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Ana Peñas

Doctora en Literatura Comparada Europea. Profesora en la Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA). Ver Perfil

Ana Peñas

«Escribir en Internet» (Fundéu, 2012)

La preocupación por el uso de la lengua en los medios de comunicación no es una novedad; ha generado, en el marco de la reflexión, ríos de tinta y múltiples debates, mientras que en la práctica ha motivado la elaboración de productos específicos (los «manuales» o «libros de estilo») que se han convertido en un complemento importante para el profesional de la comunicación, en cualquiera de sus facetas.

En los últimos años tal preocupación se ha ido convirtiendo en un malestar creciente ante la avalancha imparable de los nuevos medios y las redes sociales. ¿Cómo escribir en la red? ¿Precisamos de nuevos conocimientos acerca de los usos lingüísticos o requerimos, simplemente, adaptar los antiguos? La controversia está servida. Hoy ya nadie duda que el futuro pasa por el manejo de la gran plataforma digital, por lo que los antiguos saberes y destrezas deben ajustarse a este territorio, aún no del todo explorado, en permanente mutación y cambio. Nuevos productos, nuevas necesidades.

En este contexto han surgido recientemente un buen número de ensayos, monográficos y artículos de signo vario centrados en diseccionar eso que se ha denominado, un tanto genéricamente, «la escritura en Internet». Uno de los últimos y más completos es Escribir en Internet. Guía para los nuevos medios y las redes sociales, un manual de Fundéu BBVA que, bajo la dirección de Mario Tascón y la coordinación de Marga Cabrera, pretende ofrecer un amplio panorama de recomendaciones lingüísticas para diversos contextos.

Se trata de recomendaciones y no de prescripciones porque, tal como advierte la propia Fundación del Español Urgente en una advertencia inicial, en ningún caso se arrogan una labor correctora, objetivo que queda reservado , por tradición y convención, a la institución lingüística oficial, la Real Academia Española.

La originalidad de Escribir en Internet consiste en la introducción de una serie de novedades ajenas por lo común a esta clase de manuales lingüísticos. Por un lado, se trata de un producto colaborativo, en el que han participado un buen número de expertos en diversas materias relacionadas con los campos de la lingüística, la comunicación o la edición; hasta aquí, nada nuevo, puesto que los libros de estilo clásicos ya vienen siendo escritos por varios escritores desde su nacimiento en los años setenta. No obstante, en este caso el lector puede poner nombre y apellidos a quien ha coordinado cada bloque y a quien ha redactado cada apartado, por lo que la atribución (y la responsabilidad) autorial es explícita. Por otra parte, se presenta como un libro dirigido no solo a los profesionales de los medios de comunicación, sino al público en general, a todo aquel interesado en indagar acerca del uso del español en los medios, por curiosidad o por necesidad. Este principio nuclear anima el proyecto hasta el punto de justificar su esqueleto, es decir, la división en dos grandes bloques: «Uso cotidiano» (dirigido por Tascón) y «Uso profesional» (a cargo de Marga Cabrera).

Junto a las herramientas de referencia académica básicas, es decir, a los diccionarios, bases de datos y manuales de ortografía y gramática, Escribir en Internet resulta una excelente fuente para revisar cuestiones eminentemente prácticas, pero también teóricas, como los modelos de lectura en pantalla, la adaptación ortográfica en los chats o en WhatsApp, las particularidades lingüísticas propias de las redes sociales, la anatomía de un tuit, la organización de la información digital, la arquitectura de una página web o la etiqueta en la red.

Fundación del Español Urgente. Escribir en internet. Guía para los nuevos medios y las redes sociales. Mario Tascón (dir.). Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2012.

PALIQUES. Conversando con «Clarín»

Palique.

(De palo; cf. palillo, palique).

1. m. Artículo breve de tono crítico o humorístico.

2. m. coloq. Conversación de poca importancia.

“Ya sabes que no me agrada tanto palique”, dice la tía Mónica a Isabel en la comedia de Leandro Fernández de Moratín El Barón. En el texto de esta obra, publicado en la imprenta madrileña de Villalpando en el año 1803, encontramos el primer testimonio literario en el que se documenta el sustantivo “palique”. También en ese mismo año de 1803 se recoge por primera vez la palabra en la cuarta edición del diccionario de la Real Academia Española; probablemente, ya circulaba y era de uso común a finales del siglo XVIII. La definición original indicaba que “palique” era “la conversación de poca importancia y que pudiera o acaso debiera excusarse”; cuatro ediciones del diccionario más tarde (1837), se reduce a una formulación mínima, pues aparece eliminado el añadido final de carácter valorativo y sentencioso, si bien atenuado. Esta es la acepción que ha llegado hasta nosotros, la que difunde la vigésimosegunda edición, aparecida en 2001.

Quien, desde luego, no excusó esta clase de conversación nimia fue Leopoldo Alas Clarín, el crítico y escritor de la Restauración, el autor que inmortalizó a Oviedo como espacio literario transfigurado en la Vetusta de La Regenta; la sombra vestida de negro que sigue paseando, eterna, por las calles de esa ciudad, la que observa el transcurso de la vida moderna al través del cristal de sus lentes, al través de sus “ojuelos de un azul límpido” –así recordaba su mirada el amigo y discípulo, Ramón Pérez de Ayala–.

Desde 1875 Clarín proveyó a diversos periódicos de la época –El Solfeo, La Publicidad, El Día y, sobre todo, El Imparcial y Madrid Cómico– de breves textos críticos de carácter satírico que denominó Paliques, textos que constituyen un género híbrido, como tantos otros surgidos al abrigo de la interconexión del periodismo y la literatura, esos dos grandes territorios de proverbiales relaciones promiscuas, en acertada expresión de Abert Chillón. Fruto de esta mutación semántica que experimenta la palabra en la pluma de Clarín surge esa segunda acepción de “palique” –curiosamente, hoy la primera en orden de aparición en el DRAE– de “artículo breve de tono crítico o humorístico”.

El propio autor se refiere al motivo que le llevó a servirse de esta palabra como etiqueta de una clase textual concreta; lo hace en el «Prólogo» de Palique (1893), libro en el que recopila trabajos de diversa factura, pero de idéntico origen periodístico –revistas literarias y ejemplos de la clase de los “articulejos” que denomina sátura–:

Lo llamo Palique para escudarme desde luego con la modestia; porque palique vale tanto como conversación de poca importancia, según la Academia, y con ese nombre he bautizado yo gran parte de mis trabajos periodísticos, algunos de los cuales entran en este volumen, y le prestan su rótulo, porque son los más de los coleccionados.

Los paliques de Clarín adquirieron fama en su época y le granjearon un buen número de enemistades; no en balde respondían en forma de breves, pero certeros fogonazos satíricos a los acontecimientos de la actualidad más inmediata, centrándose en figuras de la palestra política, literaria o académica con lúcida, ácida y azul mirada. Los paliques permitían que se estableciera una conversación –nunca mejor dicho, dado el carácter dialógico de esta clase de escritura– entre el crítico y la realidad que, muy a menudo, contravenía las propias reglas del género y excedía esa supuesta nimiedad a la que los asuntos tratados y los personajes retratados debían ser sometidos.

Tras un cuarto de siglo dedicado a redactar paliques, un Clarín hastiado de la escritura del día, aquella sometida a la presión del reloj, del medio, de la empresa y del público, se aplicó a sí mismo la pluma asesina para fantasear con el envío de un telegrama a las redacciones de los periódicos en los que trabajaba, a los que anunciaría, escueto: “Clarín ha muerto. Se ha pegado un tiro en el seudónimo. Ya no hay Clarín”.

Este tiro directo al corazón del pseudónimo le abriría, pensaba burlonamente, nuevas puertas:

Y dedicarme exclusivamente a la filosofía. Con firma entera (…) ¿No habrá por ahí un millonario, mi admirador (…) que me diga: “le regalo a Vd. una porción de miles de duros, para que usted pueda descansar y dedicarse a la filosofía, olvidado de los paliques. No le impongo a usted más obligación que la de escribir antes de cinco años una Crítica de la razón que eclipse la de Kant?”

Y la escribo. Vaya si la escribo, con eclipse y todo.

Escribo la Crítica de la razón purísima.

¡Cualquier cosa antes que el palique número 999.999!

Estas reflexiones del autor, que aparecieron en Madrid Cómico el 30 de octubre de 1897, son recordadas por Jean-François Botrel en un excelente trabajo sobre la práctica y la teoría del periodismo en Leopoldo Alas. No pierdo muchas líneas, por tanto, en recordar al Clarín periodista, el que dio a la prensa multitud de textos –unos 700 entre 1875 y 1881– adscritos a muy variados subgéneros, de su propia invención o heredados inmediatamente de la tradición cultural hispánica y francesa –solos, paliques, folletos y revistas literarias, sueltos…–; el que luchó por la dignidad del oficio, reclamando la regulación del estudio del Periodismo o apelando a la importancia de la firma como garantía (“dentro de la firma —aunque de un seudónimo de trate— hay una persona, garantía de un periodista verdadero”). Todo ello ha sido bien revisado y profusamente documentado en los textos originales del autor por el mismo Botrel.

Hoy he querido volver a los paliques clarinianos con otra intención: la de enmarcar una nueva sección dentro de este blog de Periodismo que he bautizado, justamente, como Palique –con escasa originalidad, pero con una voluntad evidente de homenaje a Clarín y a su original conjunto de textos–. Respecto a la sección, que queda ya inaugurada con esta entrada a modo de introducción, no me queda más que hacer una precisión, o acaso una excusa que pueda servir en mi descargo futuro.

Tomo los «paliques» originales como un referente, no como modelos de escritura. No aspiro a imitar la crítica satírica de Clarín, ni siquiera a poner en práctica la mía propia. Los textos que compondrán la serie se centran, sí, en la crítica, y desde esta toma de posición parten para abordar diversos aspectos relacionados directamente con la sátira, tanto en sus manifestaciones periodísticas como en las literarias, tematizando de este modo lo que en Clarín era un instrumento, una actitud y un estilo. La serie se rotula Paliques única y exclusivamente porque aúna los tres componentes que amalgaman la escritura clariniana de esta fórmula híbrida: literatura, periodismo y sátira. Sobre ellos conversaremos desde este nuevo espacio, que queda ya abierto, sin más circunloquios; el lector sabrá valorar si estos nuevos paliques podrían haberse excusado, tal como apuntaba la acepción original de la palabra.

El espíritu de las palabras

Convivimos con ellos a diario, pero casi nunca somos conscientes de su presencia. Nos rodean en el trabajo y en casa (en el salón, en el dormitorio, en la cocina e, incluso, para los más inspirados, en el baño); se adentran con nosotros en el metro y siguen a nuestro lado cuando salimos de nuevo a la calle; nos acompañan mientras desayunamos en el bar de la esquina y nos observan desde la página del periódico que leemos. Aún así, continúan pasándonos desapercibidos. Son pequeños, discretos, ordenados, serios y, en ocasiones, traviesos. Son los signos de puntuación.

En 2005, José Antonio Millán, un lingüista y editor digital dedicado desde hace años a la relación entre el español y las nuevas tecnologías, publicó un libro que ahora, seis años más tarde, la editorial RBA recupera en formato de bolsillo: Perdón, imposible. Guía para una puntuación más rica y consciente. Esta reedición es muy oportuna, ya que permite al público adquirir una obra que ya había quedado relegada a los circuitos editoriales de libro descatalogado y de segunda mano.

¿Qué ofrece exactamente Perdón, imposible? No se trata de un manual tipográfico al uso, ni de un tratado histórico acerca de la puntuación, aunque contiene datos sobre la historia de los signos, desde los principales (coma, punto y coma, punto, punto final, paréntesis, etc.), hasta los signos internos de palabra (guion, apóstrofo) y los llamados “menores” (además de ocuparse, por otra parte, de la ausencia de puntuación, de la puntuación en el Quijote y de la propia de la traducción). Tampoco espere el lector encontrar un conjunto sistemático de reglas acerca de cómo puntuar correctamente en español; como el propio autor reconoce, hay abundante bibliografía especializada que ya se ocupa de la materia. Lo que sí esconden las páginas de este libro de carácter divulgativo es un extenso anecdotario de casos raros y divertidos sobre la importancia de colocar (o no) un signo de puntuación en el lugar que le corresponde.

Si “las letras son el cuerpo del texto”, como afirma José Antonio Millán, los signos de puntuación son “el auténtico espíritu de las palabras”. De la mano de esta metáfora, el autor nos adentra en un mundo que oscila entre lo obvio y por todos conocido hasta lo sorprendente y extraño, siempre con el leitmotiv de la necesidad de cuidar la puntuación.

El título responde a una anécdota atribuida a diferentes reyes españoles (según la tradición popular a través de la cual nos ha llegado) y que sirve para dar comienzo al libro. Cuentan que Carlos V (en esta versión) debía firmar una sentencia cuyo texto decía: “Perdón imposible, que cumpla su condena”. Sin embargo, en el último momento cambió de idea y quiso ser clemente, por lo que mudó la coma de sitio antes de rubricar: «Perdón, imposible que cumpla su condena». De este modo, el significado de la sentencia se transformaba por completo, como nos corroboraría de primera mano (y de ser ello posible) el pobre condenado.

La literatura también está plagada de historias que evidencian flagrantes confusiones por un mal uso (o una mala lectura, como a continuación veremos) de los signos de puntuación. Una década después de la publicación de su aclamada novela El Jarama, Sánchez Ferlosio se vio forzado a hacer unas declaraciones en público para advertir de que la cita con la que abría y cerraba el libro, y que aparecía en todas las ediciones entre comillas y sin firma, no la había escrito él, sino que pertenecía a un tratado geográfico de Madrid de 1864. Y es que más de un admirador, sin advertir el significado usual de las comillas (que marcan la introducción de una cita literal), le había creído adular diciendo que era la parte que más les gustaba de toda la novela…

Otro de los casos que recoge Millán es el de un artículo de Néstor Luján sobre la Revolución Francesa que publicó La Vanguardia hace más de una década. El periodista había escrito: “En una zona de la Vendée tan solo, el 40 por 100 de la población fue asesinada y el 52 por 100 de la riqueza se destruyó”. Sin embargo, lo que se publicó finalmente, dejando al autor bastante mal parado, fue: “En una zona de la Vendée, tan solo el 40 por 100 de la población fue asesinada y el 52 por 100 de la riqueza se destruyó”. La posición de la coma convertía al objetivo cronista en un despiadado psicópata ávido de que se hubiera producido la mayor masacre posible.

En definitiva, nos movamos en el terreno de la leyenda, de la ficción o de la realidad, como en los tres casos expuestos, la consecuencia evidente que podemos extraer de tales casos es siempre la misma: la puntuación no es una cuestión nimia, ni caprichosa. Se trata de un elemento clave de la comunicación escrita (y hasta de la propia supervivencia, pues permite al lector respirar gracias a la sucesión ordenada de pausas diseminadas por el texto). También resulta crucial para evitar ambigüedades: “Las señoras que deseaban descansar se retiraron” (donde la subordinada adjetiva especificativa acota la significación del sustantivo y señala solo a algunas de ellas) no es igual que decir: “Las señoras, que deseaban descansar, se retiraron” (todas se retiraron). La forma de puntuar cumple, adicionalmente, funciones estilísticas (a modo de ejemplo, el poeta José Ángel Valente usa las rayas para los incisos y reserva los paréntesis para aclaraciones breves y prácticas, como fechas, números de versos, etc.), así como expresivas (las comillas marcan la ironía; los puntos suspensivos y los signos de exclamación y de interrogación intentan transmitir sobre el papel las emociones de quien escribe, etc.).

Junto a los rasgos funcionales de los signos de puntuación, el libro también ofrece los principales contextos de uso de cada uno de ellos, de forma esquemática y didáctica, pero, sobre todo, amena. Y es aquí, en el terreno de la amenidad, donde Perdón, imposible mejor juega sus cartas para captar la atención del público, pues, además de arrancarle más de una sonrisa, descubre datos curiosísimos acerca de los signos de puntuación. De hecho, realicemos el pequeño ejercicio de poner a prueba nuestros conocimientos sobre la materia. ¿Sabían ustedes que en el Renacimiento fue común que los dos puntos se llamaran coma? ¿Que el paréntesis ya se usaba en los manuscritos medievales, pero tuvo que dibujarse a mano cuando se introdujo en los primeros libros impresos porque los cajistas no contaban con este signo? ¿Que el punto (derivado de punctum, pinchar) se usaba en lugar del actual espacio para separar las palabras y que fueron algunos gramáticos de los siglos IV a VIII quienes lo empezaron a usar para marcar ya las pausas, usando alturas variables (.), (·), (˙), en lugar de nuestra coma, punto y coma o dos puntos, y punto, respectivamente?

También descubrimos que en la Edad Media se usaba el calderón ( ¶ ) o paragraphus (para-, ‘lo que está junto a’; graphos, ‘la letra’) para indicar el cambio de tema, y no el actual espacio en blanco, que continúa, en cualquier caso, cumpliendo la misión de estructurar desde un punto de vista lógico el discurso (además de la de construir la arquitectura de la página). O que el punto y seguido cumplía las funciones del actual punto y aparte, práctica que convertía los textos en enormes sucesiones de bloques compactos (lo podemos ver todavía en las obras impresas del Siglo de Oro). O que el maestro gramático Jiménez Patón definió en un tratado del siglo XVII el paréntesis con esta inusitada y bella metáfora: “Paréntesis es un círculo grande, partido por medio, que abraza la razón inserta”.

Estas y otras muchas historias puede encontrar el curioso lector en Perdón, imposible. Quien desee continuar explorando cuestiones relativas a la puntuación puede hacerlo en la “extensión cibernética” del libro, un espacio virtual creado por el propio Millán para dar cabida a todo aquello que quedó fuera de los límites del papel. En todo caso, tanto en la web como en el libro entrará en contacto con un ámbito que no atiende a especialidades. Periodistas, juristas, humanistas, criminalistas, matemáticos, psicólogos…, todo aquel, en definitiva, celoso de una correcta escritura e interesado en la letra impresa y en sus avatares podrá bucear en esa parte secreta e íntima que protege y acompaña a las palabras, ese dominio que completa su significación y las dota de verdadero espíritu: la puntuación.


Ana Peñas