No parece que a los españoles se nos ha dado bien esto de la banca y el fisco. Si miramos a la época moderna, desde el siglo XVI, cuando la economía comenzó a monetarizarse y mercantilizarse en Europa, nos damos cuenta que aquello de comerciar, prestar dinero, contarlo, mover monedas, montar gremios y calcular ingresos y gastos debía de ser cosa de italianos, flamencos, ingleses, alemanes y judeo-conversos expulsados a Portugal. Nosotros desde las tres bancarrotas de Felipe II y las 4 de Felipe IV hasta nuestro actual empantanamiento de Bankia, con temple de hidalgos, ni inmutarnos. Nuestra patria es la de siempre, sobre todo en cuanto a sus problemas estructurales. Siempre hemos tenido una fiscalidad inexistente dada la imposibilidad de desplazar la carga impositiva sobre una nobleza privilegiada y un clero exento de pago, o sobre un mísero y explotado campesinado sin apenas excedente, y de gravar los patrimonios de la Iglesia. Una Hacienda raquítica que acompañaba a un estado raquítico incapaz de acometer una reforma fiscal con fines redistributivos para el desarrollo de capital humano y económico nacional. Se han gravado las actividades productivas a fuerza de no poder hacer nada con las improductivas e ilegales. Nuestro primer banco nacional surgió un siglo después del Banco de Inglaterra. El Banco de San Carlos (1782) tenía como objetivo prestar a la monarquía para sus gastos político-militares. Quebró. En 1820 se creó el Banco de San Fernando, seguido del de Barcelona (1845) y ya en plena difusión de la Revolución industrial por el continente se fundó el Banco de España (1855) como emisor de billetes en todos el estado orientado al impulso de la construcción del ferrocarril y el desarrollo de la industria. Nuestro sistema financiero nunca dejó de ser frágil y atrasado.
En los momentos de bonanza nunca se han tomado medidas, que para eso el dinero corría fácil; en los momentos de crisis, ha habido que adoptar medidas de urgencia, expedientes extraordinarios, se han realizado actos aislados. Nuestros capitales siempre han estado unidos a la triada preindustrial de tierra (mayorazgo), consumo conspicuo de ostentación (construcción de palacios, jardines, excesos en vestidos y comida y criados) y a la creación de redes de poder cercanas a la monarquía-corte. Esto sigue orientando un capital financiero altamente politizado, una banca ineficaz, atrasada organizativa y tecnológicamente durante décadas, poco vinculada con la industria y estrechamente ligada a los servicios y transportes. Llevamos siglos in extremis e in extremis seguimos. La banca privada española tuvo que enfrentar desde los años setenta una crisis económica mundial, una transición política incierta, una liberalización de las reglas del juego y la ruptura de las relaciones laborales del franquismo. Desde los años ochenta, hemos vivido otro largo período de crecimiento y optimismo en el que el país se ha dedicado a alicatar hasta el techo los portales de mármol (todo lo que se ve públicamente) en lugar de aprovechar para arreglar las cañerías y desarrollar capital humano, una economía diversificada y competitiva y un sistema financiero moderno y sólido. La liquidación progresiva de la banca pública, la limitación de sus acciones y las fusiones y órdagos de la gran banca privada de los noventa enriquecieron a muchos, pero no nos prepararon para la llegada del euro. En nuestros años de crecimiento se ha liberado suelo para el próximo siglo para la construcción, se han depredado nuestras costas con un despiadado afán de lucro y se ha hipotecado la vida de millones de personas que pensaron sacar ventajas del dinero fácil y negro.
Otra crisis, ahora mundial, trasladada al panorama nacional en corruptelas políticas, ineptitud, caos en la gestión, marasmo financiero y progresiva desindustrialización que requiere de nuevo medidas drásticas y excepcionales. Tienen que venir de Europa a decirnos que llevamos 4 años de crisis y que hay que hacer reformas y saneamientos radicales en nuestro sistema financiero.
No es nuestra esencia, ni nuestra españolidad, ni nuestra condena, ni nuestra naturaleza. Es la falta de voluntad y necesidad de quienes tienen el poder económico y político de negociar privilegios y beneficios a cambio de bienestar general, prosperidad, paz y orden social. Algo que ya pasó en Inglaterra tras la Revolución gloriosa y casi todos aquellos lugares donde una clase media desbancó al Antiguo Régimen y creó una conciencia de bien público nacional. Seguimos esperando.
Doctora en Filosofía. Profesora de Historia Contemporánea.
Udima, Universidad a Distancia de Madrid