La figura de Fernando o Hernando del Pulgar nos permite intuir el panorama de cacofonías que debió de haber en la Castilla bajomedieval en su senda hacia la rigidez cultural, la intolerancia y la persecución de unos sectores de la sociedad por otros. Por su lucidez, ironía, sentido crítico e inspiración al observar su época, por el contrapunto que ofrecen sus ideas con el pensamiento dominante en la cultura del siglo XV castellano, por ser representante de un Humanismo incipiente, por lo misterioso de su vida, por la cercanía de sus emociones y percepciones con las nuestras es una figura que solo puede llamar nuestra atención. Su voz disonante abre la posibilidad de pensar una evolución potencialmente diferente de nuestra transición a época moderna.
De la vida de Pulgar, un personaje de primera fila de la política castellana, sabemos poco, lo cual es raro. No conocemos, si quiera, la fecha o lugar de su nacimiento o de su muerte. Tras 1492, sencillamente desapareció.
Se apunta que debió de nacer en Toledo o Madrid posiblemente hacia 1436, hijo de un escribano de Toledo, Diego Rodríguez. Se crió en la corte del rey Juan II y fue secretario de Enrique IV y de su hermanastra, Isabel I. Debió de ser apartado de la corte en 1479, pues en 1481 alega, en una carta, que la reina le llamaba a la corte de nuevo, para que escribiera la crónica de su reinado. Parece que era o venía de familia conversa, pues por la persecución que llevaba la Inquisición contra este grupo se enfrentó al Cardenal Diego Hurtado de Mendoza y a Tomás de Torquemada, General de los Dominicos.
Escribió las Glosa a las coplas de Mingo Revulgo, 32 coplas quizá escritas por Íñigo Mendoza o el propio Pulgar, que recoge una enorme metáfora sobre la virtud y el desorden social (1485), el Libro de los Claros varones de Castilla (1486), 24 biografías siguiendo el modelo de Plutarco, contamos con sus Letras, un epistolario de 32 cartas, siguiendo las formas de hacer clásicas de Cicerón y Plinio (1494) y, por último, la Crónica de los Reyes Católicos… que abarca los años 1468 a 1490.
Es cierto que tenemos pocos datos biográficos pero gracias a sus 32 cartas sabemos muchas cosas de este personaje histórico. Dado que nos las cuenta él mismo y que el género epistolar se estaba conformando como tal y Pulgar evidentemente se divierte practicándolo y utilizando todos los recursos a su alcance, la lectura de este material tiene que ser cuidadosa. Sus cartas nos cuentan que estuvo casado y se mantuvo unido a su mujer hasta su vejez; nos cuentan que tuvo una hija que a los 12 años se le hizo monja, para dolor de sus padres y luego satisfacción por estar a resguardo de los muchos peligros del mundo, entre los cuales no dejaba de estar la incertidumbre para las familias de origen judío que veían cada día peligrar su integridad física en las calles y sus oficios y posiciones. Las cartas reflejan unos aspectos cotidianos realmente emotivos e íntimos que no podemos conocer en tantos otros autores con biografías completas en datos. Nos cuentan que por su trabajo nunca había prestado demasiada atención a su hija, y seguro también, a su mujer, lo cual extraña, no tanto porque no atendiera a las féminas de su familia, sino porque el propio autor notara esto como deficiencia de padre. Padecía dolores en su vejez que se le hacían muy gravosos, sobre todo de la cara, y que le impedían ver las virtudes tan loadas por los clásicos de envejecer. Al margen, del gusto del autor por medir su ingenio y su pluma con Cicerón, su lamento por los dolores de sus amigos de edad avanzada y sus peticiones de remedios a los físicos, nos ponen en la pista de un hombre con padecimientos físicos. Sus cartas nos hablan de su familiaridad con la reina, a la que admira, defiende y aprecia con un afecto muy cercano, como princesa, como reina, como madre y como cristiana, capaz de haber restaurado tanto el orden como la justicia en Castilla y de haber doblegado a la levantisca aristocracia laica y eclesiástica que no cesaron de desgarrar el cuerpo político castellano desde finales del siglo XIII.
Sus cartas también nos hablan de que Pulgar era un hombre orgulloso por su conocimiento, su arte y su posición. Sin embargo, él se presenta como un hombre con pasiones y pecados, pero no un cortesano entrenado en el arte del enredo, sino un hombre con un sentido estricto de la moral, de la virtud ciudadana en el sentido republicano del primer renacimiento, un hombre que a duras penas soportaba el hipocresía, la infidelidad y la estupidez. Su forma de hablar, sus acusaciones a personajes de alta posición política y económica son tan directas y tan abiertas que denotan que la oportunidad y conveniencia política solía quedar supeditada a sus necesidades de denuncia. Las cartas dirigidas al arzobispo de Toledo, a su secretario, al obispo de Osma, al rey de Portugal o al cardenal primado tienen una virulencia que solo puede recordar a la Querella de las Investiduras, pero aquello era una discusión entre un emperador y un papa, no un secretario. Pulgar acusa al arzobispo Alonso Carrillo de felón, traidor, protector de rebeldes, instigador de levantamientos, indigno en su posición eclesiástica, mentiroso y manipulador.
Pulgar era un hombre con una visión del siglo XV de cierta decadencia, de que el mundo que florecía en Italia y Flandes se perdía para siempre en la meseta y se iba por la estupidez de tantos hombres que, en tiempos revueltos, no aciertan a tener su propio juicio, a atreverse a contestar al poder, a defender a los débiles, a los injuriados, a los perseguidos. Entre 1391 y 1492, la España de las tres religiones tocaba a su fin y lo hacía por la necesidad de los reyes de controlar la única esfera que les permitía el gobierno de la nobleza: las ciudades y en esas ciudades hubo que sacrificar un elemento, las minorías étnicas para asestar el golpe definitivo a la autonomía urbana de gobierno. Entre 1391 y 1492, los conceptos de pureza de fe, de costumbres y de sangre consiguieron apropiarse del espacio de debate político. Pero otro ámbito igualmente importante se iba a ver minado en la Castilla católica del siglo XV: la suerte de la virtud como instrumento para conseguir éxito social y político frente a los criterios de linaje y sangre.
El debate no es nuevo. Aparece en los siglos XII-XIII, en El Poema de Mio Cid, en el que los villanos, la nobleza leonesa de sangre y alcurnia está discutiéndole mezquinamente la valía y poder al héroe del poema, el caballero castellano que por sus hazañas de armas, su habilidad, su fidelidad, honor, buen hacer como señor de sus vasallos y por su tolerancia con los musulmanes los aventaja en todo. Quería cerrarse la nobleza en torno a casas, castillos, familias, linajes y propiedades y el Poema se posiciona en este punto, entre tantos otros como el pulso entre Castilla y León. Dos siglos después, en la ciudad el proceso es agudo y dramático: las magistraturas, el gobierno de la ciudad, se están cerrando, pero ahora los villanos son los conversos que ascienden socialmente y los héroes los castellanos cristianos viejos.
Pulgar expresa con claridad en su carta XIV, su respuesta a “un su amigo de Toledo” que no habla claro (porque “dezís entre dientes”). El tema de debate es que en la ciudad no se puede aceptar que tengan honras y oficios de gobierno los que no tienen linaje porque “el defecto de la sangre les quita la abilidad del governar ” y que familias nuevas accedan a la riqueza lo que crea conflictos con los de arriba y con los de abajo. Pulgar arremete con fiereza ante tamaños, sin ahorrar los propios, sintiéndose claramente la rabia y la furia que le producen las ideas injustificadas. Los términos que siguen denotan su valentía en unos tiempos en que la acusación anónima podía llevar a cualquiera a los calabozos de la Inquisición, máxime a una persona de familia conversa.
La lógica de Pulgar es arrasadora. Primero aduce que podrían considerar los ricos que en algún momento empezaron a tener riqueza y los que no la tienen deberían pensar que mejor que les pueda ocurrir también a ellos en algún momento. Dice que debe deducir que estos que así piensan quieren “repartir los bienes y horas del [mundo] a su arbitrio”. Disquisición al gusto literario de la época: nada nuevo bajo el sol, el reparto de la riqueza es una cuita antigua que ha llenado de confusión y ceguera a muchos y ha levantado crímenes. Pero, Pulgar gusta de hacer filosofía y teoría: estos señores yerran contra la ley natural porque todos nacimos de igual manera y contra la ley divina porque todos son iguales bajo un pastor y por tanto se arrogan el derecho, error, de pelear contra el designio divino. La defensa del conocimiento, los méritos y la virtud como criterio para la promoción social es tan moderna que asusta la conexión que podemos establecer con nuestro presente. Dejemos hablar a este ancestro que nos grita hace 500 años: “Veemos por esperencia algunos ommes déstos que iudgamos nacidos de baxa sangre, forçarlos su natural inclinación a dexar los oficios baxos de los padres, e aprender ciencia, e ser grandes letrados. … Otrosí veemos diversidad grande de condiciones, no solamente entre la multitud de los omnes, más aun entre los hermanos nascidos de un padre e de una madre: el uno veemos sabios, el otro ynorante; uno covarde, otro esforçado; liberal el un hermano, el otro avariento; uno dado a algunas artes, el otro a ninguna.” (Elía, P. editora, Pisa, 1982, pp.68-69). Así, alega, puede haber pelaires (cardador de paños) expertos en astrología, igual que hijos de reyes y notables que son hombres oscuros y olvidados, por inhábiles. Esta relación entre el hecho de que alguien noble pueda ser de baja condición y alguien de origen humilde pueda tener una alta condición moral y de conocimiento tuvo que recorrer un largo y tortuoso camino para abrirse espacio pues rompe el binomio sangre/condición moral. En el siglo XIX alemán todavía no se entiende esa relación cuando George Buchner escribió Woyzeck.
Su argumento es casi blasfemo: “no fagamos sabios a todos los decentientes del rey Salamón, porque su padre fue el más sabio”; y apela a la ley divina y a la razón humana para defender que todos somos de igual condición en el nacimiento y responsables de nuestra elección del camino virtuoso durante la vida: “E avemos de creer que Dios fizo omnes e no fizo linajes en que escogiesen, e todos fizo nobles en su nacimiento; la vileza de la sangre e oscuridad del linaje con sus manos la toma aquel que, dexado el camino de la clara virtud, se inclina a los vicios e máculas del camino errado. E pues a ninguno dieron eleción de linaje quando nasció, e todos tienen eleción de costumbre quando biven, inposible sería segund razón ser el bueno privado de honra ni el malo tenerla, aunque sus primeros la ayan tenido. … la virtud, que da la verdadera nobleza.”(70). No habla aquí Pulgar de la virtud cristiana, sino de la virtud del conocimiento, de la sabiduría , por la moral y el compromiso por el bien común y así señala que estos pensamientos y condenas levantan altercados y turban la paz común, envenenan al pueblo y traen la división, la muerte y la destrucción por el bien particular, la soberbia y la ambición.
Detrás de Pulgar bulle el Humanismo italiano y el clasicismo latino, pero está también un hombre que apadrina el nacimiento de la política, más allá del pensamiento puramente religioso, como la dimensión en la plaza pública de nuestros pensamientos y acciones individuales y colectivos. Extraña menos, si bien con más frustración, que sepamos tan poco de Fernando del Pulgar y tanto, a la vez. Desapareció tras 1492, y con él se arrinconó una forma de pensar y de actuar de algunos que vivían en la misma Castilla que otro cronista, Andrés Bernáldez y tantos otros, que solo podían desear exterminar la plaga hebrea y mora y que veían que la represión la única manera de limpiar el nuevo pueblo elegido, los castellanos. La desaparición de Pulgar es una metáfora de un camino cercenado, un camino que pudo ser, un camino que habría dado luz a una Castilla bien distinta en su dinámica interior y exterior.
Doctora en Filosofía. Profesora de Historia Contemporánea.
Udima, Universidad a Distancia de Madrid