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Sobre Laura Lara Martínez

Laura Lara Martínez

Doctora en Filosofía. Profesora de Historia Contemporánea. Udima, Universidad a Distancia de Madrid

Laura Lara Martínez

Le Goff: Muere uno de los grandes representantes de la historiografía francesa medieval del siglo XX

Me gustaría dedicar esta breve entrada en el blog para hacer una referencia a la obra del medievalista Jacques Le Goff, que a la edad de 90 años murió, el pasado 1 de abril, en París.

Se ha dicho que se iba uno de los últimos grandes nombres de la historiografía francesa con mayúsculas del siglo XX: desde March Bloch, pasando por George Duby o François Furet. Sin ninguna duda, ha muerto uno de los mayores representantes de la llamada “tercera generación” de la “Escuela de los Annales” y el creador del concepto de Nouvelle Histoire término que intentaba englobar los innumerables caminos temáticos y analíticos que caracterizaban las obras de sus compañeros de generación desde los años setenta. Le Goff era un experto en la Plena Edad Media, particularmente en el siglo XIII, pero era sobre todo un investigador que hacía historia social e historia de las mentalidades, de los imaginarios, de las percepciones.

Historiador procedente del sur francés, sus maestros fueron Charles-Edmond Perrin y Maurice Lombard. Peor su gran padrino en la academia francesa fue el todopoderoso Fernand Braudel, quien imprimió su forma de hacer a la llamada “Segunda Generación” de Annales. Si esta estaba marcada por la perspectiva geopolítica, el análisis fuertemente estructural del cambio en la larga duración y el peso de lo económico, así como por la figura de Wallerstein; los discípulos más fieles de Braudel, Marc Ferro y Jacques Le Goff, a quienes aquel había situado como directores de la revista Annales, iban a iniciar un nuevo cambio en los derroteros de la historiografía francesa.

Le Goff era un lector de novelas históricas románticas, así como un admirador de Henri Pirenne y de Michelet. Su gusto por la narrativa, por lo cultural, por la mirada antropológica y por los temas sociales le colocaban en un cruce de caminos distinto que el de Braudel. Hijo de su contexto histórico, su posición comparte fuertes denominadores comunes con sus colegas George Duby o Emmanuel le Roy Ladurie, una generación sin consenso teórico o metodológico que mira hacia la antropología histórica, la psicología social y lee a Michel Foucault. Con las mismas tonalidades marxistas de fondo, que caracterizaron siempre la escuela de Annales, la combinación entre lo económico y lo cultural, lo material y lo espiritual, la utilización de fuentes literarias, iconográficas e históricas, métodos radicalmente cualitativos de análisis textual y prosas inspiradas explican los muchos temas y enfoques a los que se abrió la disciplina.

Al igual que sus colegas de generación, todos estos historiadores accedieron pronto a posiciones académicas relevantes, fueron, o son, moderados progresistas, más observadores que actores de su realidad política, europeístas, disfrutaron de densas redes de relación transnacional, casi nunca hacia el ámbito anglo-americano con quienes no gustan competir, sino hacia el este de Europa, España e Italia, donde se sienten dominantes, publicaron profusamente y se dedicaron con convicción a la divulgación de calidad hacia el público amplio. En la estela de sus grandes padres de principios de siglo, los orientaba el interés por reivindicar una Edad Media en los orígenes de Europa, romper con el estereotipo de oscurantismo e ignorancia del período y abogar por una Edad Media plural, creativa, original, sorprendente, variada.

Le Goff, desde 1956, con sus Mercaderes y banqueros en la Edad Media, tiene a sus espaldas medio siglo de actividad ininterrumpida docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, e investigadora que le llevaron a tratar desde obras de síntesis como el Occidente medieval hasta los intelectuales, la creación del purgatorio, la memoria, el tiempo, lo maravilloso, los banqueros, la usura y dinero, o las biografías de San Luis o de Jacobo de la Vorágine. Su investigación se orientó sobre lo que le parecía la historia más sutil, la historia que detecta las corrientes profundas de la historia, lo que pervive, lo que no cambia. No creía en las rupturas, ni siquiera pensaba que las guerras o las revoluciones representaban cesuras en la historia. El mejor magma para estudiar estas sutilezas lo encontró en el estudio de las mentalidades, de las sensibilidades, lo que definió en algún momento como: “el contenido impersonal del pensamiento”, el trabajo sobre lo psicológico más que sobre la producción del conocimiento; sobre las representaciones culturales colectivas, más que sobre la tecnología o las disciplinas del saber.

Quizá se podría decir de Le Goff que, si bien no ha sido un gran “inventor” de nuevos temas, como sí lo fue Duby con el parentesco, la mujer, etc… ha sido un gran inventor de nuevas miradas sobre temas clásicos. Así, por ejemplo, la Iglesia, todo un clásico de los estudios medievales, se reformula como la cultura eclesiástica, como la cultura religiosa medieval y se mira desde la cultura popular, desde la vida cotidiana, desde los ritos, los ceremoniales, los símbolos, el inconsciente y produce temas fascinantes que habían quedado en los claroscuros de otras investigaciones. La palabra, el discurso, la producción de ideología, los manuales de confesores, las gárgolas, los colores o los vestuarios son objeto de análisis y conocimiento histórico. Lo sagrado y lo profano adoptan otras formas, sacramentos como el bautismo y la extrema unción, espacios imaginados como el purgatorio emergen revestidos con la naturaleza que tenían en otro tiempo. El comercio y la moneda abandonaron con la misma celeridad el numérico y arduo campo de la historia cuantitativa y de los análisis económicos en manos de Le Goff para convertirse en una reflexión sobre las nociones y conceptos del naciente universo urbano de la Plena Edad Media.

Con este historiador, el mito imposible desde el mismo origen de los historiadores Annalistas franceses de hacer “histoire totale”, volvía a cabalgar durante otra generación con nueva fuerza.

El Greco, in memoriam

Doménico Theotocópuli expiraba en la ciudad del Tajo un 7 de abril de hace cuatrocientos años. Su alma mutaba en alargada efigie, tanto como algunas de sus figuras, para cambiar de dimensión. Y es que este pintor griego, de formación italiana y afincado en la otrora capital visigoda había escrito en la Historia del Arte con aquellos pinceles que le dieron la vida y la fama. Primero la vida que otorga la estabilidad profesional, porque aunque había nacido en 1541 en Creta (entonces reino de Candía bajo dominio de la Serenísima República de Venecia), fue en Toledo donde encontró comitentes, clientes que le encargaban obras y, por ende, le proporcionaban el sustento, más aún con el caché que gastaba… Pintor caro que reivindicaba su condición de artista en una España donde las artes plásticas todavía eran consideradas oficio de artesanos por el prejuicio a mancharse las manos. También en la ciudad imperial experimentó la evolución personal que otorga la sensación de la paternidad, pues en ella nació en 1578 su único hijo, Jorge Manuel, después colaborador en su taller y arquitecto hasta el punto de ser el autor de la fachada del Ayuntamiento de su ciudad natal.

El Greco: El expolio, sacristía de la Catedral de Toledo.

El Greco: El expolio, sacristía de la Catedral de Toledo.

Tras su óbito en 1614, el recuerdo de El Greco caería en el olvido, no así su legado, que a pesar de pasar «sin pena ni gloria» durante tres siglos, sería rescatado con avidez, más extranjera que española, a principios del siglo XX. El Greco fue expoliado de su fama y prestigio. De hecho, por primera vez en 1914 se celebró un centenario dedicado a su figura. Es el momento en que Toledo, gracias a los estímulos de la Generación del 98, de la Institución Libre de Enseñanza con Cossío como principal impulsor, del marqués de la Vega Inclán, de Gregorio Marañón y de otros espíritus intelectuales, hace emerger desde el Tajo al astro griego haciendo su destino indisociable al de aquella ciudad que, como dijera Paravicino, le dio la vida artística.

Laura Lara Martínez

La contemporaneidad de El Greco en su IV Centenario

El pasado sábado, 18 de enero, Toledo se vistió de gala para anunciar al mundo, al toque de un concierto de campanas, la inauguración del Año de El Greco, que conmemora el 400 aniversario de su muerte en 2014.

File:El Greco 003.jpg                                                        Vista y plano de Toledo, con el retrato de su unigénito.

Doménico Theotocópuli no hacía caridades con sus obras. Nacido en Creta en 1541, firmaba en griego y como tal se cotizaba, a lo que sumaba un valor añadido: su formación italiana, en Venecia en el Renacimiento de Tintoretto y Tiziano y en el Manierismo romano de Miguel Ángel, a quien por cierto estimaba como escultor y arquitecto, no tanto como pintor. Extravagante y misterioso, ¿misticismo, astigmatismo, locura? Nada de ello: simplemente, consideraba bellas las figuras alargadas. Así se granjeó el prestigio entre las élites toledanas, fundamentalmente, catedralicias y monacales, los primeros creadores de esa grecomanía que hoy está tan de moda.

El Greco se «hizo valer» en Toledo. No regaló sus obras, fue un pintor caro que, en algunos momentos, pudo aceptar renegociar las cuestiones económicas, no así su particular interpretación iconográfica y de diseño de la composición, en clara reivindicación de la libertad de expresión artística. La ecuación dio resultado una vez más: profesionalidad+exhaustividad=éxito. Siempre se valora lo que cuesta esfuerzo, trabajo o dinero, hoy y en el Siglo de Oro, eso es intemporal.

Hasta el párroco de Santo Tomé pidió una segunda tasación para El entierro del conde de Orgaz, aquél en el que el señor (que no conde) de la villa toledana es recibido por San Agustín y San Esteban en tránsito hacia la patria definitiva. La dormición de la Virgen, tema tan bizantino, inspiraría sin duda a este insigne pintor que recorrió todo el Mediterráneo haciendo dialogar tradición pictórica medieval y nuevos aires renacentistas, ortodoxia y catolicismo en la Europa de la Contrarreforma, pero con un capitalismo ya incipiente.

Con la muerte, entraría en letargo su memoria hasta ser proscrita por el Clasicismo y por la Academia, teniendo en Madrazo a uno de sus más fuertes enemigos. El redescubrimiento de El Greco es un tema que analizo en profundidad en uno de mis últimos libros: El despertar de Toledo en la Edad de Plata de la cultura española. Sería redescubierto a principios del siglo XX por Cossío y la Institución Libre de Enseñanza, por la Generación del 98 que personificó en sus lienzos el alma castellana y, entre otros, también por el segundo marqués de la Vega-Inclán que en 1911 consiguió que abriera sus puertas la Casa-Museo de El Greco en la Judería toledana. Por vez primera en un centenario, Toledo recordó al cretense en 1914.

Un siglo después, es incuestionable la fama de este griego que se encontró con el desaire de Felipe II y con una España en la que el pintor era considerado más artesano que artista. Ha tenido que perderse mucho patrimonio, algo parecido a la relación de la Acrópolis con el British Museum… Quizás sea el peaje para apreciar lo que tenemos, aprendamos nosotros antes de que sea demasiado tarde: carpe diem.

Laura Lara Martínez

Tan poco y tanto sabemos de Fernando del Pulgar

La figura de Fernando o Hernando del Pulgar nos permite intuir el panorama de cacofonías que debió de haber en la Castilla bajomedieval en su senda hacia la rigidez cultural, la intolerancia y la persecución de unos sectores de la sociedad por otros. Por su lucidez, ironía, sentido crítico e inspiración al observar su época, por el contrapunto que ofrecen sus ideas con el pensamiento dominante en la cultura del siglo XV castellano, por ser representante de un Humanismo incipiente, por lo misterioso de su vida, por la cercanía de sus emociones y percepciones con las nuestras es una figura que solo puede llamar nuestra atención. Su voz disonante abre la posibilidad de pensar una evolución potencialmente diferente de nuestra transición a época moderna.

De la vida de Pulgar, un personaje de primera fila de la política castellana, sabemos poco, lo cual es raro. No conocemos, si quiera, la fecha o lugar de su nacimiento o de su muerte. Tras 1492, sencillamente desapareció.

Se apunta que debió de nacer en Toledo o Madrid posiblemente hacia 1436, hijo de un escribano de Toledo, Diego Rodríguez. Se crió en la corte del rey Juan II y fue secretario de Enrique IV y de su hermanastra, Isabel I. Debió de ser apartado de la corte en 1479, pues en 1481 alega, en una carta, que la reina le llamaba a la corte de nuevo, para que escribiera la crónica de su reinado. Parece que era o venía de familia conversa, pues por la persecución que llevaba la Inquisición contra este grupo se enfrentó al Cardenal Diego Hurtado de Mendoza y a Tomás de Torquemada, General de los Dominicos.

Escribió las Glosa a las coplas de Mingo Revulgo, 32 coplas quizá escritas por Íñigo Mendoza o el propio Pulgar, que recoge una enorme metáfora sobre la virtud y el desorden social (1485), el Libro de los Claros varones de Castilla (1486), 24 biografías siguiendo el modelo de Plutarco, contamos con sus Letras, un epistolario de 32 cartas, siguiendo las formas de hacer clásicas de Cicerón y Plinio (1494) y, por último, la Crónica de los Reyes Católicos… que abarca los años 1468 a 1490.

Es cierto que tenemos pocos datos biográficos pero gracias a sus 32 cartas sabemos muchas cosas de este personaje histórico. Dado que nos las cuenta él mismo y que el género epistolar se estaba conformando como tal y Pulgar evidentemente se divierte practicándolo y utilizando todos los recursos a su alcance, la lectura de este material tiene que ser cuidadosa. Sus cartas nos cuentan que estuvo casado y se mantuvo unido a su mujer hasta su vejez; nos cuentan que tuvo una hija que a los 12 años se le hizo monja, para dolor de sus padres y luego satisfacción por estar a resguardo de los muchos peligros del mundo, entre los cuales no dejaba de estar la incertidumbre para las familias de origen judío que veían cada día peligrar su integridad física en las calles y sus oficios y posiciones. Las cartas reflejan unos aspectos cotidianos realmente emotivos e íntimos que no podemos conocer en tantos otros autores con biografías completas en datos. Nos cuentan que por su trabajo nunca había prestado demasiada atención a su hija, y seguro también, a su mujer, lo cual extraña, no tanto porque no atendiera a las féminas de su familia, sino porque el propio autor notara esto como deficiencia de padre. Padecía dolores en su vejez que se le hacían muy gravosos, sobre todo de la cara, y que le impedían ver las virtudes tan loadas por los clásicos de envejecer. Al margen, del gusto del autor por medir su ingenio y su pluma con Cicerón, su lamento por los dolores de sus amigos de edad avanzada y sus peticiones de remedios a los físicos, nos ponen en la pista de un hombre con padecimientos físicos. Sus cartas nos hablan de su familiaridad con la reina, a la que admira, defiende y aprecia con un afecto muy cercano, como princesa, como reina, como madre y como cristiana, capaz de haber restaurado tanto el orden como la justicia en Castilla y de haber doblegado a la levantisca aristocracia laica y eclesiástica que no cesaron de desgarrar el cuerpo político castellano desde finales del siglo XIII.

Sus cartas también nos hablan de que Pulgar era un hombre orgulloso por su conocimiento, su arte y su posición. Sin embargo, él se presenta como un hombre con pasiones y pecados, pero no un cortesano entrenado en el arte del enredo, sino un hombre con un sentido estricto de la moral, de la virtud ciudadana en el sentido republicano del primer renacimiento, un hombre que a duras penas soportaba el hipocresía, la infidelidad y la estupidez. Su forma de hablar, sus acusaciones a personajes de alta posición política y económica son tan directas y tan abiertas que denotan que la oportunidad y conveniencia política solía quedar supeditada a sus necesidades de denuncia. Las cartas dirigidas al arzobispo de Toledo, a su secretario, al obispo de Osma, al rey de Portugal o al cardenal primado tienen una virulencia que solo puede recordar a la Querella de las Investiduras, pero aquello era una discusión entre un emperador y un papa, no un secretario. Pulgar acusa al arzobispo Alonso Carrillo de felón, traidor, protector de rebeldes, instigador de levantamientos, indigno en su posición eclesiástica, mentiroso y manipulador.

Pulgar era un hombre con una visión del siglo XV de cierta decadencia, de que el mundo que florecía en Italia y Flandes se perdía para siempre en la meseta y se iba por la estupidez de tantos hombres que, en tiempos revueltos, no aciertan a tener su propio juicio, a atreverse a contestar al poder, a defender a los débiles, a los injuriados, a los perseguidos. Entre 1391 y 1492, la España de las tres religiones tocaba a su fin y lo hacía por la necesidad de los reyes de controlar la única esfera que les permitía el gobierno de la nobleza: las ciudades y en esas ciudades hubo que sacrificar un elemento, las minorías étnicas para asestar el golpe definitivo a la autonomía urbana de gobierno. Entre 1391 y 1492, los conceptos de pureza de fe, de costumbres y de sangre consiguieron apropiarse del espacio de debate político. Pero otro ámbito igualmente importante se iba a ver minado en la Castilla católica del siglo XV: la suerte de la virtud como instrumento para conseguir éxito social y político frente a los criterios de linaje y sangre.

El debate no es nuevo. Aparece en los siglos XII-XIII, en El Poema de Mio Cid, en el que los villanos, la nobleza leonesa de sangre y alcurnia está discutiéndole mezquinamente la valía y poder al héroe del poema, el caballero castellano que por sus hazañas de armas, su habilidad, su fidelidad, honor, buen hacer como señor de sus vasallos y por su tolerancia con los musulmanes los aventaja en todo. Quería cerrarse la nobleza en torno a casas, castillos, familias, linajes y propiedades y el Poema se posiciona en este punto, entre tantos otros como el pulso entre Castilla y León. Dos siglos después, en la ciudad el proceso es agudo y dramático: las magistraturas, el gobierno de la ciudad, se están cerrando, pero ahora los villanos son los conversos que ascienden socialmente y los héroes los castellanos cristianos viejos.

Pulgar expresa con claridad en su carta XIV, su respuesta a “un su amigo de Toledo” que no habla claro (porque “dezís entre dientes”). El tema de debate es que en la ciudad no se puede aceptar que tengan honras y oficios de gobierno los que no tienen linaje porque “el defecto de la sangre les quita la abilidad del governar ” y que familias nuevas accedan a la riqueza lo que crea conflictos con los de arriba y con los de abajo. Pulgar arremete con fiereza ante tamaños, sin ahorrar los propios, sintiéndose claramente la rabia y la furia que le producen las ideas injustificadas. Los términos que siguen denotan su valentía en unos tiempos en que la acusación anónima podía llevar a cualquiera a los calabozos de la Inquisición, máxime a una persona de familia conversa.

La lógica de Pulgar es arrasadora. Primero aduce que podrían considerar los ricos que en algún momento empezaron a tener riqueza y los que no la tienen deberían pensar que mejor que les pueda ocurrir también a ellos en algún momento. Dice que debe deducir que estos que así piensan quieren “repartir los bienes y horas del [mundo] a su arbitrio”. Disquisición al gusto literario de la época: nada nuevo bajo el sol, el reparto de la riqueza es una cuita antigua que ha llenado de confusión y ceguera a muchos y ha levantado crímenes. Pero, Pulgar gusta de hacer filosofía y teoría: estos señores yerran contra la ley natural porque todos nacimos de igual manera y contra la ley divina porque todos son iguales bajo un pastor y por tanto se arrogan el derecho, error, de pelear contra el designio divino. La defensa del conocimiento, los méritos y la virtud como criterio para la promoción social es tan moderna que asusta la conexión que podemos establecer con nuestro presente. Dejemos hablar a este ancestro que nos grita hace 500 años: “Veemos por esperencia algunos ommes déstos que iudgamos nacidos de baxa sangre, forçarlos su natural inclinación a dexar los oficios baxos de los padres, e aprender ciencia, e ser grandes letrados. … Otrosí veemos diversidad grande de condiciones, no solamente entre la multitud de los omnes, más aun entre los hermanos nascidos de un padre e de una madre: el uno veemos sabios, el otro ynorante; uno covarde, otro esforçado; liberal el un hermano, el otro avariento; uno dado a algunas artes, el otro a ninguna.” (Elía, P. editora, Pisa, 1982, pp.68-69). Así, alega, puede haber pelaires (cardador de paños) expertos en astrología, igual que hijos de reyes y notables que son hombres oscuros y olvidados, por inhábiles. Esta relación entre el hecho de que alguien noble pueda ser de baja condición y alguien de origen humilde pueda tener una alta condición moral y de conocimiento tuvo que recorrer un largo y tortuoso camino para abrirse espacio pues rompe el binomio sangre/condición moral. En el siglo XIX alemán todavía no se entiende esa relación cuando George Buchner escribió Woyzeck.

Su argumento es casi blasfemo: “no fagamos sabios a todos los decentientes del rey Salamón, porque su padre fue el más sabio”; y apela a la ley divina y a la razón humana para defender que todos somos de igual condición en el nacimiento y responsables de nuestra elección del camino virtuoso durante la vida: “E avemos de creer que Dios fizo omnes e no fizo linajes en que escogiesen, e todos fizo nobles en su nacimiento; la vileza de la sangre e oscuridad del linaje con sus manos la toma aquel que, dexado el camino de la clara virtud, se inclina a los vicios e máculas del camino errado. E pues a ninguno dieron eleción de linaje quando nasció, e todos tienen eleción de costumbre quando biven, inposible sería segund razón ser el bueno privado de honra ni el malo tenerla, aunque sus primeros la ayan tenido. … la virtud, que da la verdadera nobleza.”(70). No habla aquí Pulgar de la virtud cristiana, sino de la virtud del conocimiento, de la sabiduría , por la moral y el compromiso por el bien común y así señala que estos pensamientos y condenas levantan altercados y turban la paz común, envenenan al pueblo y traen la división, la muerte y la destrucción por el bien particular, la soberbia y la ambición.

Detrás de Pulgar bulle el Humanismo italiano y el clasicismo latino, pero está también un hombre que apadrina el nacimiento de la política, más allá del pensamiento puramente religioso, como la dimensión en la plaza pública de nuestros pensamientos y acciones individuales y colectivos. Extraña menos, si bien con más frustración, que sepamos tan poco de Fernando del Pulgar y tanto, a la vez. Desapareció tras 1492, y con él se arrinconó una forma de pensar y de actuar de algunos que vivían en la misma Castilla que otro cronista, Andrés Bernáldez y tantos otros, que solo podían desear exterminar la plaga hebrea y mora y que veían que la represión la única manera de limpiar el nuevo pueblo elegido, los castellanos. La desaparición de Pulgar es una metáfora de un camino cercenado, un camino que pudo ser, un camino que habría dado luz a una Castilla bien distinta en su dinámica interior y exterior.

Sagasta y la Restauración: la crítica de Ortega y Gasset

El pasado lunes, 28 de octubre, tuve el honor de participar como ponente en la mesa redonda organizada en el Centro Riojano de Madrid (Serrano, 25) en conmemoración del 110 aniversario del fallecimiento de Sagasta, una de las grandes personalidades políticas de la España Contemporánea.

Estuve acompañada en la mesa por María Lara Martínez, profesora de la UDIMA y escritora, por Eduardo Huertas, del Ateneo de Madrid y por Pedro López Arriba, que en calidad de presidente de la centenaria institución ejerció de anfitrión.

Y es que Sagasta fue mucho más que el contrincante de Cánovas del Castillo. La Restauración, ese gran edificio político tan denostado por Ortega pero tan valioso en tanto que baluarte de la recuperación de la estabilidad política en nuestro país, no habría avanzado tanto en el progreso de la sociedad sin la figura de este riojano universal que llegaría a ser 16 veces presidente del Gobierno (dos en el Sexenio democrático), finalizando el último de sus mandatos apenas un mes antes de su defunción, el 5 de enero de 1903.

Ingeniero de caminos, líder de sucesivos partidos (Progresista, Constitucional, Fusionista y Liberal) y masón durante buena parte de su vida, estrenó la institucionalización del turnismo con el Pacto del Pardo tras la muerte de Alfonso XII y, poco más de una década después, tendría que reconocer la pérdida de las últimas colonias de Ultramar en el terrible 98, derrota que no impediría su retorno al frente del Consejo de Ministros en 1901-1902, en vísperas de la proclamación del rey póstumo. María Cristina de Habsburgo-Lorena nunca ocultaría su predilección por D. Práxedes, como tampoco éste se amedrentaría en la defensa de aquello que consideraba justo, aunque fuera en contra de la tónica de los tiempos. La libertad de prensa de 1883, la Ley de Asociaciones (1887) y  la extensión del sufragio universal masculino (1890, el femenino no se lograría hasta la Constitución de 1931) fueron conquistas sociales de Sagasta.

Este año conmemoramos también el primer centenario de la Liga de Educación Política Española, fundada junto a un grupo de intelectuales por el joven Ortega, filósofo que, como explicó la Profesora María Lara en su conferencia, fue hostil a la Restauración, disculpando a Sagasta de los prejuicios del sistema que atribuía a Cánovas.

España avanzaba. Los pilares de la Restauración, esto es, el turnismo y el bipartidismo, junto a la oligarquía y al caciquismo que hacían posible la corrupción electoral, fueron los engranajes sobre los que se sustentó la débil modernización de un país  conformista con altas dosis de analfabetismo y sumisión que se debatía entre dos polos: el inmovilismo y el progreso. Sagasta abanderó el segundo en un Imperio que languidecía, replegando velas rumbo a sus orígenes. La regeneración tan reivindicada por Joaquín Costa se haría esperar, tanto que todavía no se ha operado en su totalidad.

En suma, Sagasta o un político de levita y chistera a la usanza decimonónica que, de haber vivido allende nuestras fronteras, no dudo habría alcanzado gran fama no sólo como orador (que la tuvo), sino como reputado estadista y ejemplo de sincera vocación al servicio a la nación.

                                                                                                                                   Laura Lara Martínez.

De izquierda a derecha, Dr. Eduardo Huertas Lara Martínez, Dr. Pedro López Arriba y Dra. María Lara Martínez.

Dr. Eduardo Huertas, Dra. Laura Lara Martínez, Dr. Pedro López Arriba y Dra. María Lara Martínez.