Alentadas por el quaerere Deum monacal, hace más de ocho siglos nacen las primeras universidades. Desde entonces el ámbito de saberes se ha visto multiplicado, y hoy el utilitarismo, el imperio del positivismo y del tecno-cientificismo sacan a la luz el problema de la razón postmoderna y su caída en el laberinto de la fragmentación[1]. Ciertamente, la educación, en estrecha relación con la cultura y la naturaleza humana, ha quedado reducida a lo empíricamente comprobable sin prestar atención a las cuestiones acerca del sentido.

Sirva pues esta breve digresión sobre la vocación de la universidad y su responsabilidad en la formación científica y cultural de la sociedad para formular en este tiempo postpascual algunos interrogantes: ¿Qué celebran los cristianos desde que cambiara el cómputo civil de la era anno Domini? ¿Cómo debe responder el cristianismo después de dos milenios a quién pide razón de su esperanza (cf. 1Pe 3,15)?

La respuesta se encuentra en la Palestina del siglo I, en el acontecimiento fundacional de la Iglesia primitiva, del que nunca se ha dejado de hablar sin indiferencia y sin compromiso alguno[2], un hecho histórico único, extraordinario, relevante y trascendente, fundamento de la fe cristiana[3]. En este sentido, como indica Xavier Zubiri, «nadie otorga su adhesión personal a una persona más que por la exposición intrínseca de las cualidades de la persona a la cual presta su atención»[4]. Así pues, se trata de una opción razonable por la «interna cohesión y coherencia de las realidades entre sí»[5], en este caso de quien nos ofrece credibilidad.

El acontecimiento de la resurrección de Jesús de Nazaret, necesitado de nuevos y específicos principios categoriales de comprensión, sin analogías ni paralelos, constituye de suyo un problema para su conocimiento y su forma de expresión en lenguaje humano[6]. No hablamos de una reanimación, ni de un mero retorno o vuelta a la vida anterior —como algunas de las resurrecciones descritas en la Escritura—, sino del encuentro con una dimensión nueva y desconocida de la realidad[7], un proceso desarrollado en el más absoluto secreto de Dios y que, por ende, se distancia de toda experiencia humana. Su carácter escatológico trasciende todas las limitaciones y expectativas humanas, además del tiempo y del espacio. Así, atestiguado unánimemente en los textos neotestamentarios, los teólogos utilizan términos como trans-histórico y meta-histórico para referirse a ello[8].

En síntesis, la resurrección de Jesús y la transformación del cosmos[9] buscan su apoyo en dos hechos históricos perfectamente conocidos. La exégesis del teólogo anglicano Wright mantiene que «la tumba vacía y los encuentros con Jesús nos ofrecen, cuando se combinan, no sólo una condición suficiente para la aparición de la creencia paleocristiana, sino también, al parecer, una condición necesaria»[10], con consecuencias irrefutables como son el entusiasmo de la predicación apostólica a pesar de la persecución y el martirio, el nacimiento de la Iglesia primitiva, el cambio inimaginable para la mentalidad judía de la época, que abandona el Shabbat para celebra el primer día de la semana, momento en el que las mujeres —testigos sin ningún valor judicial— hallan el sepulcro vacío.

El valor soteriológico del misterio pascual anuncia la muerte de la muerte, como dice Karl Rahner[11], haciéndose Cristo solidario de los muertos[12]. En términos de Romano Guardini, Dios irrumpe con un nuevo impulso creador[13], mediante el hombre celeste del que habla Pablo[14], que es el Viviente por los siglos de los siglos según el libro del Apocalipsis (cf. Ap 1,18).

Relación bibliográfica:

[1] Cf. J. M. Burgos, La vía de la experiencia o la salida del laberinto (Rialp, Madrid 2018) 9-10.
[2] H. Schlier, Sulla risurrezione di Gesù Cristo (Morcelliana 52005) 18.
[3] Como dice Pablo vana y estéril sería nuestra fe de no haber resucitado Jesús de Nazaret (Cf. Co 15,14).
[4] X. Zubiri, El problema teologal del hombre: cristianismo (Alianza Fundación Zubiri, Madrid 1997) 45.
[5] X. Zubiri, El problema filosófico de la historia de las religiones (Alianza Fundación Zubiri, Madrid 1993) 257; Cf. M. Cantos Aparicio, El problema de la revelación de Dios desde una filosofía primera en X. Zubiri, Fundamentación, índole y maximidad (Universidad San Dámaso, Madrid 2014) 572-574.
[6] G. L. Müller, Dogmática, teoría y práctica de la teología (Herder, Barcelona 22009) 301.
[7] Cf. J. Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección (Encuentro, Madrid 2011) 288; O. C. VI/1 (BAC, Madrid 2015) 573.
[8] X. Léon-Dufour, Resurrección de Jesús y mensaje pascual (Sígueme, Salamanca 1978) 266-267; S. Pié-Ninot, La Teología Fundamental, “Dar razón de la esperanza” (1 Pe 3,15) (Secretariado Trinitario, Salamanca 42001) 406; J. A. Sayés, Señor y Cristo, Curso de Cristología (Palabra, Madrid 2005) 401.
[9] Cf. A. Díez Macho, La Resurrección de Jesucristo y la del hombre en la Biblia (Ediciones fe católica, Madrid 1977) 5.
[10] N. T. Wright, La resurrección del Hijo de Dios: Los orígenes cristianos y la cuestión de Dios (Editorial Verbo Divino, Navarra 2008) 859.
[11] K. Rahner, Teología de la muerte y de la resurrección de Jesús, en K. Rahner − W. Thüsing, Cristología. Estudio teológico y exegético (Madrid 1975) 42; A. Amato, Jesús el Señor (BAC, Madrid 22009) 615-616.
[12] En su viaje a los infiernos Cristo entró en comunión con ellos y destruyó las potencias del mal, la muerte, el Hades y Satanás H. U. von Balthasar, La ida al reino de los muertos, 237; Íd, Teodramática, Vol. 5. El último acto (Encuentro, Madrid 1997) 310-311.
[13] Momento que guarda cierta proporcionalidad con la creación del hombre terrestre (cf. Gn 2,7). Cf. R. Guardini, El Señor (Cristiandad, Madrid 32006, reimpr.22008) 517-519.
[14] 1 Cor 15,45-47.