Archivos de Autor: Esther Pascua

EL BUSTO DE NEFERTITI CONMEMORA SU CENTENARIO ACOSADO POR LAS RECLAMACIONES EGIPCIAS

El busto de Nefertiti es noticia. Desde el pasado 6 de diciembre – y hasta el próximo 13 de abril – ejerce de reclamo en una exposición que lleva por título “Bajo la luz de Amarna, 100 años del descubrimiento de Nefertiti”. La muestra, con sede en el Neues Museum de Berlín, pone la escultura al frente de la actualidad museológica pero, como efecto colateral, reaviva un debate incómodo para Alemania y otros países del primer mundo: ¿son sus museos los legítimos dueños de las reliquias expuestas?.
La respuesta más enérgica lleva la firma de Zahi Hawass, el mediático secretario general del Consejo de Antigüedades Egipcias. Desde hace años Hawass exige la restitución de piezas que salieron del país décadas atrás, apelando a derechos históricos y al contexto de dudosa legalidad en que las piezas salieron de Egipto. Un buen ejemplo es el busto de Nefertiti, cuya biografía merece ser reconstruida.
El 6 de diciembre de 1912 el busto fue arrancado de su lecho milenario (las ruinas del taller de Thutmose, en la ciudad egipcia de Amarna) por el explorador suizo-alemán Ludwig Burckhardt. Las excavaciones contaron con el patrocinio del empresario James Simon y el permiso de las autoridades culturales egipcias, cuyo Servicio de Antigüedades estaba entonces en manos del francés Gustave Lefevre. El sistema de partage regía entonces el protocolo a seguir por los arqueólogos extranjeros, obligados a entregar la mitad de las piezas halladas a condición de que las piezas más rutilantes no salieran de Egipto.
Se conoce que Burckhardt aprovechó la bisoñez de los “expertos” y, en un golpe de audacia, camufló el busto entre cascotes y restos poco vistosos. Además, adosó a la carga un inventario en el que la escultura era descrita como “busto pintado de una princesa”. Juzgar las intenciones de Buckhardt un siglo más tarde se antojaría arriesgado si no fuera por lo que reza su diario de excavación: “busto pintado de la reina”. El gesto tenía todos los pronunciamientos de ser una maniobra de distracción. El germano intentó por todos los medios que la estatua de la reina pasara desapercibida a los ojos de los funcionarios “expertos”, a los que hizo creer que el busto pertenecía a una simple princesa. Y lo consiguió. Finalmente aquella Nefertiti inmortalizada en yeso y caliza franqueó fronteras y aduanas en manos de Burckhardt para acabar engrosando la colección particular de James Simon, que la adquirió antes de donarla al Museo Egipcio de Berlín en 1920. Tras 23 años en la capital alemana, el estallido de la Segunda Guerra Mundial obligó a desalojar las salas del museo. El busto inició entonces (1943) un largo periplo por museos alemanes y norteamericanos que acabó en octubre de 2009.
Desde entonces, pernocta en el Neues Museum – uno de los edificios que conforman el complejo berlinés de la Isla de los Museos – mientras se suceden las entregas en una larga confrontación jurídica y diplomática entre egipcios y alemanes que arrancó en 1924, cuando Egipto reclamó por primera vez la devolución del busto. La historia habría sido otra si en 1933 Hitler, instado por Hermann Göring, hubiera firmado su devolución antes de contemplarla in situ. Pero el Führer pidió verla y apenas emergió del éxtasis lo tuvo claro: Nefertiti se queda en Alemania.
Ni siquiera las amenazas egipcias de expulsar a los arqueólogos alemanes de Egipto han surtido efecto. El busto sigue en Berlín mientras las víctimas del “colonialismo arqueológico” batallan por recuperar piezas cuyo significado trasciende el ámbito arqueológico. El mejor ejemplo es Grecia, que inauguró su flamante Museo de la Acrópolis en 2009 con una sala vacía y la esperanza de que el British Museum devuelva por fin los mármoles de Elgin.
Tanto Alemania – en el caso del busto – como Gran Bretaña – en el caso de los mármoles del Partenón – justifican su postura apelando a su rol mesiánico (“nosotros evitamos la desintegración de las piezas”) y a las escasas garantías de conservación ofrecidas por griegos y turcos. Una visión estrábica de la realidad que ha dejado de tener sentido en pleno siglo XXI. Un murmullo de indignación se ha instalado ahora en los países víctimas del saqueo, cuya táctica consiste en llamar la atención de la comunidad internacional (con golpes de efecto como los orquestados por Zahi Hawass desde El Cairo) sacando los colores a Europa para que retumbe en su conciencia la impunidad de sus saqueos en el pasado. Lo que se plantea ahora es un problema de conciencia histórica, aquella de la que han sido despojados griegos y egipcios. Que estos países hayan tardado siglos en tomar conciencia de su legado arqueológico no justifica que el expolio de otros tiempos (salvamento de reliquias, según algunos) se perpetúe en el tiempo como algo benigno. ¿Aceptaríamos los españoles que la Dama de Elche (en París hasta 1940) siguiera expuesta en el Louvre por motivos de conservación?.

Daniel Casado Rigalt

TRINCHERA DEL FERROCARRIL, EL TESORO PALEONTOLÓGICO QUE NACIÓ DEL DESATINO

Daniel Casado Rigalt (profesor grado de Historia, UDIMA)

La ciencia está en deuda con Richard Preece. No ganó un Nobel. Ni siquiera entraba en sus planes. Pero a este intrépido inglés el azar le premió con un hallazgo irrepetible cuando en 1895 su compañía minera construyó el ferrocarril que enlazaba la Sierra de Atapuerca con la línea Burgos-Bilbao. Preece – cuyo nombre pasa inadvertido en las escuelas de ingeniería – es hoy el paradigma de la serendipia, esa palabra de nuevo cuño que define un descubrimiento no buscado. El proyecto inicial de Mister Preece nunca contempló el paso de la línea ferroviaria por las estribaciones de la Sierra de Atapuerca pero el británico modificó el trazado para nutrirse de piedra caliza y, sin proponérselo, cantó bingo. Explosionó montañas, trinchó lomas, arrasó árboles y encajó rieles, para acabar dejando al descubierto el conjunto de yacimientos paleontológicos más importante de Europa. Hoy se conoce como la Trinchera del Ferrocarril, un surco de un kilómetro de longitud trufado de restos óseos humanos y animales que se reparten en tres yacimientos: Sima del Elefante, Galería y Gran Dolina.
El legado tangible de Preece fue un paisaje fantasma de puentes, taludes y túneles abandonados. Fue todo lo que quedó cuando en 1911 expiró el ferrocarril. Un panorama aparentemente desolador en el que ahora tienen depositadas sus esperanzas prehistoriadores y paleontólogos. Los mordiscos de la compañía de Preece al paisaje de Atapuerca habían dejado a la vista todo un alijo paleontológico que pronto mostró gran poder de convocatoria. Ilustres prehistoriadores – como Hugo Obermaier y Henry Breuil – pusieron rumbo a Atapuerca para calibrar los restos fósiles que asomaban en aquella zanja nacida del accidente. Sin embargo, ninguna de las iniciativas logró ir más allá de la mera curiosidad.
El interés despertado a principios de siglo se fue disipando con el paso de los años y la Guerra Civil abrió un paréntesis de inactividad agravado, en los años 50’, por la conversión de la Trinchera del Ferrocarril en cantera. Pocos años después, en 1964, el profesor Francisco Jordá emprendió las primeras excavaciones en la Trinchera de Ferrocarril, labor que continuó en los años 70’ y 80’ Emiliano Aguirre, todo un referente en la crónica atapuerquense. Con Aguirre se sentaron las bases de la investigación en Atapuerca y con él echó a andar el primer proyecto.
La era dorada de Atapuerca llegó en los años 90’, cuando el equipo liderado por Juan Luis Arsuaga, Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro cogió el relevo de Emiliano Aguirre. El nuevo equipo elevó entonces los yacimientos de Atapuerca a categoría mundial. Siempre a golpe de descubrimiento.
La primera vez que los responsables de Atapuerca dejaron de ser anónimos fue en 1992. En aquel verano de buenos presagios – con los focos de medio mundo apuntando a las olimpiadas de Barcelona – una de las cuevas de Atapuerca, la Sima de los Huesos, devolvió un rompecabezas óseo que acabó dando forma a dos cráneos de aspecto arcaico. Para los científicos eran el “cráneo número 4” y el “cráneo número 5”; para el vulgo serían Miguelón, en homenaje al segundo tour de Miguel Indurain, y Agamenón. A partir de Miguelón pudo reconstruirse el cuerpo de un homínido (homo heidelbergensis) relativamente parecido a nosotros, de 300.000 años de antigüedad. El memorial de hallazgos de la Sima de la Huesos se completó en 1998 con Excalibur, un hacha de mano excepcional, en cuarcita, que representa el utillaje de los humanos que habitaron la sierra en el Paleolítico.
Atapuerca volvió a ser primicia en 1994, cuando un resto fósil en forma de pelvis masculina fue recuperado de las entrañas de la Sima de los Huesos en pleno verano. La bautizaron como Elvis, fósil pariente de Miguelón y Agamenón, que se sumó a la estrategia vulgarizadora de familiarizar los fósiles.
Otra de las joyas de Atapuerca es Gran Dolina, uno de los tres yacimientos revelados tras el fiasco ferroviario de Richard Preece. En total, veinte metros de rellenos sedimentarios del Pleistoceno (etapa geológica que acabó en el 10.000 antes de Cristo) que contienen claves paleontológicas esenciales para comprender la evolución humana. Su excavación dio comienzo en 1981 pero el día grabado con letras de oro en Gran Dolina es el 8 de julio de 1994, cuando vieron la luz restos humanos con 800.000 años de antigüedad en el bautizado como estrato Aurora: otro guiño a la complicidad divulgativa. El citado estrato se ha revelado como un verdadero filón. Miles de años se compactaron aquí hasta acumular cientos de herramientas de piedra, fósiles humanos y restos óseos de vertebrados, entre los que destacan los osos.
Tres años más tarde, tras una sesuda revisión de los restos extraidos del estrato Aurora, la especie humana contaba con un nuevo miembro en el árbol genealógico: el Homo Antececessor. Aquellos huesos bruñidos por la arena constituyen hoy uno de los reclamos de Atapuerca por lo que representan: el homínido europeo más antiguo que se conoce. Otros fósiles de interés se constatan también en la Sima del Elefante, donde en 2008 aparecieron restos de una especie todavía por definir, además de las herramientas de piedra más antiguas de toda la Sierra. Más de un millón de años les contemplan. Entre los hallazgos más recientes cabe citar uno que se remonta al año 2011, cuando una mandíbula salió al encuentro de los arqueólogos en el nivel 9 de la Sima del Elefante, todavía en proceso de estudio. Todo hace indicar que pertenece al género Homo Sapiens.
Las noticias sobre Atapuerca no cesan. La trascendencia de los hallazgos justifica la gran pirotecnia mediática que acompaña cada descubrimiento. Desde el 30 de noviembre del año 2000 Atapuerca es Patrimonio de la Humanidad, un galardón a la altura de su dimensión científica. Es, sin duda, la cuna de la prehistoria europea, todo un “parque temático” de la ciencia prehistórica sin parangón al otro lado de los Pirineos.

una revista arqueológica on-line, en ciernes

En tiempos de crisis el pesimismo se vuelve contagioso. Nadie se atreve a tomar iniciativas y cualquier tipo de aventura humanística con requerimientos económicos se presenta como una temeridad. Pero ese miedo paralizante, instalado en nosotros en momentos de zozobra como este que vivimos, deberá dar paso, en algún momento, al riesgo, al optimismo. De los contextos más depresivos han nacido siempre los proyectos más ambiciosos y esperanzadores. El último, una revista digital con la arqueología como leitmotiv. Otros países del llamado primer mundo ya ha emprendido la aventura. Se trata de crear un foro arqueológico que deje atrás los formatos conformistas y acartonados de otros tiempos. La propuesta es simple: llegar al gran público con noticias de impacto científico que han estado tradicionalmente recluidas en foros de especialistas. Si el patrimonio y la ciencia son de todos, también lo son las novedades y discusiones derivadas de ellas. La iniciativa a la que me refiero cuenta con el Instituto Arqueológico Alemán como padrino institucional, con empresas (españolas y alemanas) como sponsors, y con arqueólogos doctores y profesionales de los medios de comunicación como ejecutores del proyecto. En el punto de mira de esta revista digital figuran las novedades acontecidas en el seno del Instituto Arqueológico Alemán, que cuenta con «sucursales» en todo el mundo. Por ejemplo, las misiones arqueológicas germanas destacadas en países del mundo árabe, sometidos actualmente a conflictos y tensiones geopolíticas. Se atenderá también a asuntos arqueológicos acontecidos en España que trasciendan lo superficial, lo descriptivo. Uno de los principios que mueve este proyecto es la fe ciega en la arqueología como reclamo. El convencimiento de que al gran público le interesan los aconteceres de nuestros antepasados nos ha conducido hasta esta empresa pionera en España. Aunque el formato está aún por discutirse, el punto de convergencia del potencial lector ha de ser el de la ciencia divulgativa. El lenguaje utilizado estará al alcance de todos y se evitarán las visiones tendenciosas. No será esta una tribuna arqueológica en la que tengan cabidas las teorías delirantes o el esoterismo gratuito. Se puede ser escrupuloso con la ciencia sin necesidad de abrumar con tecnicismos. Ese es el reto: arqueología para todos desde el rigor. En breve, tendremos noticias.

Daniel Casado Rigalt

CURSUS HONORUM EN EL MUSEO ARQUEOLÓGICO NACIONAL: EL EJEMPLO DE JOSÉ RAMÓN MÉLIDA (1876-1930)

Daniel Casado Rigalt

Nadie mejor que José Ramón Mélida ejemplifica la trayectoria de una institución como el Museo Arqueológico Nacional. Mélida creció y se formó como conservador de forma paralela al desarrollo institucional del Museo, fundado sólo nueve años antes de que Mélida se incorporara a su plantilla, como ayudante, en 1876. Por este motivo, ha sido la figura elegida en este artículo como referencia para evaluar la trayectoria de la institución en sus primeros cincuenta años de vida: el Museo Arqueológico Nacional se fundó en 1867 tras decreto de Isabel II.

Mélida representa el nacimiento de un nuevo historiador-arqueólogo que cumplía funciones museísticas y que dotaba a la Nación de un cuerpo preparado y profesionalizado en el último cuarto del siglo XIX: el Cuerpo Facultativo de Bibliotecarios y Archiveros. Este Cuerpo se nutrió al principio de las primeras promociones de la Escuela Superior de Diplomática y nació para albergar funcionarios seleccionados entre los más capacitados ante la necesidad de una gestión más permanente, rigurosa, intensiva y disciplinada. Suponía un cambio de mentalidad, una modificación en los hábitos de trabajo y una independencia frente al poder político.

La etapa de formación de Mélida en el Museo Arqueológico Nacional constituye la base de su especialización como conservador y arqueólogo. Analicemos el contexto y el desarrollo de los acontecimientos con el Museo Arqueológico Nacional como escenario del estudio y con José Ramón Mélida como hilo conductor.

1.2Primera etapa de Mélida en el Museo Arqueológico Nacional (1876-1883). El catalogador y arqueólogo de gabinete

El primer contacto de Mélida con el Museo Arqueológico Nacional se produjo el 4 de febrero de 1876, con 19 años de edad. Una vez obtenido el título de la Escuela Superior de Diplomática, donde se formó entre 1873 y 1975, las aspiraciones de Mélida se centraron en el Museo Arqueológico Nacional. Transcurrieron siete meses entre su salida de la Escuela y su entrada en el Museo. El 4 de febrero de 1876 – con 19 años de edad – fue nombrado, a petición suya, “aspirante sin sueldo del Museo Arqueológico Nacional”, tras intentarlo en 1878 y 1880. Se le destinó a la sección primera del Museo, que comprendía las salas de Prehistoria y Edad Antigua y que por entonces dirigía su anterior maestro en la Escuela Superior de Diplomática, Juan de Dios de la Rada y Delgado. Había correspondido al primer director del Museo – Pedro Felipe Monlau i Roca – la organización en cuatro secciones: la consabida de Prehistoria y Edad Antigua; Edades Media y Moderna; Numismática y Dactilografía; y Etnografía. Puede considerarse este nombramiento como una continuidad en la relación profesor-alumno existente entre Mélida y Rada. En sus años (1873-1875) de formación, el arqueólogo almeriense debió de intuir en Mélida un futuro profesional y unas aptitudes aprovechables para llevar a cabo labores de catalogación y clasificación en el Museo. Por eso resulta comprensible que contara con él para desempeñar esta tarea. El cargo de director del Museo era ocupado desde hacía cuatro años por Antonio García Gutiérrez. El día 16 de febrero de 1876, Mélida pisó por primera vez el Museo Arqueológico Nacional como nuevo miembro.

A partir del nombramiento comenzó Mélida a entrar en contacto directo con piezas arqueológicas de primera mano. El Museo Arqueológico Nacional, en sus nueve años de vida, contaba ya con colecciones suficientes como para que hubiera trabajo por hacer en sus fondos, en los que Mélida participaría de manera activa. Su precedente y guía en esta institución fue Rada y Delgado. Valedor y maestro en sus años de formación, hacía apenas un año que había leído su discurso de entrada en la Real Academia de la Historia con el tema Las esculturas del Cerro de los Santos, en 1875, en lo que sería el preludio de una agria polémica, que perjudicaría a la imagen y prestigio del arqueólogo almeriense.

Por supuesto es ésta una temprana etapa de Mélida como “arqueólogo de gabinete”, alejado todavía del concepto de “arqueología de campo” y centrado en el arreglo y catalogación de los objetos arqueológicos contenidos en el Museo Arqueológico Nacional. Mélida estuvo en calidad de “aspirante sin sueldo” desde el año 1876 al 1881, en el edificio del ex Casino de la Reina, una antigua posesión real que fue la sede provisional del Museo hasta el año 1895. Su destino fue la sección primera, donde se conservaban las antigüedades prehistóricas, egipcias, orientales, clásicas y celtibéricas. Se ocupó primeramente, en unión del aspirante Nicolás González, en confrontar todas las papeletas del catálogo, todavía inédito, con los objetos descritos en la sección y formando luego un catálogo de todos los objetos que no estaban aún clasificados. Entre las colecciones que tuvo la ocasión de catalogar estaban las de José Ignacio Miró, Tomás de Asensi y Juan Víctor Abargues de Sostén, viajero español que recorrió África oriental en la década de los 1880, y en cuyos viajes – sobre todo los que le llevaron hasta Egipto – debió de adquirir las piezas que posteriormente catalogó Mélida; y a sus manos llegaron también piezas recuperadas de Osuna entre los años 1871 y 1876. Antes que Mélida, habían trabajado en esta sección con Rada y Delgado como jefe de sección: Fernando Fulgosio Carasa, José María Escudero de la Peña, Antonio Rodríguez Villa, Joaquín Salas Dóriga y Ángel de Gorostizaga. Este último habría de encontrarse con Mélida para hacerse cargo de los objetos que constituían el Museo Ultramarino en una comisión de 1884.

El arqueólogo madrileño debió de percibir la necesidad de crear modelos de investigación y, por extensión, de catalogación nada más entrar en contacto con las descontextualizadas piezas del Museo Arqueológico Nacional. Esta labor no había sido acometida hasta entonces en España y su incorporación a la plantilla del Museo Arqueológico Nacional, en calidad de “aspirante sin sueldo”, le iba a brindar la ocasión de participar en esta iniciativa. Años después, en 1906, el propio Fidel Fita reconocería en su contestación al discurso de entrada en la Real Academia de la Historia «el celo que demostró en clasificar y catalogar los numerosísimos objetos (…) que disciernen el paulatino progreso histórico de la primitiva humanidad». Hasta entonces, los funcionarios adscritos al Museo se habían centrado principalmente en aumentar sus fondos. Gracias a la labor de las Comisiones Provinciales de Monumentos y a las donaciones efectuadas, este centro había conseguido ampliar las exiguas colecciones fundacionales con las que se inauguró en agosto de 1871. Con Mélida, un nuevo criterio de clasificación y catalogación se iba imponiendo al concepto “acumulativo” de guardar piezas arqueológicas. Fue, en cierto modo, un guiño a los nuevos tiempos y una proyección del espíritu positivista en la Arqueología, al tiempo que se superaba la concepción de una Arqueología con fines exclusivamente estético-artísticos. La contemplación y el afán coleccionista fueron dejando paso a la investigación y a la necesidad de ampliar métodos, en un intento de superar las limitaciones tradicionales que oprimían el desarrollo natural del conocimiento histórico: “como es sabido, todo conocimiento racional, comienza con la clasificación y descripción de los fenómenos objeto de análisis”

El Positivismo proponía el empleo de la Razón, pero no una Razón ilustrada sino positiva, con impulso de la cultura científica. Es innegable que para mentalizarse en la puesta en marcha de esta nueva vía de hacer Historia y Arqueología, se produjo una previa asimilación e importación de ideas científicas y modelos académicos gestados en el resto de Europa. Una de las corrientes filosófico-culturales que mayor peso tuvo fue el historicismo que fomentaba el desarrollo de una nueva conciencia histórica, una corriente de pensamiento que reconocía el supremo valor de la Historia como componente fundamental de la Naturaleza y del sujeto humano. El historicismo de Dilthey, como el Positivismo de Comte, surgió para intentar reconducir a una sociedad desorientada por la herencia de los ideales revolucionarios y el imparable avance tecnológico del siglo XIX. En el último tercio del siglo XIX, la visión artístico-arqueológica winckelmanniana había entrado en crisis y el historicismo se imponía gradualmente como alternativa más válida, mientras la noción de método histórico comenzaba a conocerse. Según los principios del historicismo toda actividad artística se encuadraba dentro del proceso histórico de la época a la que pertenecía, lo que explicaba el protagonismo que adquirieron los “catálogos” y los sistemas de clasificación de piezas. En cierto modo, coincidía esta visión con el concepto de dinamismo y superación que Mélida pretendía proyectar sobre la Arqueología y el Arte. Incluso en su homenaje póstumo de 1934, se reconoció su diligencia en esta faceta: «José Ramón Mélida concibió siempre la Arqueología como algo vivo y eterno, como lo es el Arte; no como cosa muerta, rotulada y fichada fríamente».

José Ramón Mélida ingresó como ayudante de tercer grado en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios el 21 abril de 1881. A sus veinticuatro años conseguía formar parte de la auténtica plataforma institucional en que se había convertido el citado Cuerpo, único grupo de entre los eruditos con un cierto grado de homogeneidad socio-profesional e intelectual, hasta prácticamente finales de siglo. Además contaba con la “Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos”, inspirada en la “Revue Historique” francesa, como principal órgano de expresión. La mayor parte de los miembros del Cuerpo habían sido alumnos de la Escuela Superior de Diplomática, quienes una vez completados los tres cursos eran destinados a los diferentes archivos dependientes del Estado. Pertenecer a este Cuerpo suponía para Mélida un punto de inflexión en su trayectoria profesional. Desde su fundación en 1858, este Cuerpo Facultativo aglutinaba de manera oficial a los mejor dotados para servir, con sus conocimientos técnicos, al Estado. La elección de Mélida confirmaba su consagración como futuro funcionario y su inclusión en un foro formado por profesores y ex alumnos de la Escuela Superior de Diplomática.

Ya en el año 1882 apareció la primera obra de catalogación de Mélida, titulada Sobre los vasos griegos, etruscos e italo-griegos del Museo Arqueológico Nacional, inspirada en una obra de Eduardo Hinojosa publicada en el “Museo Español de Antigüedades” en 1878, y que llevaba por título Gran vaso polícromo italo–griego de la colección que posee el Museo Arqueológico Nacional. Mélida sentía la necesidad de aportar nuevos estudios y conocimientos en un campo tan poco estudiado en España como el de la cerámica griega y atendiendo a esta deficiencia, publicó este primer catálogo, de 48 páginas, que sería ampliado y mejorado por Álvarez-Ossorio en 1910. Trataba de marcar una nueva línea de estudio y de aplicar nuevos métodos acordes con las investigaciones gestadas en Europa para lo cual hubo de referenciar su obra en publicaciones extranjeras.

Las citas de obras foráneas revelan que José Ramón Mélida apoyó la documentación de este trabajo en una exigua relación de obras. Básicamente se nutrió de ceramógrafos franceses, entre los que hizo constante referencia a las siguientes obras: Manuel d’archèologie grecque, obra de Collignon publicada en París en 1881; Les vases peints, publicada en “Gazzette des Beaux Arts” por J. de Witte en 1862; Peintures ceramiques de la Grece propre, publicada en París por Dumont en 1884; Histoire de la céramique, publicada en 1867 por Jaquemart; De la poterie antique, publicada en “Annali dell’Instituto di correspondenza archeologica” por Luynes en 1832; Cities and Cemeteries of Etruria, por Dennis en 1878; y Description des antiquités composant la collection de feu M. A. Raifé, publicada en 1867 en París por Lenormant. Una vez más, mostraba sus tendencias francófilas y su vinculación con la corriente positivista francesa para dejar casi al margen a los grandes ceramógrafos alemanes de entonces.

Durante estos años la elección y creación de los distintos sistemas de catalogación estaban reservados a arqueólogos franceses, alemanes e ingleses, hecho que explica el autodidactismo al que se vio forzado Mélida. Ante la ausencia casi total de publicaciones españolas en materia de catalogación ceramográfica, tuvo que aplicarse en la lectura, revisión y puesta al día de catálogos confeccionados por otros colegas foráneos. Además, en sus años de formación en la Escuela Superior de Diplomática no tuvo la oportunidad de clasificar y catalogar materiales ya que las asignaturas concebían el estudio de los contenidos en un plano absolutamente teórico.

El reclamo de la importancia de la cerámica era una prueba más del reflejo del Positivismo y su incorporación al mundo de la Arqueología. Como pensamiento afirmativo y organizador, la corriente positivista proyectaba sus planteamientos racionalistas en los catálogos que trataban de ordenar las colecciones para su estudio e interpretación como documentos históricos reveladores de información arqueológico-histórica. La unificación de criterios y el consenso científico de valoraciones – cronológica, artística, tipológica, etc – tuvo en los catálogos la más exitosa fórmula de clasificar el material arqueológico y asignarle una ordenación según los criterios previamente establecidos. Esta óptica que pone a la Arqueología al servicio de una serie de principios científicos requiere de un largo trayecto de observaciones rigurosas y estudios pacientes. Un contemporáneo de Mélida, el francés Jules Martha, llegó a comparar la Arqueología con las ciencias físicas y naturales. Y en una lección pronunciada el 5 de diciembre de 1879 en la apertura del curso de antigüedades griegas y latinas de la Facultad de Letras de Montpellier, se expresó en estos términos: «observa los hechos; un conjunto de hechos le lleva a entrever una ley; la comparación de leyes concretas le conduce a la comparación de leyes generales, y la teoría a la que llega no es sino la conclusión matemática, por decirlo de algún modo, de las afirmaciones comprobadas».

Con los Corpora y los Monumenta como antecedentes, la publicación de catálogos sirvió de enlace científico entre países y facilitó el acceso a colecciones de museos extranjeros. Además, todos estos factores quedaron reforzados por las grandes excavaciones emprendidas en el último cuarto del siglo XIX. Éstas proporcionaron un caudal de material arqueológico de primera mano que vino acompañado por ingentes cantidades de cerámica. En un principio, la orientación artístico-esteticista de los primeros arqueólogos les llevaron a obviar un tipo de material, la cerámica, que aparecía pobre a los ojos de aquellos arqueólogos cuya única aspiración era la de emparentar las piezas con su vertiente artística. Con Petrie, la cerámica cobraba una importancia que trascendía el ámbito formal y pasaba a articular la documentación esencial de las sociedades del pasado, por ser éste un material de uso cotidiano y revelador de mucha información útil para la Arqueología. Antes de Petrie, los alemanes Eduard Gerhard y Otto Jahn habían establecido los criterios necesarios para el estudio de la cerámica a mediados del XIX. Incluso, un discípulo de Gerhard, el austríaco Alexander Conze, bautizaría a la cerámica como auténticos «fósiles directores» cronológicos. Sirva como dato que mientras los trabajos anteriores a 1870 presentaban una clasificación establecida sobre el análisis de imágenes y su distribución según los temas mitológicos, los catálogos elaborados a partir de esa fecha se basaron en el examen de los procedimientos de fabricación de las vasijas en función del estudio de sus formas y ornamentos.

Es evidente, a tenor de la bibliografía manejada, la vinculación de Mélida a los estudios cerámicos a través de la corriente positivista francesa, así como su predisposición y receptividad ante los avances y aportaciones gestadas entre sus colegas galos.

1.3Segunda etapa de Mélida en el Museo Arqueológico Nacional (1884-1901). El conservador, ceramógrafo y museólogo

Fue 1884 un año repleto de progresos en la carrera arqueológica de Mélida – que tenía entonces 28 años – tanto a nivel nacional como internacional. En el ámbito nacional, dos hechos decisivos apuntalaron su ascenso profesional. Por una parte, fue designado jefe de la sección primera del Museo Arqueológico Nacional, “en venturosa camaradería con Fernando Díez de Tejada y con Francisco Álvarez-Ossorio”; y por otra, una Real Orden1 del 13 de octubre de 1884, le nombró ayudante de segundo grado del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, con un sueldo anual de dos mil pesetas. Sin duda, dos cargos ya de cierto renombre, con los que consiguió ver reconocida su labor y el prestigio necesario para hacer valer sus aptitudes histórico-arqueológicas. En cuanto a la remuneración económica, se trataba de una modesta suma. Este hecho despertó las quejas de los facultativos conservadores, que se veían además desprotegidos corporativamente.

Una de las tareas que forjó la faceta de conservador de Mélida fue la participación en comisiones que tenían como fin la gestión museológica. El 9 de julio de 1884, Mélida fue comisionado por Real Orden, en unión de Juan de Dios de Rada y Delgado y Ángel de Gorostizaga, para hacerse cargo de los objetos que constituían el Museo Ultramarino. Tenían como fin repartir las piezas que juzgasen adecuadas entre establecimientos dependientes del Ministerio de Fomento, entonces dirigido por Alejandro Pidal Mon.

Ocupaba el puesto de director del Museo Arqueológico Nacional Francisco Bermúdez de Sotomayor cuando Mélida se hizo cargo de la sección primera, dedicada a Prehistoria y Edad Antigua. Desde su puesto de jefe contribuyó a que el reducido local que ocupaba la sección en la planta baja del pequeño palacio del Casino de la Reina junto a la Ronda de Embajadores fuese ampliado con un pabellón, lo que permitió establecer una exposición ordenada de las colecciones. Hasta tal punto fue acertado el criterio museológico aplicado por Mélida, fruto posiblemente de su provechosa visita a los museos parisinos en 1883, que la ordenación cronológica y metodológica propuesta por él para esta sección, sería respetada diez años después, cuando el Museo fue trasladado a su ubicación definitiva y actual. Se ocupó, en unión de sus compañeros, de inventariar y clasificar los 3.092 objetos que comprendía la sección y que fueron debidamente expuestos en un catálogo. Las piezas referidas pertenecieron a distintas colecciones cedidas por ilustres familias españolas. Entre ellas, la colección donada por Miró, 267 piezas; colección Asensi, 463; colección Abargues, 17; colección Rodríguez, 194; y colección procedente de las excavaciones practicadas en Osuna en 1876, 110 piezas. De una colección procedente de Palencia se contabilizan 570 piezas, mientras que de distintas procedencias el catálogo incluía 380 objetos.

La labor recopilatoria de piezas emprendida por Mélida al frente de la sección de Prehistoria y Edad Antigua facilitó la adquisición de piezas halladas en provincias. Gracias a una documentación adquirida por el Museo Arqueológico Nacional, tenemos noticia de una figurita con forma de cabeza, cedida por su amigo Celestino Brañanova, natural de Oviedo, en 1884. La pieza en cuestión, definida en su momento como fenicia, había sido localizada en una aldea próxima a la localidad asturiana de Cangas de Tineo por el militar José Colubi en 1878.

Otro de los motivos que convirtieron 1884 en un año clave en el ascenso profesional de Mélida fue la publicación de Sobre las esculturas de barro cocido, griegas, etruscas y romanas del Museo Arqueológico Nacional que el autor dedicó a la biblioteca del Museo. La citada obra pretendía completar la serie de cerámicas artísticas antiguas que contenía el Museo Arqueológico Nacional, y que Mélida ya inició en 1882. Afirmaba que el Museo poseía 4.100 esculturas de barro, de las cuales el 80 por ciento procedían de un hallazgo efectuado en Calvi (Cales romana) en la Campania italiana. Y no dudó en asignar a los griegos toda la originalidad en este tipo de alfarería, así como en los vasos pintados, de los que tomaron sus modelos tanto etruscos como romanos.

Desde que el catálogo entró en el circuito editorial, Mélida tomó conciencia de lo esencial que era su divulgación y distribución por instituciones y organismos públicos. Buena muestra de este hecho es un borrador en el que se dirigió al Excelentísimo Señor Víctor Balaguer, Ministro de Ultramar, exponiéndole “que siendo autor y editor de dos folletos científicos titulados “Sobre los vasos griegos, etruscos e italo-griegos” y “sobre las esculturas de barro cocido griegas, etruscas y romanas del Museo Arqueológico Nacional”, que vienen a ser complemento una de otro (…) desea que por ese ministerio del digno cargo de usted se le adquieran ejemplares de dichos folletos con destino a las bibliotecas públicas de Ultramar”. No se conformaba Mélida con que su “clientela literaria” quedara reducida al público iniciado. Aspiraba a que todos leyeran sus publicaciones, y quién mejor que los ciudadanos españoles de las colonias de ultramar para engrosar la lista de lectores potenciales.

La supuesta inferioridad artística de las esculturas de barro respecto a los vasos pintados, provocaron una salida en defensa de aquellas por parte de Mélida. Defendió su importancia como documentos históricos y apeló al espíritu empírico que dominaba el panorama científico de esos años para reclamar el protagonismo de la olvidada vida cotidiana de los pueblos antiguos, representada en objetos como las pequeñas esculturas de barro del Museo Arqueológico Nacional. Describió estas figuras como de un “arte menudo, necesariamente naturalista, bonito y simpático, en contraposición del gran arte, severo, grandioso y sobrio de detalles” (Mélida, 1884a:6).

La segunda parte de la obra abordaba la clasificación de las esculturas atendiendo a su civilización de procedencia. Primero hizo referencia a las esculturas griegas, aportadas en su totalidad por el difunto diplomático señor Asensi y el viaje científico realizado a Oriente por Rada y Delgado, quien ocupaba entonces el cargo de jefe de la sección primera del Museo Arqueológico Nacional, en la fragata Arapiles. Muchas fueron recogidas de la necrópolis de Cirene, ciudad en la zona este de la actual Libia fundada por los dorios en el siglo VII antes de Cristo, y entre ellas abundaban las imágenes de Cibeles y Atalanta.

El segundo grupo comprendía las esculturas etruscas, de las que el Museo Arqueológico Nacional tan sólo poseía una muestra. Se trataba de una urna cineraria de barro de planta rectangular con la tapa decorada por una estatua yacente de mujer. El profesor Julius Martha la clasificó dentro del arte etrusco-helenizado.

Esculturas italo-griegas y romanas conformaban el tercer grupo. De entre ellas cabe destacar las figuras y fragmentos que Rada y Delgado trajo de las catacumbas cristianas de Siracusa tras su viaje a bordo de la fragata Arapiles. De Calvi (Campania italiana) procedían nada menos que 500 de estas esculturas de ejecución descuidada, lo que demostraba que “estos objetos eran productos de pacotilla”. La colección italo-griega la completaban cabecitas de humanos, que Rada calificó de exvotos paganos.

A modo de balance, no dudó Mélida en alabar la escrupulosidad con que habían sido indicadas las procedencias de las esculturas en el catálogo, así como la apreciable colección que poseía el Museo. Y todo ello, decía, a pesar de que “España vive muy alejada del gran comercio de antigüedades”. Su grado de implicación con el Museo y con el patrimonio museístico nacional le llevaron a denunciar el estado de necesidad en el que vivía el Arqueológico Nacional y la urgencia de acometer reformas en sus instalaciones: «Los pabellones que constituyen el Museo Arqueológico Nacional están en mal estado, y necesitan frecuentes reparaciones (…) después de haber deliberado conmigo mismo, tracé «in mente» un proyecto que no quiero dejar en el olvido, y por eso lo saco a luz y lo estampo con letras de molde sin más objeto que el de proporcionar grata distracción a algún lector amante de la Arqueología y de la Historia del Arte (…) la base del proyecto es concluir de una vez y en breve plazo el palacio de Biblioteca y Museos Nacionales, con arreglo a los planos del arquitecto Álvaro Rosell». Mélida mostró sus conocimientos de conservador con las propuestas expositivas, en las que tenía en cuenta criterios de iluminación, distribución de espacios, colocación de vitrinas y prioridades de piezas: «las cuatro galerías recibirán luz por grandes ventanas corridas, abiertas a tres metros del suelo, con el fin de que por bajo corran las estanterías donde deberán exponerse los objetos pequeños, ocupando el centro los que por sus dimensiones o su índole no necesiten resguardarse con cristales”. Sus propuestas se revelaban como un ambicioso proyecto en el que barajó la opción de incorporar la colección de tapices y la Real Armería, sin local entonces, al espacio ocupado por el Ministerio de Fomento, en el palacio de Recoletos. El Museo podría llamarse, a propuesta de Mélida, «Museo Alfonso XII». Pero sus deseos contrastaban con la realidad, como reconoció él mismo resignado: «todo esto son ilusiones, y Dios sabe hasta cuándo lo seguirán siendo». En todas estas reflexiones y propuestas de naturaleza arquitectónica debió de haberse producido una transmisión de conocimientos por parte de su hermano Arturo, familiarizado con los espacios del Paseo de Recoletos, donde aún se levanta su monumento a Colón.

Poco a poco Mélida iba involucrándose cada vez más en las actividades museológicas del Museo Arqueológico Nacional. El año 1887 comenzó con una mala noticia: el robo de once estatuitas romanas de bronce del Museo Arqueológico Nacional. Consumado el hecho, el entonces jefe de la sección de Protohistoria y Edad Antigua del Museo puso todo su empeño en recuperar las piezas sustraídas. Para ello recurrió a “La Ilustración Española y Americana”, que desde ese momento colaboró con la publicación de los grabados y las descripciones con el objeto de que la colaboración ciudadana pudiera subsanar el robo. Esta revista ilustrada ya había colaborado en la recuperación del “San Antonio” de Sevilla y el tapiz de Palacio tiempo atrás. Mélida se hacía cargo de su doble obligación, la divulgativa y la científica: “Tuve propósito de haber hecho dos trabajos referentes a los bronces robados del Museo: uno meramente descriptivo y breve para cualquier periódico diario de gran circulación y otro extenso y un poco más científico para La Ilustración. Causas ajenas a mi voluntad y a mis buenos deseos me decidieron a no escribir más que estas líneas. Pero (…) La Ilustración y yo autorizamos, desde luego, para reproducirle, como también a los periódicos extranjeros que quieran insertar una traducción de él”. Aprovechaba así la ocasión que le brindaba la revista para describir los bronces robados, explicar las generalidades de esta industria y salir al paso de lo que él consideraba errores. Acerca de la figura de bronce de Teseo decía que “alguien ha dicho que esta figura era moderna, sin embargo, puede compararse con un bronce griego del siglo IV antes de Cristo hallado en Tarento. La trajo a España Carlos III y quizás procede de Herculano”. A una figurita de niño alado, un Ceres, un Hércules y un Camilo, Mélida les asignó la misma procedencia napolitana.

Mélida encaró el final de 1887 con una nueva aspiración: conseguir una de las cinco plazas de oficial de Tercer Grado en la convocatoria anunciada por la gaceta oficial del 26 de diciembre. En una carta dirigida al señor director general de Instrucción Pública el 22 de enero de 1888, Mélida, en su calidad de ayudante del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, se consideraba merecedor de la plaza y “suplica se digne darle por presentado al concurso y al efecto remita a la junta consultativa el expediente”. Ignoro cuales fueron los criterios de elección para conceder las cinco plazas, pero parece que no se trataría de una oposición en toda regla sino de un ascenso similar a una promoción interna. Según el artículo 41 del reglamento, la posición de Mélida para merecer la plaza sería muy favorable por cumplir los requisitos del citado reglamento: “haber escrito libros y artículos sobre diversos puntos de Arqueología; haber probado inteligencia, asiduidad y celo en el desempeño de su cargo, clasificando y catalogando objetos antiguos en el Museo Arqueológico Nacional; tener adelantados los catálogos e inventarios de la Sección de que es jefe en dicho centro; haber desempeñado comisiones del servicio en Madrid y en el extranjero, de las cuales una la desempeñó en París, a petición suya, gratuitamente y otra en Lisboa; ser autor de varias obras literarias y pertenecer al Instituto Arqueológico de Berlín”.

Debió de existir cierta complicidad entre Mélida y Castellanos de Losada, tal y como se desprende de las palabras de éste. Intercedió por él para que pudiera beneficiarse de una de las cinco plazas aprovechando su puesto de director del Museo Arqueológico Nacional y su privilegiada posición entre el funcionariado. Castellanos representaba la institucionalización de la erudición histórico–arqueológica y su intento de ligar la Arqueología a las instituciones docentes mediado el siglo XIX, desde sus intentos por promover el progreso de las ciencias arqueológicas en España. Así lo reconocería el propio Mélida en 1895 cuando reconoció la aportación de Castellanos a la arqueología decimonónica, y a haber sido el primero en difundir los conocimientos arqueológicos en España. La relación entre ambos fue de mutua admiración y no tardó Castellanos en adivinar un futuro prometedor en la carrera de Mélida, como así sería.

Mélida complementó su labor funcionarial con una labor de difusión que le convertía en un divulgador excepcional. Desde el momento en el que las distintas publicaciones le brindaron la oportunidad de dar a conocer eventos de tipo cultural, no dudó en hacerlo y aprovechó para exponer sus conceptos sobre museología. Un buen ejemplo son los artículos que publicó en “La Ilustración Española y Americana” sobre las artes retrospectivas de la Exposición Universal de Barcelona, celebrada en 1888 y para la que había reservada una sala. Reconocía que “estas exposiciones de antigüedades no revisten la importancia de las de antigüedades americanas o prehistóricas, celebradas con ocasión de los congresos científicos (…) en estos se discuten los trascendentales problemas que los objetos expuestos ofrecen a los sabios. Las antigüedades en las exposiciones universales rara vez llegan a formar colecciones ordenadas sistemáticamente, sirviendo sólo para que los inteligentes puedan ver y estudiar algunas piezas curiosas o raras”, y lo que era más triste, según Mélida, “para que los comerciantes de antigüedades realicen algún negocio”. No obstante, puso de relieve dos hechos en esta exposición: la afición que había a la Arqueología en Cataluña y la actitud participativa del clero con la cesión de un alto número de joyas artísticas, a pesar de la contraria disposición del obispo de Tarragona. Justificaba, además, al gran ausente de la Exposición, el Museo Arqueológico Nacional, alegando riesgos en el traslado de las piezas: “no pudiéndose orillar de un modo satisfactorio las formalidades que exigía el envío de las valiosas piezas escogidas al efecto”. Se trataba, evidentemente, de una disculpa más forzada que sincera dada su pertenencia a la institución. Se detecta en su afirmación un cierto tono de reproche por la ausencia del Museo Arqueológico Nacional, al que Mélida debió de considerar como asistente ineludible de primera categoría en este tipo de eventos.

Con motivo de la exposición y de la publicación de los citados artículos, el arqueólogo gerundense Enrique Claudio Girbal salió al paso de los planteamientos difundidos por Mélida y, bajo el título de La estatua de Carlomagno, el códice del Apocalipsis y el tapiz del génesis de la catedral de Gerona, arremetió contra el arqueólogo madrileño. Debió de sentir Mélida la necesidad de responderle, y así lo hizo. Desde las páginas de “La Ilustración Española y Americana” aprovechó para aclarar sus hipótesis y para defender sus criterios históricos en su Crítica arqueológica y artística. Sus palabras no iban tan encaminadas a la respuesta personal a Girbal sino a despojar de leyendas y falsas atribuciones aquellas piezas o monumentos que habían estado vinculados erróneamente a personajes célebres, sin ser tales sus poseedores:

“la Iglesia es cierto que ha procedido siempre con mucho pulso y delicadeza en todo lo referente al culto, pero con muy poco ciudado en lo referente a las tradiciones de los tesoros artísticos que guarda. Ahí está para hacer bueno nuestro aserto el pendón de las Navas, que ni fue pendón, ni árabe-español, ni pudo estar en las Navas, además de otra infinidad de falsas atribuciones que hay en nuestras iglesias (…) Ha habido un tiempo en que predominaba el afán de las atribuciones históricas, hasta el punto de que no se comprendía que tuviese valor un objeto antiguo si no se decía que había pertenecido o que representaba a algún personaje célebre. En nuestra armería real, hasta hace poco, se enseñaban el casco de Aníbal, la silla del Cid, la armadura de Isabel la Católica, etc.; errores hoy, por fortuna, desvanecidos”.

Sus palabras volvían a reflejar la “cruzada” emprendida por Mélida para imponer las valoraciones históricas de una manera rigurosa y científica, sin tener en cuenta la leyenda y el mito sino la verdad histórica. Detrás de estos objetos ligados a grandes personajes de la hispanidad, se escondía una intencionalidad nacionalista dirigía a la exaltación de los gloriosos episodios del pasado. Le afectaron los aires de nacionalismo liberal que había dejado de contar con el recurso a viejas prerrogativas como la tradición, el principio dinástico o la religión. La Iglesia se convirtió en esta ocasión en blanco de sus críticas, por ser depositaria y responsable de gran parte de los tesoros artísticos nacionales. Si en los artículos escritos con motivo de la exposición de artes retrospectivas puso en evidencia al obispo de Tarragona por su falta de colaboración en la cesión de piezas, ahora reprochó la actitud ultraconservadora de aquellos que rehuían la explicación científica, coherente y contrastada recurriendo a los mitos históricos.

A pesar de su ausencia en la Exposición Universal de Barcelona, El Museo Arqueológico Nacional seguía siendo la máxima institución museística. Después de veinte años de recorrido, cambió su ubicación en 1895 a su emplazamiento definitivo, en el Paseo de Recoletos. En este traslado colaboraron un grupo de funcionarios entre los que se encontraba Álvarez-Ossorio, futuro sucesor de Mélida como director del Museo Arqueológico Nacional. Mélida confiaba en que comenzara “ahora a vivir, pues la vida que ha llevado sobre todo en sus primeros años en el Viejo Casino de la Reina – a la sazón, edificio en el que permaneció Mélida durante sus 10 primeros años en el Museo Arqueológico Nacional, que había sido inaugurado en julio de 1871 -, en los confines de la calle y del Barrio de Embajadores, por muchos motivos puede considerarse como su período de gestación”. Lamentó el abandono que había sufrido la institución y, sobre todo, el escaso interés que había despertado entre el público nacional: “Los extranjeros, los forasteros, que por las guías tenían noticia de la existencia del Museo, han sido durante mucho tiempo casi los únicos visitantes que se veían en aquellas desiertas salas”. Incluso, recordaba el entorno del antiguo Museo Arqueológico Nacional, como rodeado por una atmósfera hostil que no invitaba precisamente a acercarse hasta sus salas: “chiquillos harapientos, chulas de la fábrica de tabacos, etiópicos gitanos y algunos vándalos (…) había que atravesar aquel peligroso «Madrid prehistórico» para llegar al Museo Arqueológico (…) el Casino de la Reina era su «claustro materno”. Del pasado más negro, rememoraba Mélida la intentona de incendio de que fue víctima el Casino de la Reina en los días que estalló la Gloriosa en septiembre de 1868. Calificó a los asaltantes como “una turba de flamantes reformadores de lo existente, que «acalorados» por el grito de «abajo los Borbones», sin mirar que aquello no era ya Casino de la Reina, rociaron con aguarrás la fachada del Museo y la prendieron fuego. El conserje pudo cortar el incendio y la intentona, convenciendo a los asaltantes de que aquello no era ya de la Reina”. También se hizo eco Mélida del atentado sobre la persona de José Amador de los Ríos, cuya adhesión a las ideas de los caídos en 1868 le puso más de una vez en grave trance de muerte, hasta obligarle a refugiarse en el Ministerio de Fomento y luego a dimitir de su cargo de director. Según Mélida, el Casino de la Reina se encontraba en una zona urbana afín a la causa liberal, como demostraba el hecho de que había sido nombrado Ventura Ruiz Aguilera como sustituto de Amador de los Ríos, cuya significación liberal debió de contribuir a templar la naciente hostilidad de las gentes del barrio al Museo. Las nuevas instalaciones habilitadas en 1895, a pesar de lo positivo del cambio, habían sido concebidas con un criterio algo caduco para lo que se estilaba entonces en otros países del continente. Hasta 1933 no estuvo el Museo a la altura de sus homónimos europeos.

Ciertamente la “Septembrina” causó inestabilidad y agitaciones para la vida del Museo Arqueológico Nacional. No obstante, los conventos sobre los que “la Gloriosa” extendió sus acciones revolucionarias y los viajes realizados por varios individuos del Museo, comisionados para adquirir objetos antiguos, fomentaron extraordinariamente el caudal museístico de la institución, como reconoció el propio Mélida.

Mélida echaba de menos una sistematización de los vasos del Museo madrileño al nivel del catálogo de los vasos del Louvre. Como ceramógrafo tenía muy en cuenta la labor desempeñada por Edmund Pottier, conservador de la sección de cerámica del Louvre y formado en la Escuela Francesa de Atenas y referente para el arqueólogo madrileño en materia ceramográfica, como muestran algunas misivas intercambiadas entre ambos. De Pottier era el catálogo de los vasos del museo parisino, en cuyo recuento estadístico denunciaba Mélida que “para nada figuran las colecciones de Madrid”. Reconocía Mélida con resignación que los libros españoles apenas gozaban de circulación entre los países europeos. Una queja subliminal que trataba de servir como estímulo a la ciencia española, a la que Mélida trató de “europeizar” al más puro estilo unamuniano. En cierto modo, participó de esa corriente inconformista y aperturista que proponían los hombres de la generación del 98. Enlazaba Mélida con la mentalidad de estos hombres, resumida en tres puntos: amor, descubrimiento y crítica de España. Todos los intentos de cambio y mejora que proyectaron los intelectuales noventayochistas (como Ortega, Unamuno o Joaquín Costa) en la sociedad española de estos años, la trasladó Mélida al campo de las artes y la Arqueología. Se convirtió así en uno de los abanderados del movimiento regeneracionista cultural en el campo de las ciencias. En palabras de Fernando Wulff, «el 98 no lo es todo, pero es el marco en el que se inicia el replanteamiento historiográfico». El Regeneracionismo, en su concepto global, implicaba una vertebración económica, ascensión de nuevas capas medias, avance de la democracia, activación del desarrollo científico-tecnológico y mejora del sistema educativo.

En los trece años que transcurrieron entre 1884 y 1897, Mélida se consolidó en el Museo Arqueológico Nacional y acumuló un buen número de experiencias museísticas. Su participación en labores de catalogación; sus comisiones en certámenes y exposiciones coloniales; y su aplicación de criterios expositivos en el Museo Arqueológico Nacional hicieron de él un técnico consagrado. Entró con 24 años en el Museo y con 40 acumulaba ya una considerable experiencia. Esta etapa de su vida significó para él la asimilación de aquellos conceptos adquiridos en los centros en los que forjó su formación: Escuela Superior de Diplomática, Institución Libre de Enseñanza y Museo Arqueológico Nacional. Toda su producción tanto literaria como museológica se inscribía dentro del proceso de “nacionalización” del Patrimonio Nacional. Mélida percibió en los Museos no sólo una función de custodia y exposición de objetos sino el lugar destinado a despertar las inquietudes culturales del gran público, para así recuperar la memoria colectiva contenida en la cultura material del pasado.

1.4 Tercera etapa de Mélida en el Museo Arqueológico Nacional (1916-1930). El director

Uno de los momentos más relevantes en la trayectoria profesional de Mélida fue su nombramiento como director del Museo Arqueológico Nacional, institución creada en 1867 e inaugurada en su nueva y actual sede en 1895. Su cargo de director coincidía entonces con el de Anticuario de la Real Academia de la Historia, un hecho que nos obliga a recordar la colaboración institucional en ciertas iniciativas en las que compartían intereses comunes. El desempeño del cargo de director del Museo por algunos Anticuarios de la Academia que aspiraban a formar en el Museo un “gran lapidario” hispánico hizo que a partir de 1907, siendo Fita Anticuario, se depositaran en él las piezas más voluminosas. Desde las primeras comisiones decimonónicas, el Museo había ido acrecentando su caudal de materiales de forma progresiva hasta el nuevo impulso que Mélida le imprimió a su política de adquisiciones y donaciones.

El día 8 de marzo de 1916, Mélida dejó de prestar servicio en el Museo de Reproducciones Artísticas, después de quince años ejerciendo el cargo, para dirigir la máxima institución museística nacional en el ámbito arqueológico. Un día más tarde se reunieron en el despacho de la dirección del Museo Arqueológico Nacional todos los empleados facultativos de entonces: Manuel Pérez Villamil, Francisco Álvarez-Ossorio, Narciso Sentenach, Ignacio Olavide, Ignacio Calvo, Alfonso Amador de los Ríos y Ramón Revilla, con el objeto de recibir al nuevo director. Mélida entraba a sustituir al entonces director interino Manuel Pérez Villamil quien – a su vez – sustituía en el cargo a Rodrigo Amador de los Ríos. Los empleados facultativos antes citados confiaban en el «impulso que ha de dar a la empresa de catalogación del Museo ajustada a las necesidades de la enseñanza moderna y publicar los catálogos», teniendo en cuenta su conocimiento de la institución tras los cuarenta años – se cumplieron el día 16 de febrero de 1916, si bien el nombramiento oficial había sido el día 4 de febrero – que Mélida había trabajado en el Museo. Había ingresado como aspirante sin sueldo de la sección primera en 1876. La designación de Mélida como nuevo director fue acogida positivamente incluso en otras provincias como Soria, donde llevaba ya 10 años excavando Numancia, y Gerona.

El nombramiento de Mélida en la institución museológica de mayor importancia nacional en el campo de la Arqueología le situaba en una posición dominante desde el punto de vista laboral. Su labor como arqueólogo había descrito la trayectoria que el escalafón funcionarial dictaba entonces, ciñéndose al cursus más o menos oficial. En virtud de estas valoraciones y atendiendo a criterios objetivos, Mélida ha sido considerado como un institucionista. El caso es que fue nombrado director y detrás de esta decisión se encontraba el entonces Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes Julio Burell Cuéllar, cuyo cargo ostentó entre diciembre de 1915 y abril de 1917. Los empleados facultativos debieron de actuar como órgano consultivo que avalara la ejecución de la decisión política.

Si analizamos de manera individual a los empleados facultativos que aprobaron el nombramiento de Mélida será posible comprender los motivos que favorecieron su ascenso a la dirección del Museo Arqueológico Nacional. Uno de ellos, Francisco Álvarez-Ossorio, conocía de sobra sus aptitudes en labores de inventario y catalogación ya que había compartido con él horas de trabajo desde que Mélida fuera nombrado jefe de la sección primera del Museo en 1884. De hecho, con Álvarez-Ossorio preparó Mélida el catálogo sistemático de la colección prehistórica, que estaba destinado al catálogo general y abreviado del Museo. Incluso, habían publicado conjuntamente los aumentos de las colecciones desde la celebración de las exposiciones históricas celebradas en España en 1892 en un artículo publicado en la “Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos». Su estrecha colaboración en el plano profesional se vió reforzada años más tarde – entre 1904 y 1905 – cuando acometieron de forma conjunta la labor de separar las piezas auténticas de las falsas procedentes del Cerro de los Santos. Por entonces, Álvarez-Ossorio era ya jefe de la sección primera del Museo Arqueológico Nacional.

Otro de los miembros del Cuerpo Facultativo que participó en la elección fue Narciso Sentenach, con quien coincidió Mélida en el consejo de redacción de la «Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos» durante las dos primeras décadas del siglo XX. Además, Sentenach formaba parte de aquel grupo de historiadores comprometidos con el progreso de las ciencias históricas en España. Ésto le convertía en un hombre de letras cuyos objetivos eran comunes a los del propio Mélida, y cuya amistad se remontaba a su participación en las lecciones del Ateneo y en la «Sociedad de Excursionistas de Madrid» en los últimos veinte años del XIX. Otra prueba evidente de la cercana relación personal y profesional que existía entre ambos es la recepción pública de Sentenach en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando el 13 de octubre de 1907, ocho años después que Mélida. En el referido acto, el arqueólogo madrileño pronunció un discurso en honor de su amigo Sentenach. Otro centro de formación común a ambos fue el Museo Arqueológico Nacional, donde Sentenach llegó a ocupar el cargo de jefe de la sección americana.

Ramón Revilla también formaba parte de la Junta Facultativa que favoreció la designación de Mélida como director y desempeñaba entonces el cargo de conservador del Museo Arqueológico Nacional. Por otra parte, Manuel Pérez Villamil había compartido con Mélida las sesiones académicas en la Real Academia de la Historia, al tomar posesión en 1907, un año más tarde que el propio Mélida. Ignacio Calvo era otro ilustre alcarreño, como Juan Catalina García, con formación sacerdotal. Había tomado en 1901 posesión de su nuevo cargo de Conservador de la sección de Numismática del Museo Arqueológico Nacional en Madrid, ganado por oposición, e impartía clases de árabe en la Universidad Central. Le unía también a Mélida su participación en excavaciones arqueológicas en la provincia de Soria, como Tiermes, Uxama y Clunia. Alfonso Amador de los Ríos e Ignacio Olavide completaban la Junta Facultativa.

A raíz del nombramiento de Mélida, quedó vacante la plaza de director del Museo de Reproducciones Artísticas, que fue cubierta al ser designado nuevo director Rodrigo Amador de los Ríos y Fernández Villalta por orden de Su Majestad el Rey Alfonso XIII. Dos oficios, uno firmado por el subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes el 4 de marzo de 1916; y otro enviado por éste al jefe superior del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos regulaban el nombramiento. Sin embargo, apenas pudo disfrutar de esta designación ya que Rodrigo Amador de los Ríos fallecería el 3 de mayo de 1917. Otro oficio, fechado en 28 de junio de 1916 y firmado también por el subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes – en su sección de Archivos, Bibliotecas y Museos – establecía que Casto María del Rivero y Sáinz de Varanda, que entonces prestaba sus servicios en el Museo de Reproducciones Artísticas, pasara a continuarlos en el Museo Arqueológico Nacional.

Para conocer la gestión de José Ramón Mélida al frente del Museo Arqueológico Nacional conviene citar su iniciativa a la hora de editar y redactar una Nueva guía histórica y descriptiva del Museo – en el que se abordaban los criterios de clasificación de los fondos – en 1917; y resulta imprescindible calibrar su política de adquisiciones y donaciones. En el capítulo de las donaciones y adquisiciones (apéndice III), dio cuenta de un buen número de ellas, cuya documentación entre 1916 y 1926 se conserva en el Archivo General de la Administración Civil de Alcalá de Henares. Desde el punto de vista de la organización y exposición de las piezas, cabe señalar que estaban organizadas en cuatro salas: Protohistoria y Edad Antigua; Edades Media y Moderna; Numismática y Dactilografía; y Etnografía. Es decir, seguía imperando un criterio impreciso que mezclaba cronología con disciplinas. En el plano arquitectónico y estructural interno, Mélida acometió una reinstalación moderada con suelos entarimados en algunas salas y compró grandes vitrinas diáfanas que compensaban la falta de luz natural. Su dimisión del cargo se produjo el 3 de junio de 1930, tal como reza La Gazeta del 3 de junio de 1930. El Museo abría todos los días laborables de 10 de la mañana a 4 de la tarde, en invierno; y de 7 a 1 de la mañana, en verano. La entrada era pública y gratuita.

TARTESSOS, ¿UN MITO A LA DERIVA?, por Daniel Casado Rigalt

Alguien dejó escrito en el Antiguo Testamento que en el siglo X antes de Cristo las naves del rey Salomón volvían de Tarsis cargadas de oro cada tres años. La cita procede del “Libro de los Reyes”. Fue recogida allá por el siglo VII antes de Cristo, pero nos remite tres siglos atrás, cuando el hijo del rey David gobernaba Israel y la opulencia mineral hispánica traía hasta las Columnas de Hércules los primeros barcos semitas. La mayoría de historiadores lo tiene claro. Quienquiera que nombró a Tarsis era el primero en hacerlo y se estaba refiriendo a las relaciones comerciales que los israelitas mantenían con Tartessos, ese mito viviente que se resiste a ser desvelado.
Ha pasado mucho tiempo de aquello y la civilización tartésica sigue siendo para muchos un enigma de difícil resolución, cuando no una entelequia. Ni siquiera hoy está clara su naturaleza: ¿civilización o ciudad?. Quizás el asunto de mayor consenso es su cronología, comprendida entre los años 1.000 y 500 antes de Cristo, momento aproximado de su ocaso definitivo. Hasta hace poco se pensaba que la apisonadora cartaginesa la había borrado del mapa pero esa visión ha sido superada. Cada vez son más los investigadores que apuntan a otra teoría: Tartessos acabó diluyéndose como civilización por efecto de una guerra de precios. Las ciudades tartésicas dejaron de colocar sus productos en los mercados mediterráneos, la producción decayó y Tartessos fue engullida por un olvido silencioso que dura hasta hoy.
Entre la primera mención bíblica y estas líneas median veintisiete siglos, los mismos que la enigmática cultura lleva inmersa en una nebulosa de incertidumbres y conjeturas. La literatura inspirada en ella da fe. A la Tartessos contada por Hecateo de Mileto, Libro de Ezequiel, Heródoto (siglos VI-V antes de Cristo) y Avieno (siglo IV de nuestra era), se suma la Atlántida cantada por Platón en sus Diálogos. Dos horizontes arqueológicos con un denominador común: ninguna ha traspasado con solvencia el umbral del mito.
Hay quien no ha podido resistirse a la tentadora identificación entre la Atlántida y Tartessos, una tesis sostenida en pasajes de Platón cuando menta la Atlántida: “una gran isla, más allá de las columnas de Herakles, rica en recursos mineros y fauna animal”. De momento, una conexión imposible. Ni el francés Jacques Collina-Girard (que ubicó en el 2001 la Atlántida sobre la isla Espartel, a medio camino entre Cádiz y Tánger), ni los avistamientos del doctor Kuehne en 2004 (que dijo haber localizado con imágenes aéreas los vestigios del templo de «plata» consagrado a Poseidón y el templo «dorado» levantado en honor a Cleito) convencen. A todas ellas les sobran fabulaciones y les faltan certezas.
En el mundo de la arqueología los mitos se respaldan con las piedras. Hasta entonces, las fuentes son ciencia ficción. La localización de Tartessos comenzó como una experiencia filológica que arranca con Antonio de Nebrija en 1492. Nebrija identificó Tartessos con el río Betis (Guadalquivir) y con el paisaje de brazos marinos que formaba el río en su desembocadura. Pero las conjeturas de Nebrija, emitidas desde la intuición, no tenían ningún tipo de respaldo arqueológico.
El primero que removió las entrañas andaluzas en busca de Tartessos fue George Bonsor, un pintor anglofrancés que, a finales del XIX, cambió lienzo y acuarela por pico y pala en cuanto comprobó el potencial arqueológico que se extendía bajo sus pisadas. Nadie le había enseñado a excavar pero su ilusión pudo más que su bisoñez. Bonsor recuperó un alhijo de piezas tartésicas, en necrópolis sevillanas como las de Cruz del Negro, Carmona, Setefilla y Cerro del Trigo.
El siguiente abducido por los encantos tartésicos fue el alemán Adolf Schulten, que había salido tarifando de Numancia por su torpeza diplomática con las autoridades culturales españolas. Schulten quería seguir el ejemplo de su compatriota Schliemann, que había desenterrado Troya gracias a su fe en las fuentes clásicas. La Ora Marítima de Avieno sería para Schulten lo que la Iliada había sido para Schliemann; y el Coto de Doñana haría las veces de colina de Hissarlik (Turquía), donde Schliemann encontró la Troya cantada por Homero. Schulten pretendía demostrar que Tartessos yacía en las Marismas y pasó a la acción con la ayuda de su colega Bonsor. Se equipó de herramientas y tripuló la ambiciosa aventura de localizar Tartessos en Doñana. Finalmente acabó perdiéndose en el laberinto literario que él mismo había creado: se topó con ruinas de época romana en el llamado Cerro del Trigo. Fracasó, pero lejos de proscribirle, es de justicia reconocer su contribución. El alemán puso orden donde había caos y convirtió su obra Tartessos – publicada en 1924 – en el punto de partida de las publicaciones científicas.
Todos los testimonios legados por las fuentes se refieren a Tarsis o Tartessos como una civilización de alma metalúrgica: “el más elegante de los mercados, la ciudad del oro y la plata…”. Tanto es así que el rey tartésico por antonomasia (Argantonios) lleva la plata (Arg-) incorporada al nombre. Pero la literatura se elevó a certeza arqueológica el 30 de septiembre de 1958. Ese día fuentes y evidencias arqueológicas se reencontraron cuando una cuadrilla de obreros desenterró el tesoro del Carambolo, en la localidad sevillana de Camas. En el interior de un recipiente de barro aparecieron 16 placas, 2 brazaletes, 2 pectorales y un collar.
El hallazgo del tesoro alborotó los foros científicos cuando muchos se resignaban ya a una Tartessos virtual. El Carambolo se convirtió en la imagen de cabecera de la cultura tartésica y Juan de Mata Carriazo en el padrino del descubrimiento. Fue el arqueólogo sevillano quien alentó una consigna con formato de slogan (apócrifa hoy) que empezaba a extenderse entre los especialistas: “¡déjate de Avieno y husmea el terreno!”. Durante tres años, excavó el yacimiento que representaba a la Tartessos tangible. Desenterró muros, palpó cerámicas, cotejó niveles estratigráficos y demostró, por fin, que Tartessos no era una alucinación oral de los clásicos.
Actualmente el mapa tartésico está más o menos definido en la mitad sur peninsular. El remanente arqueológico se constata en los siguientes yacimientos: La Joya y el Cabezo de San Pedro (Huelva), El Gandul y Carmona (Sevilla), La Colina de los Quemados (Córdoba), Medellín y Cancho Roano (Badajoz) o Alcácer do Sal (Portugal). También la localidad gaditana de Mesas de Asta (la Asta Regia romana), cuya designación de Regia ofrece interesantes pistas para hurgar en su pasado prerromano. Investigadores de la talla de Manuel Bendala sospechan que alguna élite tartésica gobernó estas tierras antes de que Roma le pusiera nombre.
Uno de los territorios situados en el radio de acción tartésico es Extremadura, que mil años antes de titularse “tierra de conquistadores” acogió parientes de Argantonios. Da fe el tesoro cacereño de la Aliseda, hallado en los años 20′ y datado en el siglo VII antes de Cristo. También el palacio-santuario de Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz), la joya arquitectónica de Tartessos. Seguramente a este edificio indescifrable le prendieron fuego como parte de un rito de clausura. Después, lo sellaron para siempre bajo las cenizas y el barro. En su interior se han registrado los cimientos de una imponente edificación, circundada por 24 estancias rectangulares. El lugar transpira aún solemnidad ceremonial, corroborada por restos de vajillas que invitan a recrear un banquete. Si las piedras hablaran confirmarían las sospechas: los comensales se abandonaron a la gula conscientes de que aquella sería “la última cena”. Todo encaja: celebraron un convite como acto simbólico de clausura y se esfumaron, dejando unos enseres que han sobrevivido a las corrosiones del tiempo. Ya nadie discute que Cancho Roano reproduce un modelo de monarquía oriental, como las que se estilaron en Siria, Palestina, Fenicia o Etruria.

Pocos asuntos de nuestra arqueología han tenido juicios tan discutidos como la función de este edificio. Sobre su dinámica hay consenso pleno: a cambio de dones, los oferentes entregaban especies como contribución. Algo así como “favores al peso”, de los que dan fe las balanzas y los ponderales hallados. Pero, ¿qué tipo de favores?. Parece que un plantel de artesanos trabajó la cerámica, el bronce y el marfil para vender a los visitantes exvotos que la tierra ha devuelto. Pero se sospecha que el de los artesanos no es el único gremio vislumbrado aquí. Para el reputado arqueólogo Martín Almagro en Cancho Roano funcionó a pleno rendimiento un centro de prostitución sagrada. El comercio carnal sostuvo el negocio del santuario y donde unos ven almacenes, Almagro ve fornicaderos. Al arqueólogo le avalan los testimonios de algunos cronistas: Heródoto, Diodoro Sículo o Luciano, que describieron con precisión cómo visitantes, peregrinos y oferentes se magreaban con las concubinas a cambio de ofrendas. Sus citas recrearon los ambientes de los harenes orientales, pero seguramente los tartesios de Cancho Roano llevaban en la conducta las pecaminosas costumbres que les habían contagiado los fenicios, los amos del Mediterráneo. Con ellos convivieron del siglo VIII al VI antes de Cristo. Llegaron a tal punto de fusión cultural que los arqueólogos se rompen hoy los codos para distinguir sus reliquias. Y no siempre hay consenso. Lo único cierto es que los fenicios fundaron ciudades y factorías en el sur peninsular (especialmente provincias de Málaga, Granada, Cádiz, Almería y Alicante) en siglos que se solapan con la cultura tartésica.
El fantasma de los fenicios sobrevuela Tartessos con más virulencia que nunca, justo ahora que la Gadir urbana da la cara bajo la línea de flotación del antiguo Teatro Cómico de Cádiz. Un espeso nivel de dunas (que durante décadas ha sido interpretado como el punto final de la historia gaditana: se suponía que debajo solo habría tiniebla subterránea) fue el preludio del hallazgo entre el 2008 y el 2009. Esta nueva ciudad subterránea de cuño semita le devuelve la razón a quienes siempre han creido en la ecuación Gadir=Cádiz, frente a los que ubican Gadir en el yacimiento fenicio de Castillo de Doña Blanca, Puerto de Santa María.
La frontera entre lo tartésico y lo fenicio alimenta discusiones. El territorio nuclear tartésico se ha ubicado tradicionalmente lejos de la costa: en las provincias de Huelva, Sevilla, Córdoba, Cádiz y Badajoz; mientras que lo fenicio se asocia al litoral andaluz y alicantino. El sello genuino que unos le otorgan a los tartesios, otros se lo niegan. De hecho, el mito de Tartessos se tambalea desde que en el 2002 dos arqueólogos sevillanos – Álvaro Fernández Flores y Araceli Rodríguez Azogue – dejaron a la vista en el Carambolo un santuario sobre el que ahora cimentan su teoría: ¡el Cerro del Carambolo es fenicio!. Una sentencia que reduce Tartessos a atrezzo imaginario y cuya onda expansiva ha sacudido el estamento científico. Fernández Flores y Rodríguez Azogue proponen un escenario fenicio colonial que alcanzaría latitudes incluso extremeñas. Creen que los objetos bautizados como tartésicos (entre ellos el propio tesoro del Carambolo) son la expresión colonial de un pueblo semita que se asentó en Cádiz allá por el siglo X antes de Cristo para luego expandirse por la costa y el interior. De esta forma, el Carambolo sería un santuario fenicio, resultado de un cierto “mestizaje” entre lo semita y lo local. Un ejemplo para ilustrarlo: la colonización española en América tras la llegada de Colón. Si uno contempla la huella dejada por los españoles en las catedrales, iglesias y edificios de América Latina, ¿las catalogaría como obras españolas o locales?.
Para la mayoría de especialistas, el dictamen de Fernández Flores y Rodríguez Azogue es atrevido. En el Carambolo sí se advierten rasgos tartésicos. Una evidencia definitiva: el altar con forma de piel de toro aparecido en el epicentro del recinto sagrado. En ningún santuario fenicio se encuentran altares con este perfil. Solo en territorio hispano. La piel de toro lleva instalada en nuestra memoria genética más de dos mil años y el toro es parte de nosotros desde que el mito entró en la Historia. Después de matar a Gerión (primer rey de Tartessos según la leyenda), Hércules se apropió de su rebaño de toros rojos. Lo dice la mitología griega en el décimo de los Doce trabajos atribuidos al dios griego. Al altar del Carambolo hay que sumar los encontrados en Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz), Cerro de San Juan (Coria del Río, Sevilla), etc. Y la casualidad deja de serlo cuando uno observa el pectoral del tesoro del Carambolo, una piel de toro en oro macizo. Parece que el mito tartésico resiste las embestidas de los incrédulos. El toro es su salvoconducto para no arder en la pira de las invenciones históricas; un argumento que colisiona con esta nueva corriente de “tartesoescépticos”. Ellos ven fenicios donde otros ven tartésicos. Recientemente han hecho piña en Huelva con motivo de un congreso celebrado en diciembre de 2011, del que han sido excluidos los mejores especialistas en asuntos tartésicos. El debate prende mientras el “tartesoescepticismo” se contagia incluso a las vitrinas del Museo Arqueológico de Sevilla. Allí se expone, desde diciembre de 2011, el flamante tesoro del Carambolo, tras macerar sus esencias tartésicas durante décadas en la caja fuerte de un banco. Ahora bajo una nueva denominación de origen: fenicia. ¿Hasta cuándo?.

CRONOLOGÍA BÁSICA

1894-1925 – George Bonsor explora la comarca sevillana de Los Alcores y practica las primeras excavaciones en necrópolis tartésicas.
1912-1930 – Schulten coteja fuentes y excava en Doñana en búsqueda de Tartessos. Fracaso: encuentra un yacimiento romano en el Cerro del Trigo en 1923.
30 septiembre 1958 – hallazgo fortuito del tesoro del Carambolo en las obras de acondicionamiento llevadas a cabo en la Real Sociedad de Tiro al Pichón de Camas (Sevilla).
2002-2005 – última campaña de excavaciones acometida en el Cerro del Carambolo. Localización de un santuario, al que sus directores atribuyen una naturaleza fenicia. Polémica en curso
noviembre de 2011 – se expone en el Museo Arqueológico de Sevilla el tesoro original del Carambolo tras décadas recluido en la caja fuerte de un banco