Daniel Casado Rigalt (profesor grado de Historia, UDIMA)

La ciencia está en deuda con Richard Preece. No ganó un Nobel. Ni siquiera entraba en sus planes. Pero a este intrépido inglés el azar le premió con un hallazgo irrepetible cuando en 1895 su compañía minera construyó el ferrocarril que enlazaba la Sierra de Atapuerca con la línea Burgos-Bilbao. Preece – cuyo nombre pasa inadvertido en las escuelas de ingeniería – es hoy el paradigma de la serendipia, esa palabra de nuevo cuño que define un descubrimiento no buscado. El proyecto inicial de Mister Preece nunca contempló el paso de la línea ferroviaria por las estribaciones de la Sierra de Atapuerca pero el británico modificó el trazado para nutrirse de piedra caliza y, sin proponérselo, cantó bingo. Explosionó montañas, trinchó lomas, arrasó árboles y encajó rieles, para acabar dejando al descubierto el conjunto de yacimientos paleontológicos más importante de Europa. Hoy se conoce como la Trinchera del Ferrocarril, un surco de un kilómetro de longitud trufado de restos óseos humanos y animales que se reparten en tres yacimientos: Sima del Elefante, Galería y Gran Dolina.
El legado tangible de Preece fue un paisaje fantasma de puentes, taludes y túneles abandonados. Fue todo lo que quedó cuando en 1911 expiró el ferrocarril. Un panorama aparentemente desolador en el que ahora tienen depositadas sus esperanzas prehistoriadores y paleontólogos. Los mordiscos de la compañía de Preece al paisaje de Atapuerca habían dejado a la vista todo un alijo paleontológico que pronto mostró gran poder de convocatoria. Ilustres prehistoriadores – como Hugo Obermaier y Henry Breuil – pusieron rumbo a Atapuerca para calibrar los restos fósiles que asomaban en aquella zanja nacida del accidente. Sin embargo, ninguna de las iniciativas logró ir más allá de la mera curiosidad.
El interés despertado a principios de siglo se fue disipando con el paso de los años y la Guerra Civil abrió un paréntesis de inactividad agravado, en los años 50’, por la conversión de la Trinchera del Ferrocarril en cantera. Pocos años después, en 1964, el profesor Francisco Jordá emprendió las primeras excavaciones en la Trinchera de Ferrocarril, labor que continuó en los años 70’ y 80’ Emiliano Aguirre, todo un referente en la crónica atapuerquense. Con Aguirre se sentaron las bases de la investigación en Atapuerca y con él echó a andar el primer proyecto.
La era dorada de Atapuerca llegó en los años 90’, cuando el equipo liderado por Juan Luis Arsuaga, Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro cogió el relevo de Emiliano Aguirre. El nuevo equipo elevó entonces los yacimientos de Atapuerca a categoría mundial. Siempre a golpe de descubrimiento.
La primera vez que los responsables de Atapuerca dejaron de ser anónimos fue en 1992. En aquel verano de buenos presagios – con los focos de medio mundo apuntando a las olimpiadas de Barcelona – una de las cuevas de Atapuerca, la Sima de los Huesos, devolvió un rompecabezas óseo que acabó dando forma a dos cráneos de aspecto arcaico. Para los científicos eran el “cráneo número 4” y el “cráneo número 5”; para el vulgo serían Miguelón, en homenaje al segundo tour de Miguel Indurain, y Agamenón. A partir de Miguelón pudo reconstruirse el cuerpo de un homínido (homo heidelbergensis) relativamente parecido a nosotros, de 300.000 años de antigüedad. El memorial de hallazgos de la Sima de la Huesos se completó en 1998 con Excalibur, un hacha de mano excepcional, en cuarcita, que representa el utillaje de los humanos que habitaron la sierra en el Paleolítico.
Atapuerca volvió a ser primicia en 1994, cuando un resto fósil en forma de pelvis masculina fue recuperado de las entrañas de la Sima de los Huesos en pleno verano. La bautizaron como Elvis, fósil pariente de Miguelón y Agamenón, que se sumó a la estrategia vulgarizadora de familiarizar los fósiles.
Otra de las joyas de Atapuerca es Gran Dolina, uno de los tres yacimientos revelados tras el fiasco ferroviario de Richard Preece. En total, veinte metros de rellenos sedimentarios del Pleistoceno (etapa geológica que acabó en el 10.000 antes de Cristo) que contienen claves paleontológicas esenciales para comprender la evolución humana. Su excavación dio comienzo en 1981 pero el día grabado con letras de oro en Gran Dolina es el 8 de julio de 1994, cuando vieron la luz restos humanos con 800.000 años de antigüedad en el bautizado como estrato Aurora: otro guiño a la complicidad divulgativa. El citado estrato se ha revelado como un verdadero filón. Miles de años se compactaron aquí hasta acumular cientos de herramientas de piedra, fósiles humanos y restos óseos de vertebrados, entre los que destacan los osos.
Tres años más tarde, tras una sesuda revisión de los restos extraidos del estrato Aurora, la especie humana contaba con un nuevo miembro en el árbol genealógico: el Homo Antececessor. Aquellos huesos bruñidos por la arena constituyen hoy uno de los reclamos de Atapuerca por lo que representan: el homínido europeo más antiguo que se conoce. Otros fósiles de interés se constatan también en la Sima del Elefante, donde en 2008 aparecieron restos de una especie todavía por definir, además de las herramientas de piedra más antiguas de toda la Sierra. Más de un millón de años les contemplan. Entre los hallazgos más recientes cabe citar uno que se remonta al año 2011, cuando una mandíbula salió al encuentro de los arqueólogos en el nivel 9 de la Sima del Elefante, todavía en proceso de estudio. Todo hace indicar que pertenece al género Homo Sapiens.
Las noticias sobre Atapuerca no cesan. La trascendencia de los hallazgos justifica la gran pirotecnia mediática que acompaña cada descubrimiento. Desde el 30 de noviembre del año 2000 Atapuerca es Patrimonio de la Humanidad, un galardón a la altura de su dimensión científica. Es, sin duda, la cuna de la prehistoria europea, todo un “parque temático” de la ciencia prehistórica sin parangón al otro lado de los Pirineos.