Innovar, innovar, innovar… Hoy en día parece un mantra que se repite sin cesar en cualquier empresa o institución que pretenda generar una nueva idea, un concepto o producto antes inexistente, un avance o logro, y con ello diferenciarse del resto, ganar adeptos, tener éxito… Pero, además, en el ámbito educativo dicho mantra llega a los maestros de forma casi abusiva, multilateral, continua. Un objetivo que impregna toda actividad que se les encomienda y que si no se logra les convierte en entes obsoletos, sin validez; en dinosaurios prehistóricos que no se molestan en diseñar sus clases para el siglo XXI. Y es que los “maestros innovadores” parecen llevar una etiqueta que les convierte en eminencias, ¿pero para quién?
¿Para la sociedad? Demasiado ambicioso… El reconocimiento del profesorado a nivel social en España dista mucho de aquel que debería ser y de facto es en ciertos países. Y las innovaciones que los maestros realizan no suelen contar con tanto alcance.
¿Para los centros? Rara vez las innovaciones docentes se replican a ese nivel. Normalmente se trata de un profesor actuando solo, sin el apoyo de sus homólogos, sin coordinación horizontal ni interés alguno en involucrar al resto de la comunidad educativa.
¿Para sus alumnos? Ese sería el supuesto fin, pero la realidad es que en muchas ocasiones las innovaciones no redundan en el aprendizaje del alumnado, sino más bien en beneficio del currículo del docente en cuestión.
Pero si encima cambiamos ese “para quién” por “para qué” o, mejor aún, “por qué”, daríamos con la piedra filosofal ¿Para qué se innova en el ámbito educativo? ¿Por qué se le da tanta importancia a innovar? ¿Acaso todo lo tradicional es “malo”? ¿Si no se hace algo diferente a los demás en el aula con los estudiantes se está cayendo en un pecado mortal? ¿El alumnado no aprende si no se actúa de forma innovadora?
Las convocatorias de proyectos de investigación están llenas de requisitos ligados a la innovación. Los congresos nacionales e internacionales lanzan líneas temáticas específicas sobre esta cuestión. En las universidades y en muchos centros educativos se crean departamentos específicos ligados a este fin. Hasta surgen premios y menciones para otorgar a aquellos docentes que se distingan por ello (aunque en la mayoría de los casos auto propuestos, lo que adquiere un aire de hedonismo bastante peculiar que no viene al caso). La innovación parece invadirlo todo. Pero ¿realmente resulta relevante toda innovación? ¿Toda innovación es válida, sensata, útil?
A estas alturas el lector quizá se haya hecho una composición de lugar y se encuentre imaginando a la autora de estas palabras como una contrasistema anclada en el pasado, una renegada del avance educativo, una negligente inmóvil ante cualquier cambio escolar. Pero nada más lejos de la realidad.
Precisamente el propósito de este texto es llamar a la acción, a la reflexión. Invitar a hacer un alto en el camino para pensar si nos dirigimos a buen puerto, si estamos asentando este recorrido de la forma más adecuada. Y para ello debemos volver a su inicio, a las primeras piedras, a su razón de ser.
¿Por qué y para qué queremos innovar en el ámbito educativo? ¿Cuál es el objetivo que perseguimos? Seguramente aquí podrían surgir múltiples respuestas, pero todas deberían presentar sin duda un denominador común: la mejora del aprendizaje del alumnado. Porque si lo que hacemos en tanto maestros no va a repercutir en el enriquecimiento del proceso de enseñanza-aprendizaje, carece plenamente de sentido. Toda innovación debería, a mi parecer, ligarse a la mejora de las condiciones de dicho proceso. De modo que todos y cada uno de los estudiantes puedan desarrollar al máximo sus capacidades individuales en un entorno de equidad y justicia social, que promueva su participación y les ofrezca los recursos que necesiten para progresar académicamente pero, sobre todo, como personas.
Y es que un error comúnmente aceptado en las innovaciones educativas es que sean propuestas atractivas y actuales, fuera de aquello que muestre un leve asomo de matices tradicionales, por lo que normalmente se vinculan al uso de la tecnología. Y he aquí mi mayor grito de guerra, mi mayor petición de auxilio. Porque muchísimas propuestas que se tildan de innovadoras se consideran así por el mero hecho de utilizar tecnología, cuando en realidad no aportan ninguna novedad, no suponen ningún avance, ninguna mejora para los estudiantes.
Por ello invito al lector a que, la próxima vez que se enfrente a este permanente mantra educativo de innovar, se plantee si el proyecto al que se enfrenta ofrece realmente un aporte al aprendizaje; si la actividad ante la que se sitúa supone una alternativa eficaz, eficiente y motivadora para el alumnado; si la integración de la tecnología en esa propuesta tiene un sentido firme que justifica su sustitución a un material físico o una metodología más tradicional.
No siempre lo nuevo es innovador. No siempre lo innovador es bueno. Tal vez nos encontremos ante una crisis de la innovación, en una encrucijada, perdidos sin saber reconocer la importancia de una verdadera innovación. Por ello, pensemos, reflexionemos. No nos dejemos llevar por esta ola hacia mar abierto y desconocido. Encontremos su valor original.