En la actualidad, hablar de «democracia» está de moda. Y no solo por estar en periodo electoral. Los medios de comunicación nos recuerdan, constantemente, los peligros y problemas que se ciernen sobre aquellas sociedades con democracias débiles. Sin embargo, esta tendencia no parece copar el currículum escolar. Tanto es así que, hoy en día, hay adolescentes que no saben lo que la «democracia» es (Lanza, 2017). Algo tan curioso como alarmante. Sobre todo, si tenemos en cuenta que estos adolescentes van a ser –a corto y medio plazo– los ciudadanos del mañana.
Esto nos lleva a preguntarnos si la institución escolar dedica los esfuerzos necesarios para preparar a los guardianes de nuestra democracia actual. En especial, en la etapa obligatoria. En este sentido, la escuela tiene el deber social de enseñar «democracia» en el sentido más amplio de la palabra. Y no lo puede obviar. En particular, si tenemos en cuenta que para muchos niños –y no tan niños– este es el único espacio educativo en el que pueden aprender su sentido. Por tanto, la escuela se encuentra con la misión de formar a una ciudadanía, crítica, responsable y comprometida que garantice la salud de nuestro Estado democrático. Para ello, debe dotar al alumnado de todas aquellas habilidades, consideradas indispensables, para un correcto ejercicio cívico en la esfera pública.
Pero, ¿cómo hacerlo? La escuela puede comenzar su misión funcionando como un pequeño laboratorio de democracia, esto es, constituirse como un sistema democrático a pequeña escala. De este modo, los estudiantes no solo aprenderían las reglas del juego democrático, sino que también las practicarían. De igual modo, serían conscientes, en primera persona, de las bondades de la democracia. También, de lo difícil que supone mantenerla y los esfuerzos individuales que conlleva.
En este orden de ideas, las posibilidades de simulación pueden ser variadas. Desde la elección de delegado hasta la implicación en la toma de decisiones vinculadas con la normativa escolar. No obstante, esta praxis se tiene que extender al ámbito del aula en particular. En este sentido, los docentes deben apostar por un estilo de enseñanza más participativo que dé voz al alumnado y fomente el diálogo. Este proceder rescata ciertos valores democráticos –como la participación, la igualdad o la libertad– y, a su vez, ejemplifica algunos de los derechos, civiles y políticos, a través de esta soberanía estudiantil.
Con todo, es importante prestar especial atención al reverso de los derechos, pues de los deberes depende, en buena medida, el mantenimiento de la democracia. Por ende, la escuela tiene que subrayar la importancia de estos. De nada sirve una ciudadanía llena de derechos y que se muestre inactiva. Para luchar contra esta pasividad, que puede resultar perjudicial, la escuela no solo debe conferir «derechos» a su alumnado, sino que también tiene que alentar a ejercitarlos. Solo así lograremos dar continuidad y solidez a ese bien político tan preciado de los griegos nos regalaron.