; no existe suficiente investigación para asemejar estas adicciones con las del consumo de sustancias (sólo estudios transversales); y por último porque corren el riesgo de «patologizar» a las nuevas generaciones (que nacieron y viven con Internet) por hacer cosas que son «completamente normales» en su entorno.

Así que no, usar 8 horas Internet no puede ser más que un factor de riesgo para acabar desarrollando un UPI (Uso Problemático de Internet); no únicamente por usarlo mucho se es adicto (y más en el entorno laboral actual, absolutamente digitalizado). Pero tendrá que haber unos criterios para determinar ese UPI.

Rasgos, tipos y prevalencia

Ya con las bases que sentó Young en el año 1996 (que se apoyó en los criterios del juego patológico) se han ido estableciendo guías que recogen al menos 8 criterios generales, que no oficiales: preocuparse si no se conecta, tener necesidad de hacerlo constantemente, intentar no hacerlo sin éxito, presentar síntomas de fatiga, mal humor o depresivos; mantenerse conectado más tiempo del previsto… Según Young, si se daban estos cinco primeros ya se podía hablar de adicción. Pero esto generó críticas, porque algunas de estas conductas «no tienen por qué ser adictivas» (una madre pendiente de su hijo recién nacido).

Tenía que haber un criterio diagnóstico más fino, «definitivamente» que se diera al menos una de las tres últimas, vinculadas a la integridad personal y social: poner en peligro relaciones importantes (pareja, trabajo); mentir a familiares, amigos o terapeutas para ocultar su grado de implicación; o usar Internet para evadirse de problemas o aliviar estados de ánimo disfórico (impotencia, culpa, ansiedad…).

Por ahí van los tiros de la prevalencia del uso problemático de Internet, que algunos autores apostillan como «generalizada», pues hay otros subtipos de uso de la red (y sus factores de riesgo) que habría que atender de forma específica: juego por Internet, apuestas, compras online, pornografía/cibersexo, cibercondría (hipocondría cibernética, búsqueda compulsiva de síntomas y enfermedades online), ciberacoso, redes sociales, smartphone y acaparamiento digital, principalmente.

Por ahora sólo el primero (juego por Internet) tiene reconocida una definición y unos criterios diagnósticos oficiales, y sólo los videojuegos se consideran un trastorno como tal (CIE 11). Las mujeres parecen verse más afectadas por los problemas con las redes sociales (por la tendencia en su uso hacia este tipo de sitios web y aplicaciones), mientras ellos caen más en apuestas y juego online.

Según diversos estudios hay factores genéticos que pueden hacer que heredemos esa tendencia al UPI, pero todavía no se conoce exactamente cuáles. Entre los demás factores de riesgo, Hidalgo destacó los que recoge el modelo I-PACE (Interacción, persona, afecto, cognición y ejecución), que hablan de rasgos de la personalidad que nos predisponen más a este problema, pero que por sí solos «no son suficientes». Tiene que haber una interacción de esos componentes con otros (déficit en las funciones ejecutivas, control de la inhibición…).

Y además tiene que haber una respuesta o reacción ante estímulos (normalmente estresantes) que es la que inicia y permite que se mantenga ese UPI: «Descontrol emocional (respuestas afectivas), sesgos de atención (cognitivas)…», señaló. Posteriormente facilitó algunos de los instrumentos para evaluación clínica más útiles para los profesionales en activo o los estudiantes interesados en esta materia.

psicólogo forense

El psicólogo forense, un perfil «en alza» al que conviene formación específica

Aunque se suele confundir con difuntos y autopsias, la psicología forense no tiene nada que ver con eso. Procedente del término latino fórum (plaza pública o tribunal de justicia) vincula esta especialidad de la psicología con su aplicación al sistema judicial. Es decir, forma parte de la relación entre la psicología y el Derecho, también acotada como psicología jurídica: aquella investigación psicológica especializada que estudia «el comportamiento de los actores jurídicos en el ámbito del derecho, la ley y la justicia». Vamos, algo que tiene mucho más que ver con los vivos que con los muertos.

También con muy vivo interés y capacidad didáctica, la psicóloga y criminóloga Susana Laguna explicaba en una nueva sesión del ciclo Y después de graduarme en Psicología ¿qué? las claves de este camino profesional «en alza». La doctora en Derecho detalló las diferencias entre la psicología criminal, judicial y forense, así como los puntos más importantes de la tarea principal del psicólogo forense: el informe pericial.

Como rama más ligada al derecho y al sistema judicial, la psicología jurídica (y dentro de ella la forense) se centra en explicar los «fenómenos psicológicos, conductuales y relacionales que inciden en el comportamiento legal de las personas, mediante el uso de métodos propios de la psicología científica», exponía Laguna.

La psicología judicial se centra en aspectos de la Administración de Justicia tales como la psicología del testimonio (psicología social y experimental) o la del jurado (donde el psicólogo asesora ante recusaciones, alegatos, etc.). Mientras, la psicología criminal (también dentro de ese marco jurídico) aborda la «génesis de la conducta criminal». Es decir, las causas y motivos por los que una persona se convierte en un delincuente.

«Se tiende a pensar que las personas que cometen delitos, sobre todo los más llamativos, poseen alguna patología, pero no es así. La mayoría de los delincuentes no presentan ninguna patología mental (agresores, violadores…). El trabajo del psicólogo forense es auxiliar al sistema judicial para determinar si esa persona en el momento de cometer el crimen tenía sus funciones cognitivas alteradas», anotaba la criminóloga.

Perito: el psicólogo forense

Mientras tanto, la parte forense queda centrada en la aplicación directa de la psicología al sistema judicial, en tanto que la labor de un profesional como perito en un juicio puede constituirse en prueba. Algo que no es baladí, pues significa que la ley «admite el dictamen de los peritos» como «justificación de los hechos» durante un juicio como una declaración que emite esa «persona técnica» -el perito, el experto en la materia- cuando se requieren conocimientos «científicos o artísticos, desgranaba Laguna.

La profesora del Grado en Psicología y del Grado en Criminología de la UDIMA explicó cuál es el objetivo de este informe forense o informe pericial psicológico: analizar el comportamiento humano en el entorno de la ley y el Derecho. O, en otras palabras, «valorar los hechos o circunstancias psicológicas que sean de interés o necesidad para el proceso judicial», en el que puede constituir una prueba fundamental. Eso sí, sólo si lo admite el juez; aunque si lo hace tiene que admitirlo «todo», no sólo partes de dicho informe.

El psicólogo forense se convierte así en «un auxiliar o colaborador de la Administración de Justicia», proseguía Laguna. Y debe aportar su peritaje (esto es, su evaluación del individuo) por escrito y para ambas partes del proceso, para que, en su caso, le reclamen acudir a la vista a que ratifique el valor de dicho informe (está obligado a hacerlo por código deontológico).

Y aunque Laguna recalcó que «no hace falta ser jurista» para dedicarse a elaborar informes como perito psicólogo, conviene «tener claros algunos conceptos jurídicos del entorno en el que nos vamos a mover». Tales como las diferencias entre los variados casos que atienda el psicólogo (civiles, sociales, administrativos y penales).

Destacó especialmente -por gusto personal- aspectos del Derecho Penal como cuando el psicólogo interviene para determinar si el acusado está en condiciones psicológicas para ser «imputable» y «juzgado». Es decir, si tiene alguna base patológica que además le impidió ser consciente del delito que estaba cometiendo, y si tiene un «grado razonable de entendimiento y sensatez» para tener abogado, así como «lucidez mental suficiente» para entender las consecuencias del proceso judicial. Para ello el perito podrá ser requerido para evaluar de forma rápida al investigado y hacerle las cuatro preguntas de rigor al respecto («¿comprende el acusado…?»; «¿entiende la diferencia…?»; «¿puede instruir…?»; «¿puede seguir..?»).

El informe y las salidas

Respecto a las características generales del informe forense, en cualquiera de sus casos, Laguna detalló cuatro artículos del Código Deontológico que determinan aspectos importantes en su aplicación como psicólogos forenses. Debe explicar «de manera técnica pero lo más clara posible» su alcance y temporalidad (Art 48 C.D). Puede rechazarse su elaboración si hay «certezas» de que se pueda usar indebidamente (Art. 24 C.D). Hay que ser «muy cauto» con utilizar «etiquetas devaluadoras», como ‘anormal’, ‘inadaptado’, ‘deficiente’, etc. (Art. 12 C.D).

Y, «sin perjuicio de la crítica científica», no puede caerse en la «desacreditación» de compañeros o instituciones que empleen técnicas científicas similares a las del informe. Algo bastante importante y delicado en casos de contrainformes periciales, resaltó Laguna. Tras explicar las partes fundamentales del modelo de informe del Consejo General de la Psicología de España (también llamado Consejo General de Colegios Oficiales de Psicólogos o COP), la docente recordó las dos principales salidas profesionales en este ámbito.

Por un lado el perito de la Administración de Justicia, puesto para el que «no hay oposiciones como tal»: únicamente una bolsa de empleo de psicólogos pero no necesariamente especialistas en psicología forense, aclaró. Este profesional emite informes, «pero no de carácter forense» (informes de estados de presidiarios, p. ej.).

Al otro lado, el perito privado es la «opción más extendida», entre otras cosas porque no necesita ejercer en centro sanitario para elaborar dicho informe. Eso sí, Laguna insistió en que «sin una adecuada formación especializada es difícil su ejercicio. Se puede hacer porque no se exige para hacer informes periciales, pero sí es recomendable», matizó; además de tener un seguro especial para este tipo de procesos, y tender a ampliar la red de contactos jurídicos (clientes o intermediarios), normalmente abogados.

psicología y transexualidad

Psicología y transexualidad: entre el conservador y el ‘patologizante’

José Miguel Rodríguez Molina es doctor en Ciencias de la Salud y psicólogo clínico en ejercicio desde 1986. Entre 2008 y 2022 desempeñó su labor profesional en la Unidad de Identidad de Género de Madrid. Ha atendido a más de 2.000 personas para tratamiento de tránsito de género: astrofísicos, profesores universitarios, catedráticos, músicos, ingenieros, informáticos, entrenadores profesionales, psicólogos, prostitutas, presidiarios…. Con todo este bagaje, choca que lo primero que diga sobre transexualidad es: «realmente sé poco».

Pese a demostrar lo contrario, Molina iniciaba así la sesión Psicología y Transexualidad del ciclo de ponencias de la UDIMA. Su argumento es que sabe poco, como todos, porque es algo que «está cambiando»: desde considerarlo pecado o vicio hasta su progresiva normalización actual. También están cambiando la demanda sociosanitaria (que no había antes) desde lo binario hasta lo queer. Y además la investigación existente es escasa y «no aporta demasiado» a la psicología: activismos «insuficientes y sesgados» (opinión) y estudios de psicología no científica.

¿Qué es ser transexual o trans entonces? Quizás conviene empezar por ahí: ¿es percibirse o desearse distinto a como uno se ve? ¿es cambiar? ¿es dudar? ¿tener éxito profesional…? ¿Qué personas trans conoces? La imagen habitual es errónea (famosos) y si hay algo que Molina ha aprendido en su vasta experiencia es que «no hay un perfil de persona trans: son sólo personas». Y tal vez no sea mal comienzo cuando la sensación general sobre este término es que está de moda, sí (hay series y películas de trans), «pero no es algo tan aceptado» todavía.

Binarismo y performatividad sexual

Sigamos avanzando entre tanta duda -que también tiene uno- dando otro paso: ¿cómo debemos dirigirnos a ellos? ¿Depende de lo que ponga en el DNI o de si la persona está operada? El psicólogo insiste en que lo que no falla es «persona» y que, de entrada, el término ‘transexual’ sólo se emplee «cuando sea estrictamente necesario»; «además estar operado no es el final para muchos», matiza. Evitar nombres como travesti, ‘travelo’, drag queen, homosexual, gay, lesbiana, cambio de sexo… es un comienzo.

Y tampoco es muy correcto apostar por personas TIG (Trastorno Identidad de Género) o con disforia de género; ni siquiera ‘transgénero’, porque «sí, pero no, no es igual», afirma Molina. Mejor persona trans (o trans*), persona en proceso de tránsito (que no cambio de sexo), o persona género-variante o género-no-conforme; no binaria. Las famosas siglas LGBTIQAP… llevan a un punto «un poco eterno», y además mezclan identidad sexual con orientación sexual. El concepto más aceptado en la comunidad científica aparece como DSG o DASG (Diversidad Afectivo Sexual de Género). Pero ya ha salido otro concepto aún sin asimilar: no binarismo.

«Cada día lo encontramos más», comenta el psicólogo. Según Judith Butler, esta postura recoge que aunque haya dos sexos morfológicos al nacer, «no hay razón para asumir» que los géneros tienen que ser necesariamente dos, «ni que se correspondiesen directamente con alguno de los sexos». El no binarismo entiende (y recogen estudios de género recientes) que tanto el sexo como el género son «construcciones discursivas» o performativas, que «ni son naturales ni fijas para cada persona». Por tanto, que pueden ser tanto «resignificados en la puesta en escena» (género) como «reasignados quirúrgicamente» (sexo) -Centro del Conocimiento en Diversidad Sexual, 2018-.

Es decir, que «a partir de la reiteración discursiva (binaria) se produce la materialización de los cuerpos y de las identidades». Molina asegura que esto ya lo planteaba en su momento Ramón y Cajal cuando hablaba de que las neuronas son «libres» y que el circuito cerebral cambia en función del contacto físico «y sobre todo social» con el medio. «Ni la tradición clásica machista, ni la orientación pseudomoderna y pseudofeminista son correctas.

El sexo y el género existen y son diferentes aunque tengan alguna correlación», describe. Habrá tantos géneros como plantea Sandra Bem: un espectro amplio entre lo masculino, lo andrógino, lo femenino y lo agenérico. Porque «toda persona tiene cierto grado de masculinidad y feminidad, que cambia a lo largo de la vida y en diferentes situaciones», argumenta Molina.

Transexualidad: perfil y acción psicológicos

La mayor parte de la literatura que Molina ha encontrado sobre binarismo es «de campos distintos a la psicología», señala (antropología, sociología, política, filosofía…) y son mayormente de «reflexión y opinión». Mientras, considera que la psicología clínica ha evolucionado y acepta en su totalidad el no binarismo, volviéndose más pragmática y humanista: el centro es la persona y su demanda. «La idea de los sexos no binarios se va instalando en la comunidad científica», asevera. «El sexo fluido comienza a ser aceptable».

Y si aún hay dudas, aporta por un lado lo que se entiende por disforia de género e insiste: ¿perfil psicológico de las personas transexuales? Más allá de que en general tienen «mayor bienestar psicológico (al menos al acudir a tratamiento)» que el resto de personas, no hay diferencias. Tampoco por sexos, si bien las transexualidades femeninas (de hombre a mujer) presentan puntuaciones más altas de histrionismo y delirios. Pero en ambos casos suelen ser puntuaciones «subclínicas» (paranoia y delirio), lo que a su juicio «se puede interpretar como el resultado de haber sufrido acoso real».

Los transexuales reciben ese acoso también desde las posturas radicales de la intervención psicológica, (los tildan de ‘locos’ o atacan con demagogia: ‘consulte a su activista’). Lo cierto es que la transexualidad debe ser tratada aunque no sea una enfermedad, explica Molina. «Es como confirmar el embarazo» cuando una mujer viene afectando tal suceso. Habrá que comprobarlo, dice. Por eso, aunque la autodeterminación de la persona es en principio suficiente, habrá que poder separar transexualidad de otras patologías que sí deban tratarse.

Así lo defiende Molina: «Descartar psicopatologías no parece que sea patologizar, sino lo contrario. Pero una parte del activismo ‘oficial’ no lo admite». ¿Qué puede hacer el psicólogo? En un sector donde también es atacado tanto por los conservadores («que no quieren transexualidad») como por los extremistas progresistas (que entienden que el paso por el psicólogo es «patologizar» a la persona trans».

Molina señala que «estar muy al día» de las investigaciones, cubrir las «exigencias legales» y «dar apoyo psicológico» son tres buenos pilares. Y recuerda que la terapia «es conveniente cuando hay temas asociados a esa condición sexual, no por la condición sexual en sí»; además de ser siempre voluntaria. Puede haber disforia de cuerpo (por origen interno, externo, o ambos) o transfobia (ajena y/o interiorizada), pero el apoyo y refuerzo de habilidades o planificación de hitos (comunicarlo a familia y amigos), son siempre buenos hilos conductores.

PIR psicólogo sanitario

¿Psicólogo clínico o sanitario?

Son dos de las ramas que suelen estar más presentes en el imaginario popular cuando se habla de ser psicólogo: el psicólogo clínico y el psicólogo general sanitario. Para conocer más en detalle las diferencias entre estas dos figuras reguladas, la UDIMA proseguía esta semana con el ciclo de ponencias ‘Y despúes de graduarme en Psicología ¿qué?’. Tanto el psicólogo especialista en Psicología General Sanitaria como el de Psicología Clínica requieren de sus respectivos títulos para trabajar con pacientes; y para acogerse a sus regímenes económicos.

La coordinadora del Máster en Psicología General Sanitaria de la UDIMA, María Rueda, detalló en primer lugar las particularidades que tiene este camino profesional. Y que permite a los psicólogos investigar, intervenir y evaluar sobre «aquellos aspectos del comportamiento y la actividad de las personas que influyen en la promoción y mejora de su estado general de salud, siempre que -principal diferencia con la especialidad clínica- dichas actividades no requieran una atención por parte de otros profesionales sanitarios», explicaba Rueda.

El título de UDIMA, como cualquier otro, es oficial y habilitante, regulado por la Ley de Salud Pública 33/2011 y la Orden ECD/ 1070/2013 que regula los contenidos del máster. Para acceder al máster, que requiere de título universitario (Grado o Licenciatura) en Psicología, se evalúan la calificación media de dicha formación universitaria, así como la experiencia previa que se pueda acreditar en este campo. Rueda describió con detalle la distribución de los 90 créditos ECTS de las dos promociones (febrero y septiembre) del título de la UDIMA.

El título se organiza en tres semestres de 30 ECTS organizados de la siguiente forma: 5 asignaturas en el primero; 2 asignaturas, 1 optativa (neuropsicología, psicofarmacología clínica o programas preventivos y de promoción de la salud) y prácticas externas (1ª parte) en el segundo; y prácticas externas (2ª parte) y TFM en el tercero y último. Las prácticas externas se deben superar en centros sanitarios registrados y de forma presencial, siempre.

PIR, la «visión completa» de la persona

Por su parte, la coordinadora del Grado en Psicología, Irene Caro, desenmarañó los entresijos del camino de la psicología clínica, que comúnmente se conoce como PIR (Psicólogo Interno Residente) en referencia al periodo de formación; la residencia clínica. Es la especialidad que aborda los procesos y fenómenos psicológicos implicados en todos los procesos de salud y enfermedad.

Se encarga de «desarrollar, aplicar, contrastar principios teóricos, metodológicos, procedimentales e instrumentos que sirvan para observar, predecir, explicar, prevenir y tratar trastornos y enfermedades mentales, o problemas emocionales y cognitivos del comportamiento, así como de ajuste a las problemáticas de la vida, incluyendo otras enfermedades físicas que puedan afectar al bienestar de la persona». Una «visión completa de la persona»; «un todo» que va de la salud a la enfermedad, matizaba Caro.

Regulado por el Real Decreto RD 2490/1998 y la Orden SAS 1620/2009, la profesión psicológica clínica permite ejercer en cualquier entorno sanitario y socio-sanitario público y privado, y en cualquier etapa vital. El título lo emite el Ministerio de Sanidad (y no el de Educación como en el caso anterior), y requiere de un título universitario, así como fundamentalmente superar el examen de acceso y la residencia PIR: cuatro años de formación eminentemente práctica (unas 2.000 horas teóricas de 6.000) en un hospital o centro adscrito a este.

Un ‘maletín vital’

El alumno que accede a su plaza (en casi cualquier hospital público de España) acudirá como un trabajador por cuenta ajena más, con su horario, salario y cobertura laboral por contrato con el INSALUD. Un día a la semana recibirá formación teórica, pero el resto irá rotando por los diferentes servicios o áreas sanitarias del hospital (cada ‘x meses’), con unos meses extra de libre elección (para ampliar o elegir otra especialidad).

El residente irá ganando en autonomía y responsabilidad clínica profesional cada año, después de superar un examen que permita evaluar que ha adquirido los conocimientos necesarios para pasar al siguiente año de residencia. Primero acudirá acompañando al profesional en ejercicio en cada área, después comenzará a intervenir bajo la supervisión de este, y progresivamente irá elaborando una «agenda propia» de pacientes y visitas. Eso sí, siempre habrá una tutela o supervisión del profesional al cargo en el área o el tutor de residencia.

Caro destacó especialmente el carácter de «experiencia vital» que tiene esta opción profesional, pues se coincide con muchos perfiles diferentes de personas: alumnos en formación (una «familia de aprendizaje»), otros profesionales en activo que «acompañan y guían», así como los tutores y su función de «maternaje» fundamental. Y por si fuera poco, el periodo de rotación de libre elección permite escoger centro sanitario en cualquier lugar del mundo: tres o cuatro meses con salario en Sídney, Nueva York,, Buenos Aires, Senegal…

«Se trata de una experiencia de crecimiento vital muy grande», proseguía la profesora de la UDIMA. Además de una experiencia profesional que toca con múltiples expertos y materias, «para elaborar nuestro propio maletín de herramientas» como profesionales de la psicología clínica.

trastorno por atracones

El trastorno por atracones necesita reducir mitos, no calorías

«Tengo ansiedad con la comida»; «si como chocolate, sólo un trozo, porque si no no sé parar»; «con dieta esto se pasa»; «no es para tanto…»; «si comiese menos…». Las frases pueden entrelazarse con otros trastornos de conducta alimentaria (TCA), pero ese es el problema, se confunden, y con ello también la manera de abordarlos. Esa confusión, ese desconocimiento, es el que se esconde detrás de muchos casos de trastorno por atracones (TPA), una patología que parece «de segunda», y que requiere eliminar más mitos que calorías para superarlo.

La psicóloga Cristina Andrades (especializada en disciplina positiva sobre TCAs, y trastornos alimentarios de la personalidad) protagonizaba la segunda sesión del ciclo de conferencias de psicología de la UDIMA con la firme intención de aclarar conceptos y disipar ideas falsas sobre el trastorno por atracones. La directora del Centro de Psicología y Nutrición del Centro Cristina Andrades de Lebrija (Sevilla), expuso la confusión existente (no sólo entre pacientes), los tratamientos nutricionistas equivocados a los que lleva aquella, y qué mitos y líneas de acercamiento hay que seguir para ofrecer una ayuda más eficaz a los que sufren este trastorno.

«Muchos ni siquiera conocen qué les está ocurriendo», afirmaba Andrades; no llegan a tener claro si su angustia es «suficiente» como para pedir ayuda psicológica. Esto les lleva a «peregrinar» por otros especialistas (a menudo nutricionistas), que si no tienen formación específica en este tipo de trastornos, pueden terminar reforzando esa conducta o simplemente trasladarla a otros actos compulsivos, explicaba.

El hecho de que se haya normalizado este TCA como «de segundo nivel» se puede apreciar tanto en los «protocolos» como en las «líneas de investigación» al respecto. Anorexia y bulimia parecen ser los únicos o más importantes, como si el de los atracones no conllevase consecuencias físicas (patologías digestivas) o no tuviera comorbilidad con alteraciones como trastornos autolesivos o de la personalidad. Y a esto tampoco ayuda que se tiende a asociar a las personas con el estigma de la obesidad, señalaba Andrades.

Pero no. De hecho, centrar el quid del atracón en las personas con obesidad suele llevar a una aproximación de restricción alimentaria, lo que empuja a menudo al paciente al llamado «ciclo del atracón»: restringir la ingesta de una serie de alimentos ‘prohibidos’ para evitar los atracones lleva a comportarse de forma restrictiva paciente, lo que «retroalimenta» esa compulsividad sobre dichos alimentos. Es decir, se mantienen los atracones.

Control no es estabilidad

Además de leer sobre gordofobia y las líneas de la OMS en este sentido, Andrades animó sobre todo a los espectadores (profesionales actuales y futuros de la psicología) a «romper creencias y atender el sufrimiento de la persona». En otras palabras, dejemos de quitar importancia a los atracones, metiendo esa angustia bajo la alfombra. Eso pasa principalmente por destapar algunos mitos: por ejemplo, que fomentar el control sobre la comida es útil, cuando en realidad hace sentir a la persona que no tiene habilidades de regulación emocional («que es lo que realmente hay que trabajar», abundaba la psicóloga).

O sostener que el tema de los atracones se puede trabajar de forma más superficial, con buenos hábitos de comida y reduciendo calorías. O que no es necesario explorar la línea de vida del paciente (y todo lo que rodea al momento de la ingesta). La imagen corporal, a diferencia de lo que se atiende, sí se ve alterada aunque no implique una distorsión tan evidente como en la anorexia o la bulimia. «Lo peor es que no se considere suficiente ese rechazo para abordar el tratamiento psicológico», lamentaba Andrades.

Pero lo más importante quizás es atribuir a esa capacidad de controlar lo que se come con una estabilidad emocional. Únicamente está dejando de comer, pero si sólo se trabajan los síntomas y no está preparada para abordar su desajuste emocional, la persona terminará reaccionando con nuevas «sintomatologías compulsivas», aseveraba Andrades. Abordar el caso con una anamnesis completa (los factores predisponentes, precipitantes y mantenedores «son muy amplios»), no centrarse en el sobrecontrol (las conductas autolesivas son «frecuentes») y psicoeducar en una «alimentación intuitiva» son algunas guías iniciales.

Trastorno por atracones: función y sufrimiento

Recuperar la sensación del gusto, olfato y demandas naturales del cuerpo, para aprender a poder seguirlas. Ese es el camino, pero para llegar a él hay que centrarse en dos aspectos: el sufrimiento y la gestión emocional y la funcionalidad de los atracones. ¿Y qué son los atracones entonces? ¿Cómo identificarlos? Porque «la ingesta emocional no es ingesta compulsiva». Vincularse emocionalmente con la comida no tiene por qué llevarnos a un trastorno ni desajuste emocional, matizaba Andrades, simplemente el alimento nos calma en un momento dado.

La cuestión es diferente cuando ese episodio de calma es recurrente (al menos una vez por semana, durante tres meses) y cuando se come más de lo normal en un periodo concreto. Son episodios que generar «cierta sensación de falta de control sobre la comida», que termina siendo «angustia». Se suele comer mucho y rápido, a veces hasta sentirse incómodamente lleno, sin tener hambre física, en soledad y con una sensación de disgusto general sobre sí uno mismo. La mujer de mediana edad es el perfil más habitual (en bulimia o anorexia, más adolescentes).

Andrades concluye que el sufrimiento «no se explora lo suficiente», como reflejan la falta de controles específicos para este TCA (suelen adaptarse de otros) y la búsqueda de ayuda en dietistas o nutricionistas que no están especializados. Al no estarlo, olvidan algo fundamental: la función de esos atracones. «Se trabajará en base a ‘reducir los atracones es igual a perder peso y estabilidad’. Es una barbaridad, pero sigue estando presente en muchas personas», reflexionaba la psicóloga, que reclamaba una gama «más amplia» de intervenciones.

O, lo que es lo mismo, apostar por un enfoque integrador de varios profesionales (nutricionistas especialista, y médicos digestivos, endocrinos, atención primaria, psiquiatras…): trabajo en equipo y sobre la funcionalidad del síntoma y su relación con la comida en todos los entornos y etapas vitales. También la familia, que a veces puede llevar malas concepciones de la comida y/o el cuerpo, y con ello también la estrategia para superar ese trastorno por atracones (‘qué bien te veo, la dieta lo ha logrado’, poner candados…).

Abordar todo lo que rodea a la propia sintomatología alimentaria, como el papel de las emociones, los factores interpersonales y la falta de regulación del estrés, citaba Andrades, pues en muchas ocasiones todos ellos son «desencadenantes» de los episodios de atracón. En definitiva, ir más allá del comer menos, para evitar que el paciente se sienta así: «Siempre había creído que el problema radica únicamente en que me debería de esforzar más por cerrar la boca».