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El origen de los estudios sobre crianza

Podríamos pensar que el interés por la crianza es algo reciente, que comienza a sonar con fuerza y resuena en terminología como: “crianza con apego”, “disciplina positiva”, etc. Sin embargo, el interés de la comunidad científica por estos temas data de los primeros pasos en la psicología que ahora conocemos y se sitúa en el siglo XIX.

Ya Sears (1899) realizó una primera aproximación a cómo influían sobre los menores las actitudes de sus madres, sobre todo centrándose en el estudio del castigo como práctica parental. Décadas más tarde, Gertrude Laws (1932) decidió investigar cómo variables afectivas, además del castigo, podían influir sobre el desarrollo de los más pequeños.

Los primeros instrumentos de evaluación de estas cuestiones se encuentran en esta misma época cuando Stogdill (1936) ideó una herramienta que medía actitudes parentales y sus consecuencias. Estos métodos de evaluación se fueron mejorando con la operativización de las variables y con la sistematización, tanto en las formas de elaboración de las escalas o cuestionarios, como en la aplicación de estos.

Por un lado, el Fels Research Institut (Baldwin, Kalhorn, & Breese, 1945, 1949) diferenció los aspectos afectivos de la parentalidad, de variables más relacionadas con la dependencia y de aquellas que definían cómo padres y madres ejercían la disciplina. Por otro lado, Hellen Witmer (1937) en el Smith College exploró el efecto directo y mediador de la figura paterna en el desarrollo infantil.

En la década de los 50 surge una de las teorías más conocidas por la población general: la Teoría del Apego de Bowlby (1977) otorgando un peso aún más relevante a las conductas parentales, en especial las vinculares. El desarrollo posterior de esta conceptualización pone el acento en la representación interna que el sujeto tiene del mundo a partir del vínculo inicial con sus figuras de referencia. En cómo la existencia de esa base segura (una madre o un padre, entre otros), facilita la exploración y la sensación de seguridad en la infancia y a lo largo de la vida.

Actualmente, las investigaciones sobre crianza y sus consecuencias están sustentadas, tanto en la propuesta de John Bowlby, como en una serie de Modelos y Teorías que se desarrollaron con posterioridad (se exponen solo algunas de ellas):

  • Teoría de Aceptación-Rechazo Parental (PARTheory) (Rohner, 1975). Que se centra, desde una perspectiva transcultural y basada en la evidencia en el estudio de la variable aceptación-rechazo parental.
  • Modelo de Diana Baumrind (1966), en el que se diferencian tres estilos parentales (autoritativo, autoritario y permisivo) que contribuyen de forma diferencial a la conducta de los menores.
  • La ampliación de Maccoby & Martin (1983) a cuatro estilos parentales, obtenidos a partir de dos dimensiones: el afecto y el control. Se suma así el estilo parental negligente a los tres estilos de Baumrind.
  • La propuesta del grupo de Steimberg (Darling & Steinberg, 1993) que pone el acento sobre el contexto como variable esencial a la hora de explicar las prácticas parentales y sus consecuencias.

El estudio de la crianza está en alza y conviene recordar sus raíces y el interés que siempre ha suscitado en la comunidad científica, así como las valiosas aportaciones que se han hecho en sus orígenes. No hay ciencia válida que no esté basada en el conocimiento científico preexistente o que olvide sus errores y virtudes.

Juguemos para no criar asesinos

Cada día, en los diarios tanto nacionales como locales encontramos noticias de alguien que ha decidido quitarle la vida a otra persona. Muchos son los factores que se están investigando para averiguar la causa de este comportamiento. Una de las investigaciones más novedosas es que la que se centra en los efectos que el juego en la infancia tiene sobre el desarrollo del individuo y en los que se ha comprobado como la falta de un juego de calidad tiene unas consecuencias negativas para el sentido de pertenencia grupal tan necesario para la vida en sociedad.

En la sociedad actual, el juego libre de los niños, es decir sin una supervisión constante por parte de los padres, ha descendido en los últimos años, tanto, que investigaciones acerca de cómo puede afectar este hecho al desarrollo de niño han indicado que aquellos niños que no practican un juego libre e imaginativo tienen más probabilidad de desarrollar obesidad, osteoporosis, tienen una peor representación cognitiva del ambiente y se identifican menos con su comunidad. Estos resultados, especialmente los dos últimos, indican la alta probabilidad que tienen estos niños de no formar un vínculo adecuado con la sociedad. La falta de interacción con otros niños/as no les permite interiorizar y consolidar diferentes reglas de comportamiento que les ayudarán a tener una relación más armónica con sus semejantes.

El problema deriva en que según Melinda Wenner, un estudio realizado por Stuart Brown a 26 acusados de asesinato en Texas, descubrió que la mayoría tenían dos características en común. Por un lado, pertenecían a familias maltratadoras, y por otro, el juego nunca formó parte de su infancia. Este primer estudio piloto ha tenido continuación, y en la actualidad después de entrevistar a más de 6000 personas acerca de su infancia. Los datos sugieren que la falta de oportunidades para jugar de forma desestructurada e imaginativa puede impedir que los niños crezcan felices e integrados.

En esta línea, en un interesante artículo, Miretta Prezza and Maria Giuseppina Pacilli en 2007, comentan como ciertos estudios habían llegado a resultados similares comparando niños del norte de europa, que juegan con menos supervisión y más interacción, con niños de europa central. Además, estos autores sostienen como los contextos urbanos no permiten que los padres se despreocupen para dejar que sus hijos jueguen de una manera más libre. La ansiedad parental sobre el tráfico y los problemas sociales conducen a un efecto negativo para la movilidad autónoma del niño. Muy interesantemente, elaboran un modelo teórico en el que el miedo al crimen (el grado en que una persona está dispuesta a defender un territorio) y la soledad vertebran el sentido de pertenencia de un individuo.

No olvidemos que los sentimientos de soledad derivados de la falta de un sentido de pertenencia, así como la falta de habilidades sociales para entablar relaciones sinceras con otros, son características que se hallan en muchos de los asesinos que un día deciden realizar una masacre disparando a diestro y siniestro. ¿Es casualidad que muchos de estos hechos se hayan producido en institutos o campus universitarios en los que las relaciones sociales son fundamentales para el desarrollo en esta etapa evolutiva? En ciencia, sabemos que la casualidad es otro patrón regular de secuencias.

En definitiva, no lo dudemos, desarrollemos en los niños un sentido de comunidad y de relaciones con los vecinos, ya que según Prezza y Pacilli parecen variables a tener muy en cuenta para medir el grado de pertenencia que posibilita al sujeto sentirse integrado, siendo factores protectores contra la desesperante soledad que es capaz de guiar comportamientos extremos, tanto de ira, como de una paradójico sentimiento grupal, al morir junto con aquellos a los que el asesino ha querido pertenecer.

Saquemos a los niños a la calle, procuremos que nuestras ciudades estén equipadas con zonas de juego amplias para que todos los que puedan jueguen e interactúen. Con estas simples medidas, posiblemente, estemos evitando criar niños con un potencial asesino descargado por la soledad. O simplemente, niños más felices.