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EMDR psicoterapia Anabel González

EMDR, más que estimulación ocular para superar el trauma

Es un tratamiento orientado al trauma, avalado por numerosos estudios científicos y reconocido en múltiples clínicas internacionales para tratar el TEPT. Tiene cada vez más estudios en otras poblaciones y patologías, y es una terapia estructurada y protocolizada. Un abordaje psicoterapéutico que trabaja sobre el pasado, pero también sobre el presente y el futuro: la terapia EMDR (Eye Movement Desensitization and Reprocessing).

La UDIMA organizó con la doctora Anabel González una sesión didáctica y divulgativa sobre las claves del funcionamiento de esta técnica para superar experiencias traumáticas. González es psiquiatra y psicoterapeuta, con formación en diversas orientaciones como terapia de grupo, sistémica, cognitivo-analítica y EMDR y terapias de trauma. Además, es entrenadora acreditada de terapia EMDR y presidenta de la Asociación EMDR España.

Entre las principales cuestiones que quiso subrayar la psicoterapeuta, no pudo evitar empezar aclarando con qué trabaja este planteamiento psicoterapéutico: el trauma. Y es que resulta que, más allá de lo que las clasificaciones internacionales entienden como trauma (agresiones, maltrato, abusos…), la EMDR trabaja también con las llamadas «memorias patogénicas», comentó González. Es decir, toda experiencia que el sistema nervioso «no consigue procesar adecuadamente y queda ahí, influyendo», «conectándose» con problemas del presente.

La EMDR trabaja con los traumas interpersonales (más graves) y no interpersonales y, por supuesto, con aquello presenciado. «No sólo es traumático lo que nos sucede», aclaró González. Los trabajos con «alta carga traumática» como los de policías, bomberos o sanitarios (Covid-19) son buena prueba de ello, y también pueden tener repercusiones. «A veces vienen las emociones, las imágenes, una canción…. esa es la «memoria implícita», ilustró.

El mapa traumático del EMDR

También es una técnica que aborda el TEPT de inicio demorado (síntomas mínimo a los seis meses del suceso, pero que se pueden demorar durante años). Una variante que de hecho puede no estallar a raíz de recuerdos, sino también desde «emociones, impulsos, memorias somáticas…». La clave, y es lo que centra la técnica EMDR, es ahondar en las experiencias pasadas para «localizar las relevantes», matiza González. Es decir, ver qué experiencias o creencias se asocian al estado actual del paciente: establecer un «mapa traumático».

Se trata de dibujar los posibles traumas previos que se conectan con el actual. Y, aunque la EMDR se conozca más por emplear la técnica de estimulación bilateral u ocular, este trabajo con los recuerdos es un aspecto «central» para entender por qué está así el paciente. «Hay una parte de eso, sí, pero la mayor parte de la sesión están ocurriendo otras cosas, más relacionadas con la R (reprocessing) de recuerdos. Va a haber un proceso asociativo muy amplio», aclara González. Todo pasa por encontrar los denominados aprendizajes disfuncionales.

Y es que, la teoría que estableció la psicóloga americana Francine Shapiro hace más de 20 años, se centra en cómo nuestro cerebro procesa la información. Según lo haga completamente o no, dará lugar a una salud mental adecuada o a patologías, respectivamente, explicó la psiquiatra. «Mis recursos y capacidades para afrontar la vida vienen de esa experiencia», la que he podido metabolizar, elaborar e integrar. Y si no ha sido elaborada al completo, se puede seguir adelante, pero esos recuerdos «dejan un poso», que se convertirá en un problema.

Una conexión, abunda González, que «no siempre es obvia». Estructurada en tres grandes bloques temporales, la fase 1 de la EMDR sería establecer ese mapa o conceptualización del problema, así como establecer un plan de trabajo. Es la parte más difícil, sobre todo al venir de otros modelos, que también tratan un recuerdo concreto, pero sin darle la importancia al contexto de ese recuerdo. La segunda fase busca la estabilización y preparación del paciente, y la tercera (fases tres a ocho) aborda el reprocesamiento y la desensibilización del trauma.

Más que estimulación bilateral

Hasta que se llega a esa fase final, las sesiones deben apuntar siempre a mantener unos principios de «seguridad, eficacia, efectividad, estabilidad» del paciente, sostiene González. Esto dependerá del caso, (desconectados emocionales, extremadamente fóbicos…) para poder procesar de forma segura y eficaz los recuerdos. Reprocesar recuerdos implica múltiples efectos, ya que se trabajan imágenes pasadas, presentes y futuras.

En este aspecto, la estimulación ocular (seguimiento con la mano y tapping con los dedos) son muy útiles, y hay evidencias que afirman que sin esta parte «la terapia funciona peor». No obstante, es una parte mínima de la sesión, aclara González. Además de preparar con suficiente tiempo al paciente para llegar a ese punto, la EMDR no busca que este aguante «metido completamente en el recuerdo» demasiado. Se busca una atención dual (conexión con la experiencia pero con un pie en el presente) para que aproveche mejor la terapia.

Es una de las posibles teorías que explicarían por qué funciona la EMDR. La otra es que ese movimiento ocular sobrecarga la memoria de trabajo. En otras palabras: cuando el recuerdo pasa a la memoria de trabajo está «lábil, la memoria está frágil». Al sobrecargarla, esa memoria «no puede volver a guardarse de la misma manera. Por tanto, se guardará de otro modo», desgrana la doctora. «Vemos que el recuerdo pierde viveza, fuerza en su imagen», que es precisamente lo que busca la técnica, como explica González:

«Al trabajar con recuerdos sin procesar, se parte del hecho de que son aquellos sobre los que hay una carga emocional, un apego emocional, independientemente de su gravedad, una vez ha pasado el tiempo. No hay justificación para que las emociones se queden pegadas a los recuerdos. Después de EMDR quedarán neutros, sin carga emocional, para poder mirarlos de otra manera: sin malestar, con más distancia, con una visión más positiva de nosotros mismos, sin emociones perturbadoras ni sensaciones corporales residuales».

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El proceso de duelo: superación o aceptación

La muerte de un hijo puede recibir distintos términos dependiendo de la etapa en la que suceda. La muerte gestacional. por ejemplo, es aquella que se produce cuando el feto cuenta con más de 22 semanas en el vientre de su madre. Si el bebé alcanza las 28 semanas de gestación o nace y supera la primera semana de vida entonces hablamos de muerte perinatal. Son algunas de las pérdidas que conllevan un proceso de duelo más duro.

Este tipo de muertes está relacionada con causas multifactoriales y puede deberse a distintos factores tanto genéticos como medioambientales. También existen los llamados factores de riesgo, que pueden afectar a la madre, al feto o a la placenta.

Si extendemos dicha situación traumática a cualquier edad, la muerte de un hijo o hija representa una de las mayores y dolorosas pérdidas que una familia puede atravesar en su proceso vital. Tanto, que no existe una palabra aceptada que denomine a los padres que han perdido un hijo/a. Recientemente algunas asociaciones, como la Federación Española de Padres de Niños con Cáncer, han solicitado a la RAE que se acepte la palabra huérfilo con el objetivo de dar visibilidad emocional a una situación dolorosa y difícil de asimilar para los padres.

Nuestra naturaleza biológica no parece dotarnos de habilidades para prepararse ante la muerte de un hijo. Se supone que los padres, en circunstancias normales, no van a vivir durante más tiempo que sus hijos. Pero al dolor ante la muerte de un hijo hay que ponerle nombre y hay que escucharlo; poner nombre a las situaciones dolorosas ayuda a transitar por ellas, el dolor no deja de existir ni disminuye porque uno lo evite.

Duelo: transitar ‘el vacío’

Cada menor fallecido, independientemente de la edad del niño, es una experiencia de inmenso dolor y cada pérdida es importante y única. Todas ellas merecen un espacio de escucha, de comprensión y acompañamiento. El acompañamiento, con respeto y amor, es una de las mayores herramientas con las que cuenta el ser humano para ayudar al otro en su dolor. No hay grandes palabras de consuelo ante la muerte de un ser tan querido como un hijo, solo hace falta ESTAR.

Respecto al abordaje psicológico de la pérdida, para elaborar o transitar el duelo es necesario “sentir la pérdida”, aunque cada persona lo expresará a su manera: llorar, gritar, luchar o decidir continuar el legado de su hijo/a son ejemplos de ello. Cualquier expresión puede ser válida si ayuda a sanar el dolor por la pérdida de su hijo/a.

En concreto, el proceso de duelo tras la muerte de un hijo puede suponer una reacción más intensa y larga en el tiempo; tanto es así, que algunas personas pueden experimentar la vivencia de falta o incapacidad de superación de la pérdida de su hijo. Es entonces cuando cobra sentido el significado de la aceptación o, en otras palabras, aprender a convivir con los sentimientos de vacío, dolor y tristeza o desesperanza. Existen algunos procesos o tareas que pueden ayudar a afrontar el luto:

– Experimentar el dolor del duelo alivia y canaliza los sentimientos asociados a la pérdida.

– Intentar adaptarse a vivir sin la presencia del hijo fallecido manteniendo activos los recuerdos con él o ella.

– Explorar nuevas formas de sentirse conectados al hijo/a que ha fallecido.

– Aceptar la realidad de la pérdida.

– Compartir el dolor con otras personas que han vivido una experiencia similar puede suponer un consuelo y una forma de “sentirse comprendidos y acompañados”.

– “Perdonarse” por los actos que generan sentimientos de culpa cuando se evocan determinados recuerdos de la relación con el hijo que se ha perdido.

En definitiva, cualquier afrontamiento que permita el abordaje del sufrimiento de la persona puede ser una buena forma de aceptar, aunque aceptar no nos lleve al difícil camino de la superación. Quisiera acabar con una pequeña reflexión sobre el significado de la pérdida de un ser querido y su lugar en nuestra existencia: la vida, al igual que una rosa, no deja de ser hermosa porque tenga espinas…

 

José Luis Marín trauma psíquico

El trauma psíquico y «la silla de Marañón»

«Voy a comenzar con una provocación: el 100% de mis pacientes en la consulta psiquiátrica en psicoterapia presentan una experiencia traumática, directamente relacionada con su sintomatología». La frase, que luego matizó a «la mayoría», es del psiquiatra y pscoterapeuta José Luis Marín. Fundador y presidente de honor de la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia, el doctor Marín impartía hace pocas semanas una didáctica ponencia sobre la realidad clínica del trauma psíquico en la UDIMA. Una sesión en la que puso de manifiesto cómo tratar la experiencia traumática para mejorar la terapia: preguntando ‘¿qué has vivido?’.

Marín fue muy claro: da igual la naturaleza del trastorno (trastorno alimentario, trastorno de la personalidad, ansiedad, úlcera de estómago, dermatitis, psoriasis…). En la mayoría de los casos está relacionado «con una vivencia del sistema nervioso central», probablemente en los «primeros momentos de la vida”. Periodo en que ese cerebro está en plena construcción y en el que, por tanto, aún no se tienen los recursos necesarios para afrontar una situación que, de por sí, «supera emocionalmente».

Más allá de explicar el trauma en sí y cómo la evolución de la psicoterapia ha permitido ver la forma en que este afecta al ser humano, el doctor trató de ilustrar la importancia de trabajar en la terapia desde una nueva perspectiva. Preguntando no desde el ‘qué te pasa’, sino desde el ‘qué te ha pasado’. Porque, como dijo: «La mayoría de pacientes, en cualquier ámbito y cualquier motivo de consulta, son capaces de referir, si se les da la oportunidad, una experiencia traumática de gran contenido emocional.»

Incluso en la depresión, que «no todo lo es» para él, por mucho que ahora «a casi todo» se le llame depresión. La fibromialgia no es más que cuando el cuerpo manifiesta «el dolor del alma, de la vida (el abandono o la agresión)», expresaba Marín. Las nuevas técnicas de exploración neurobiológica y clínica muestran cómo estas experiencias traumáticas afectan al funcionamiento cerebral; y se manifiestan como síntomas «psíquicos, corporales o relacionales». Ahora bien, ¿cómo se tratan en la clínica?

Tratar «biografías»

En los años 80 del siglo pasado se decía que la depresión era la ausencia de dopamina. Afortunadamente eso quedó como trabajo «de marketing», señalaba el psiquiatra. «Ni la depresión, ni la esquizofrenia o la fibromialgia están en tu cuerpo, sino en tu vida». Y ¿dónde empieza esa vida? Pues en el momento en que se conocen los padres, y en esos primeros años de configuración del «apego seguro». Las experiencias traumáticas impiden esa construcción que se basa en el «vínculo».

La realidad es que el enfoque en clínica no ha cambiado mucho respecto al trauma. Se ha puesto de manifiesto que la sociedad occidental vive a base de psicofármacos, pero estos «no curan los trastornos mentales; eso es falso, ya está». Como alternativa a esa «medicalización de la vida» que promueve la industria farmacéutica, con personas que viven en «estados mentales alterados», Marín defendió reenfocar la psicoterapia.

No tratar síntomas, sino «biografías». Porque en su experiencia, al final, el motivo de consulta nunca es ‘el problema’ (en psicoterapia), aunque sí ‘un problema’ o uno de ellos, arguyó. El fondo del asunto tiene que ver, «en la inmensa mayoría de casos, con una dificultad en la regulación de las emociones. Algo que se aprende en esos primeros años de vida y con el vínculo de apego», insistía. Los psicofármacos tapan los síntomas, que aunque se subsanen, terminan generando otros nuevos, dando lugar a pacientes que «emigran» de un servicio hospitalario/psicoterapéutico a otro.

Romper el silencio

Ahora sabemos que una experiencia traumática como un abuso sexual puede mantenerse estable durante mucho tiempo, manifestándose «20, 30 o 40 años después», abundaba Marín. Pero el dolor no lo produce sólo el abusador, sino el no poder contarlo. Ese, indicó, es un daño «difícilmente recuperable», pues no se puede integrar en la vida y dejarlo cicatrizar. Por eso instó a los terapeutas a combatir el silencio. «Podemos evitarlo», pero para eso es necesario preguntar en la clínica.


«Hace 20 años decían que sólo veíamos traumas», pero el Abuso Sexual en la Infancia (ASI) tiene una frecuencia entre la población general del 20% (20-25 en niñas y 18-20), nada que ver con el 10-15 registrado como prevalencia hospitalaria. ¿Por qué? «Es que sólo se pregunta a ese porcentaje». Este tip de abuso sexual es una «pandemia silenciada», criticaba Marín, «sobre la que se sigue sin actuar». En muchos casos la primera vez que se les pregunta, y que lo cuentan, es en la terapia; tras 30 años. «Una de cada cuatro mujeres la ha sufrido en España».

En lugar de acarrear con el tremendo coste de recursos y de sufrimiento de la población, Marín defiende una terapia más breve pero enfocada, que pregunte al paciente, «porque quiere contarlo». Aunque le cueste y llegue incluso a no poder expresarlo con palabras (alexitimia). Pensar que no quiere hablar de ello es «una racionalización». Preguntar desde la empatía, sosteniendo el dolor del otro «siempre es terapéutico», subrayó.

Tanto en el ASI como en otros «más interesantes» porque «no tienen voz» (como el TRT o Trastorno Relacional Temprano de padres emocionalmente ausentes), la clave es conseguir que se hable: que el paciente piense, diga y sueñe el trauma para integrarlo. «Decirle ‘pasa página’ es como mínimo un insulto», aseguraba. Se trata de buscar esa clave de humanizar, de ver a la otra persona, escucharla y mirarla. «Hemos perdido la silla de Gregorio Marañón». «Mirar al trauma a la cara es la única forma de vencerlo».