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En el futuro todos recordaremos la primavera de 2020. Cada uno traeremos a la memoria vivencias particulares y también comunes de este tiempo en el que nuestra vida cotidiana dio un vuelco y estuvimos confinados. Habrá, sin duda, amargura en esos recuerdos, aunque también – así suele funcionar el ser humano- sensación de aprendizaje y de crecimiento personal. Al menos, habremos tenido la oportunidad de tomar perspectiva sobre algunos asuntos, por ejemplo, sobre lo importante que es para cualquier persona, precisamente, saber aprender.

Una de las experiencias compartidas por muchos de nosotros en estos meses es la de convivir con hijos en edad escolar que se han visto alejados de golpe de sus compañeros, de sus profesores, de sus monitores o entrenadores. Muchos padres estamos siendo más conscientes que nunca de lo acompañados que estábamos en nuestra tarea de educar y, tristemente, de que ahora estamos muy solos.

La tecnología (que es tan bienvenida) logra ayudara a la enseñanza y el aprendizaje, aunque de manera desigual: no todos la tienen disponible y, además, cuanto menores son los alumnos, peor consigue sustituir lo esencial. En este panorama, los profesores tratan de estar presentes, de ayudar, supervisar y acompañar; aun así, los niños y adolescentes tampoco han estado nunca tan solos en su historia de aprendizaje como en estos tiempos. Si bien, también podemos tratar de analizarlo desde otra óptica: nunca han tenido que ser tan autónomos en su aprendizaje.

¿Qué implica ser un aprendiz autónomo? Hay mucho consenso sobre la importancia que tiene en nuestra sociedad, tan cambiante e incierta, el que todos los ciudadanos seamos capaces de embarcarnos en un aprendizaje permanente. Para lograr este objetivo debemos ser capaces de desarrollar diversas competencias y, muy especialmente, la de aprender a aprender. La Comisión Europea apuesta claramente por promover esta competencia y, en España, se incluye como uno de los pilares del currículum educativo desde la LOE (2006).

Un aprendiz autónomo, si es eficaz, sabe adquirir conocimientos – conceptos, procedimientos y actitudes – siendo capaz de controlar los procesos que le ayudan a aprender mejor. Esto es, en pocas palabras, lo que se conoce como “autorregulación del aprendizaje” (self-regulated learning) y se trata de una de las áreas de estudio más relevantes de la Psicología de la Educación (ver Panadero, 2017 para una revisión al respecto). En concreto se investiga en este campo acerca de cómo piensan, sienten y actúan los alumnos que regulan bien su aprendizaje, y de qué depende que lo hagan, en especial, para arrojar luz sobre cómo se puede ayudar a todos a ser aprendices eficaces. Los profesores, por tanto, deben ayudar a sus alumnos a ser aprendices competentes y autónomos, esto es, más autorregulados.

No es una tarea sencilla y en estas semanas les resulta especialmente complicada. Por eso cabe preguntarse, ¿qué podemos hacer los padres ahora – entre las preocupaciones, el trabajo y demás tareas – para ayudar a nuestros hijos a aprender a aprender? Al fin y al cabo, procurar que avancen en esta competencia y fomentar su autonomía también contribuye a hacer más sostenible la situación para todos.

En primer lugar, conviene saber cuál es la meta: según van siendo más autorregulados los alumnos se vuelven más conscientes de lo que saben y lo que no saben; enfrentan las tareas de aprendizaje con más confianza, diligencia y resolución; son más proactivos buscando información y emprendiendo los pasos necesarios para conseguir sus objetivos, incluso cuando encuentran obstáculos (Zimmerman, 1990). Podemos concluir, entonces, que un alumno con alta autorregulación se siente competente y tiene interés por aprender, y lo que hace bien es planificar, establecer metas, organizar, controlar y supervisar su adquisición de conocimiento.

En segundo lugar, es útil conocer algunas formas de promover que los niños y adolescentes se vayan acercando a esa meta. No se trata de pretender hacerlo rápidamente, ni de sustituir la labor de los profesionales de la educación, pues sería un objetivo demasiado ambicioso, y más aún en las circunstancias actuales. Pero sí podemos reflexionar sobre lo que sería interesante incorporar, sin presión ni prisas, en las interacciones habituales en familia o cuando se puede acompañar a los hijos en sus tareas escolares. Sin ánimo de ser exhaustivos, podríamos destacar lo siguiente:

–  Es útil ser modelo para los hijos, mostrándoles que nosotros mismos estamos motivados por aprender, por plantearnos objetivos y por poner en marcha estrategias para lograrlos. Podemos estimularles a que persistan y prueben otras estrategias cuando se enfrenten a un fracaso, y alabarles cuando lo hacen (González García y otros, 2003). En definitiva, confiemos en la inmensa capacidad que tenemos los humanos de promover el desarrollo de los más jóvenes (Bruner, 1972) y recordemos que es más importante enseñar a pescar que dar directamente el pez.

– Podemos ayudarles a tener una “mentalidad de crecimiento” (es muy sugerente la conferencia de la importante psicóloga Carol Dweck): es más útil para ser buen aprendiz centrase en el proceso  que en el resultado, en aprender y mejorar más que en el éxito o en si se es inteligente o no. Si un niño, por ejemplo, ha fallado en una multiplicación o en las medidas de los ingredientes para hacer un bizcocho, se presenta la oportunidad de animarle a que revise si ha sido un despiste por estar cansado o si no ha entendido algún punto del procedimiento o de la receta. Se trata de transmitir algo parecido a: “en esta casa, el error es una oportunidad para aprender”.

– Es interesante también ayudar a los niños a confiar en sus capacidades y a crear su propia brújula interior. Cómo dar pasos relativamente sencillos para lograrlo está muy bien explicado en El cerebro afirmativo del niño, un libro divulgativo de Daniel J. Siegel y Tina Payne Bryson (2018). Una de las pautas, por ejemplo, es ayudar a los niños a tomar perspectiva, enseñándoles a hacer una pausa antes de estallar por alguna frustración, a que calibren los esfuerzos ante diferentes tareas o a que puedan verse como sus propios entrenadores. Otras recomendaciones tienen más que ver con aprender a ser equilibrado emocionalmente, resiliente o empático. Estos aprendizajes también pueden contribuir a mejorar los aspectos emocionales y motivacionales que forman parte de lo que implica ser un aprendiz autorregulado.

Comenzábamos este texto pensando en cómo veremos este tiempo de confinamiento y qué habremos extraído de esta experiencia vital. Los escolares, sabrán lo que es una vida sin colegio, sabrán todo lo que les aporta y cómo se nota su falta. Habrán sido más conscientes de lo que implica tener que ser más autónomos en su aprendizaje. Ante esto, los padres hemos tenido que asumir parte del rol de profesores. Es una oportunidad para comprender mejor la que podría ser la labor más compleja, aunque casi nunca la más valorada: apoyar a los más jóvenes en la aventura de hacer propia la cultura de sus mayores.