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Sobre Laura Lara Martínez

Laura Lara Martínez

Doctora en Filosofía. Profesora de Historia Contemporánea. Udima, Universidad a Distancia de Madrid

Laura Lara Martínez

Muere Eric Hobsbawn

Hace un par de meses, el 1 de octubre, murió el historiador británico Eric Hobsbawn (1917-2012). Era uno de las grandes representantes de la historia marxista, experto en los siglos XIX y XX y un intelectual que llevó la historia europea al lector no experto y que participó en la política de su tiempo. De familia judía laica, ingresó en el Partido Comunista con 15 años, cuando vivía el ascenso del nazismo en Berlín. Este hecho marcó su carrera profesional en el Reino Unido, donde emigró posteriormente con su familia, pues nunca se le dejó ejercer en Cambridge y finalmente consiguió ingresar como profesor de Historia en Birbeck College (Universidad de Londres) en 1948 justo antes de que el estallido de la Guerra Fría le hubiera alejado toda posibilidad. Como buen historiador trabajó sobre temas variados, desde la comparación de las revoluciones francesa e inglesa hasta los movimientos obreros y las formas de legitimidad del estado nación. Su ideología marxistas se afianzó en los años treinta cuando estudiaba historia en Cambridge. Compañero de algunos de los mejores historiadores del siglo pasado, Rodney Hilton (medievalista), Christopher Hill (modernista) y John Saville (contemporanista), todos en el Partido Comunista, fue siempre crítico con el Partido hasta su disolución en 1991, pero nunca lo abandonó, lo que le trajo muchas críticas. Como tantos otros historiadores ingleses quiso trabajar para el servicio de inteligencia en la Segunda Guerra Mundial, pero no lo aceptaron por su militancia política. En los años sesenta fundó con otros historiadores, la influyente revista “Past and Present”, bandera de la nueva historia del pueblo, de las clases subalternas.

Recuerdo estar haciendo la carrera cuando cayó en mis manos su libro, Rebeldes Primitivos, que publicó Ariel en 1983, con muchos años de retraso sobre el original en inglés (Primitive Rebels: Studies in Archaic Forms of Social Movements in the 19th and 20th centuries, 1959). Era lo más original que había leído hasta entonces. Un libro sobre el ideario, aspiraciones y expectativas de rango político de las acciones de los bandidos rurales que operaban dentro de estados modernos. Una visión antropológica de estos colectivos, con fuerte intención explicativa de sus motivos y causas, sobre las formas organizativas informales al margen del estado y un horizonte utópico sobre la motivación y racionalidad de los comportamientos y estrategias de los excluidos. Estudiaba entonces historia medieval y Hobsbawn me hizo comprender por primera vez que la historia ni tiene divisiones cronológicas cuando se trata de plantear problemas y analizarlos con la intención de aportar reflexión a la teoría social general. Entendí mejor de su mano, las expresiones de violencia medieval que con muchos libros eruditos sobre conflictos en la Edad Media.

Su tetralogía: The Age of Revolutions (1962), The Age of Capital (1975), The Age of Empires (1987) y The Age of Extremes (1994) es un retrato de la Europa contemporánea, ineludible para quien quiera adentrarse en lo que él llamó el largo siglo XIX (1789-1914) y el corto siglo XX (1914-1991). Posiblemente el historiador con más conocimiento de fuentes, hechos y más capacidad de generalizar y sacar conclusiones del siglo XIX, en los noventa se atrevió con una interpretación del siglo XX, que algún colega llamó “el siglo de Hobsbawn” (Perry Anderson). Con un estilo y expresión elegante, claro y

Hobsbawn es uno de los pocos historiadores que se ha aventurado a escribir su autobiografía. Si estáis interesados en un recorrido histórico por el siglo en que él vivió desde su infancia en Berlín a Londres, podeís leer: Años interesantes: una vida en el siglo XX, Crítica, 2006.

A 800 años de la batalla de Las Navas de Tolosa por Esther Pascua Echegaray

Un lunes como el próximo lunes, el 16 de julio de 1212, tenía lugar en los llanos de La Losa, lo que se llamó la «gran batalla», la batalla de Úbeda o al_Uqab. Fue el enfrentamiento en campo abierto del ejército almohade del califa al-Nasir y la coalición de reyes hispanos compuesta por Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra con resultado de derrota aplastante y huida de los musulmanes. Desde unos meses antes, el papa Inocencio III había accedido a conceder bula de Cruzada a quienes marcharan en esta campaña contra los musulmanes del sur. Así, acompañaban a estos reyes, señores portugueses y franceses, sobre todo de las regiones de Narbona, Nantes y Burdeos. La decisión del papado había supuesto un cambio de actitud con respecto a la línea que se había defendido durante el siglo XII. Entonces, los papas eran renuentes a conceder bulas, excepto para ir a luchar al oriente mediterráneo. No querían diversificar los esfuerzos. En el siglo XIII, el Pontificado se decanta por utilizar las cruzadas para desarrollar su política en el corazón de la Cristiandad igualmente. Esto explica, la cruzada contra los Albigenses en el sur de Francia, las cruzadas en la península Ibérica o el ataque a Bizancio por los cruzados en 1204.

Los almohades, llegados a la península medio siglo antes, no se habían ganado la simpatía de los andalusíes, debido a su interpretación rigorista de la letra del Corán, al contraste entre los patrones culturales que imperaban en al-Andalus y las prácticas de estas tribus bereberes y al hecho de que sus intereses políticos estaban en el norte de África. La sociedad andalusí era una sociedad mucho menos militarizada que la sociedad de los concejos del norte del Tajo. Era una sociedad de campesinos que pagaban impuestos al estado omeya, almorávide o almohade. A pesar, de las llamadas a la Yihad desde tiempos de Abderramán III y de la llegada de las olas de rigorismo bereber, la guerra era una actividad de mercenarios y profesionales. El ejército almohade era incapaz de defender kilómetros de frontera y de alquerías, frente a una sociedad cristiana en la que todas las milicias concejiles, órdenes militares y caballeros estaban armados y hacían la guerra por su cuenta. El descontento de las guarniciones hispano-musulmanas se hizo más agrio con el degollamiento por el califa almohade, de Ibn Cadis, el lider militar de Salvatierra que tuvo que rendir la fortaleza a las tropas cristianas unos meses antes de la batalla.

Entre los cristianos, llamaba la atención la ausencia de Alfonso IX, rey de León, aliado a los musulmanes y bajo la amenaza de excomunión por Inocencio III y la de Alfonso II rey de Portugal,   siempre celoso de que se invadiera su reino en su ausencia. La situación no era paradójica para nadie, excepto para Roma. En la península Ibérica, la religión no fue nunca hasta el siglo XIII, la divisoria de alianzas. El propio Alfonso VIII, que ahora blandía la bula de Cruzada en las manos del arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada, había tenido que esperar al final de su tregua de 10 años con los musulmanes para decidirse a atacar. Un hecho destacable es el contraste cultural entre los ultramontanos y los locales ante la existencia de otras religiones. La estancia en Toledo fue muy tensa. Los cruzados atacaban y creaban todo tipo de conflictos con los musulmanes y los judíos de la ciudad, hasta el punto de que hubo que asentarlos y sacarlos extramuros. Ante la toma de Malagón, Salvatierra y Calatrava, las disensiones sobre si podían matar y expoliar a los vencidos fueron de tal magnitud que casi unos 3000 efectivos extranjeros abandonaron la cruzada en esta última población.

Formaciones feudales e imperiales son muy significativas en la composición y estructura de sus ejércitos. El ejército cristiano era un conglomerado de tropas entre las que destacaban las milicias concejiles, las órdenes militares y los fieles de la casa de Haro y de Lara, por cierto, enemigos acérrimos por el poder de la corte regia castellana. El ejército califal era un ejército mayoritariamente de mercenarios de todas las tierras conquistadas. En primera fila estaban los infantería ligera magrebí del alto Atlas, seguida de de la andalusí; en los flancos la caballería pesada armados con lanza y espada, detrás los arqueros turcos a caballo (agzaz), por último la guardia negra o imesebelen, subsaharianos esclavos que protegían la tienda del califa, encadenados al suelo.

Progresivamente, la historiografía va concluyendo que la batalla no decidió el final de la Reconquista, el declive almohade y abrió todas las grandes ciudades del sur al poder cristiano. Cada vez, estos aspectos se conciben de manera más compleja como fruto de cambios estructurales y procesos de largo recorrido que se tienen que explicar, como mínimo, atendiendo a la evolución de toda la Baja Edad Media.

El octavo centenario de Las Navas está recibiendo cierta atención. Nada comparable con la conmemoración de la Constitución de Cádiz de 1812, pero consigue aquilatar sus varios congresos, libros y celebraciones. Podemos preguntarnos por qué su importancia no es tanta, por qué la gente no conoce esta efemérides, si los historiadores fracasan en su labor de divulgación, pero esta vez más parece que nos toca alegrarnos de que los tiempos cambian y con ellos los puntos de interés de la memoria colectiva. La batalla de Las Navas de Tolosa fue, como todas las batallas, una matanza, un fracaso a la inteligencia humana y a su capacidad para conciliar la convivencia en un espacio, un ejercicio de violencia, de poder y de ambición, una ocasión más para olvidar que para recordar. Parece que determinados hitos que pertenecen más a la retórica de la Historia político-militar del siglo XIX y que han sido apropiados de manera unilateral por los estados y sus discursos de glorias nacionales y valores patrios pierden valor entre los pueblos; unos pueblos que notan que la victoria o la derrota de sus estados no predica nada sobre su bienestar, calidad de vida, niveles culturales, de creatividad y de felicidad.

Efectivamente, nos encontramos a 800 años de distancia de la batalla de Las Navas de Tolosa.

El último Rafael nos visita en el Museo del Prado

Bajo este título, el Museo del Prado ofrece a los aficionados al Arte una magnífica actividad para realizar en los meses de estío. La exposición consta de setenta y cuatro obras, la mayoría «inéditas», en cuanto a exhibición se refiere, en España: cuarenta y cuatro pinturas, veintiocho dibujos, una pieza arqueológica y un tapiz, procedentes de cuatro decenas de  instituciones diferentes.

Sagrada Familia con San Juanito, conocida como la Virgen de la rosa, de Rafael c. 1516, Museo del Prado.

La muestra arranca en 1513, cuando Rafael Sanzio llevaba ya un lustro trabajando en la decoración de las monumentales estancias vaticanas por encargo del Papa Julio II, paralelamente a la labor realizada por otros artistas de fama inmortal, como su rival Miguel Ángel, por aquellas fechas entregado en cuerpo y alma a la Capilla Sixtina. Así pues, la actividad del maestro de Urbino es analizada en profundidad desde el inicio del pontificado de León X (1513) hasta la muerte del artista en 1520, tratando de dilucidar la influencia que ejerció en sus discípulos, sobre todo en Giulio Romano y Gianfrancesco Penni.

En este link encontrarás la relación de las obras que integran la exposición que te animo de manera entusiasta a visitar. Realizarás un viaje al Renacimiento contemplando estas bellas obras en el Museo del Prado desde el 12 de junio hasta el 16 de septiembre.

Laura Lara Martínez.

Las finanzas desde la historia

No parece que a los españoles se nos ha dado bien esto de la banca y el fisco. Si miramos a la época moderna, desde el siglo XVI, cuando la economía comenzó a monetarizarse y  mercantilizarse en Europa, nos damos cuenta que aquello de comerciar, prestar dinero, contarlo, mover monedas, montar gremios y calcular ingresos y gastos debía de ser cosa de italianos, flamencos, ingleses, alemanes y judeo-conversos expulsados a Portugal. Nosotros desde las tres bancarrotas de Felipe II y las 4 de Felipe IV hasta nuestro actual empantanamiento de Bankia, con temple de hidalgos, ni inmutarnos. Nuestra patria es la de siempre, sobre todo en cuanto a sus problemas estructurales. Siempre hemos tenido una fiscalidad inexistente dada la imposibilidad de desplazar la carga impositiva sobre una nobleza privilegiada y un clero exento de pago, o sobre un mísero y explotado campesinado sin apenas excedente, y de gravar los patrimonios de la Iglesia. Una Hacienda raquítica que acompañaba a un estado raquítico incapaz de acometer una reforma fiscal con fines redistributivos para el desarrollo de capital humano y económico nacional. Se han gravado las actividades productivas a fuerza de no poder hacer nada con las improductivas e ilegales. Nuestro primer banco nacional surgió un siglo después del Banco de Inglaterra. El Banco de San Carlos (1782) tenía como objetivo prestar a la monarquía para sus gastos político-militares. Quebró. En 1820 se creó el Banco de San Fernando,  seguido del de Barcelona (1845) y ya en plena difusión de la Revolución industrial por el continente se fundó el Banco de España (1855) como emisor de billetes en todos el estado orientado al impulso de la construcción del ferrocarril y el desarrollo de la industria. Nuestro sistema financiero nunca dejó de ser frágil y atrasado.
En los momentos de bonanza nunca se han tomado medidas, que para eso el dinero corría fácil; en los momentos de crisis, ha habido que adoptar medidas de urgencia, expedientes extraordinarios, se han realizado actos aislados. Nuestros capitales siempre han estado unidos a la triada preindustrial de tierra (mayorazgo), consumo conspicuo de ostentación (construcción de palacios, jardines, excesos en vestidos y comida y criados) y a la creación de redes de poder cercanas a la monarquía-corte. Esto sigue orientando un capital financiero altamente politizado, una banca ineficaz, atrasada organizativa y tecnológicamente durante décadas, poco vinculada con la industria y estrechamente ligada a los servicios y transportes. Llevamos siglos in extremis e in extremis seguimos. La banca privada española tuvo que enfrentar desde los años setenta una crisis económica mundial, una transición política incierta, una liberalización de las reglas del juego y la ruptura de las relaciones laborales del franquismo. Desde los años ochenta, hemos vivido otro largo período de crecimiento y optimismo en el que el país se ha dedicado a alicatar hasta el techo los portales de mármol (todo lo que se ve públicamente) en lugar de aprovechar para arreglar las cañerías y desarrollar capital humano, una economía diversificada y competitiva y un sistema financiero moderno y sólido. La liquidación progresiva de la banca pública, la limitación de sus acciones y las fusiones y órdagos de la gran banca privada de los noventa enriquecieron a muchos, pero no nos prepararon para la llegada del euro. En nuestros años de crecimiento se ha liberado suelo para el próximo siglo para la construcción, se han depredado nuestras costas con un despiadado afán de lucro y se ha hipotecado la vida de millones de personas que pensaron sacar ventajas del dinero fácil y negro.
Otra crisis, ahora mundial, trasladada al panorama nacional en corruptelas políticas, ineptitud, caos en la gestión, marasmo financiero y progresiva desindustrialización que requiere de nuevo medidas drásticas y excepcionales. Tienen que venir de Europa a decirnos que llevamos 4 años de crisis y que hay que hacer reformas y saneamientos radicales en nuestro sistema financiero.
No es nuestra esencia, ni nuestra españolidad, ni nuestra condena, ni nuestra naturaleza. Es la falta de voluntad y necesidad de quienes tienen el poder económico y político de negociar privilegios y beneficios a cambio de bienestar general, prosperidad, paz y orden social. Algo que ya pasó en Inglaterra tras la Revolución gloriosa y casi todos aquellos lugares donde una clase media desbancó al Antiguo Régimen y creó una conciencia de bien público nacional. Seguimos esperando.

Presentación del libro Doña Blanca: una reina sin corona bajo el carlismo, en Teruel. Una semblanza desde la perspectiva de género

Doña Blanca: una reina sin corona bajo el carlismo constituye uno de los últimos libros, hasta el momento, del prolífico historiador y escritor, Miguel Romero, director del Centro Asociado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de Cuenca y académico correspondiente de la Historia.

El carlismo, un fenómeno que atraviesa la Historia Contemporánea española, unas veces de forma más directa y otras con matices tangenciales, encuentra en esta apasionante obra el eco de expresión de una de las dimensiones menos estudiadas de la disciplina de Clío. Nos referimos al análisis de los procesos históricos desde la perspectiva de género y, más en concreto aún, desde la óptica del liderazgo ejercido por una mujer: doña Blanca, como era conocida por la milicia, cuyo nombre auténtico era María de las Nieves de Braganza, esposa de Alfonso Carlos I, la cual bien puede ser considerada una pionera en la Historia militar contemporánea e, incluso, de la Historia militar española en general, dado el protagonismo que adquirió en la tercera guerra carlista.
Sus excepcionales dotes de mando y la valentía que demostró al sumergirse en una esfera hasta entonces exclusiva del mundo masculino la hicieron acreedora de tal distinción: valentía para entrar en los campos de combate, pero también coraje para enfrentarse a la sociedad y a los estereotipos de su tiempo.

El 19 de abril de 2012, doña Blanca regresó a Teruel, una ciudad que sus huestes sitiaran sin éxito antes y después de la conquista carlista de Cuenca. De la mano de Miguel, en esta ocasión su triunfo estaba asegurado. A las 20 h., como dictaban los cánones esa tarde en la ciudad del Torico, comenzó en el Salón de Plenos del Excmo. Ayuntamiento de Teruel la presentación del libro Doña Blanca: una reina sin corona bajo el carlismo, acto en el que intervinieron el autor, la escritora y profesora de la Universidad a Distancia de Madrid María Lara Martínez, y las concejalas del Consistorio turolense Rocío Casino y María Jesús Sanjuan.

Sobre estas líneas, María Lara, Miguel Romero, María Jesús Sanjuan y Rocío Casino en la presentación.

Mi amigo Miguel Romero, con su sensibilidad histórica y su empatía hacia las gentes de ayer y de hoy, ha escrito con esta obra una bella página de la perspectiva de género en el Gran Libro de la Historia.

Laura Lara Martínez.