El busto de Nefertiti es noticia. Desde el pasado 6 de diciembre – y hasta el próximo 13 de abril – ejerce de reclamo en una exposición que lleva por título “Bajo la luz de Amarna, 100 años del descubrimiento de Nefertiti”. La muestra, con sede en el Neues Museum de Berlín, pone la escultura al frente de la actualidad museológica pero, como efecto colateral, reaviva un debate incómodo para Alemania y otros países del primer mundo: ¿son sus museos los legítimos dueños de las reliquias expuestas?.
La respuesta más enérgica lleva la firma de Zahi Hawass, el mediático secretario general del Consejo de Antigüedades Egipcias. Desde hace años Hawass exige la restitución de piezas que salieron del país décadas atrás, apelando a derechos históricos y al contexto de dudosa legalidad en que las piezas salieron de Egipto. Un buen ejemplo es el busto de Nefertiti, cuya biografía merece ser reconstruida.
El 6 de diciembre de 1912 el busto fue arrancado de su lecho milenario (las ruinas del taller de Thutmose, en la ciudad egipcia de Amarna) por el explorador suizo-alemán Ludwig Burckhardt. Las excavaciones contaron con el patrocinio del empresario James Simon y el permiso de las autoridades culturales egipcias, cuyo Servicio de Antigüedades estaba entonces en manos del francés Gustave Lefevre. El sistema de partage regía entonces el protocolo a seguir por los arqueólogos extranjeros, obligados a entregar la mitad de las piezas halladas a condición de que las piezas más rutilantes no salieran de Egipto.
Se conoce que Burckhardt aprovechó la bisoñez de los “expertos” y, en un golpe de audacia, camufló el busto entre cascotes y restos poco vistosos. Además, adosó a la carga un inventario en el que la escultura era descrita como “busto pintado de una princesa”. Juzgar las intenciones de Buckhardt un siglo más tarde se antojaría arriesgado si no fuera por lo que reza su diario de excavación: “busto pintado de la reina”. El gesto tenía todos los pronunciamientos de ser una maniobra de distracción. El germano intentó por todos los medios que la estatua de la reina pasara desapercibida a los ojos de los funcionarios “expertos”, a los que hizo creer que el busto pertenecía a una simple princesa. Y lo consiguió. Finalmente aquella Nefertiti inmortalizada en yeso y caliza franqueó fronteras y aduanas en manos de Burckhardt para acabar engrosando la colección particular de James Simon, que la adquirió antes de donarla al Museo Egipcio de Berlín en 1920. Tras 23 años en la capital alemana, el estallido de la Segunda Guerra Mundial obligó a desalojar las salas del museo. El busto inició entonces (1943) un largo periplo por museos alemanes y norteamericanos que acabó en octubre de 2009.
Desde entonces, pernocta en el Neues Museum – uno de los edificios que conforman el complejo berlinés de la Isla de los Museos – mientras se suceden las entregas en una larga confrontación jurídica y diplomática entre egipcios y alemanes que arrancó en 1924, cuando Egipto reclamó por primera vez la devolución del busto. La historia habría sido otra si en 1933 Hitler, instado por Hermann Göring, hubiera firmado su devolución antes de contemplarla in situ. Pero el Führer pidió verla y apenas emergió del éxtasis lo tuvo claro: Nefertiti se queda en Alemania.
Ni siquiera las amenazas egipcias de expulsar a los arqueólogos alemanes de Egipto han surtido efecto. El busto sigue en Berlín mientras las víctimas del “colonialismo arqueológico” batallan por recuperar piezas cuyo significado trasciende el ámbito arqueológico. El mejor ejemplo es Grecia, que inauguró su flamante Museo de la Acrópolis en 2009 con una sala vacía y la esperanza de que el British Museum devuelva por fin los mármoles de Elgin.
Tanto Alemania – en el caso del busto – como Gran Bretaña – en el caso de los mármoles del Partenón – justifican su postura apelando a su rol mesiánico (“nosotros evitamos la desintegración de las piezas”) y a las escasas garantías de conservación ofrecidas por griegos y turcos. Una visión estrábica de la realidad que ha dejado de tener sentido en pleno siglo XXI. Un murmullo de indignación se ha instalado ahora en los países víctimas del saqueo, cuya táctica consiste en llamar la atención de la comunidad internacional (con golpes de efecto como los orquestados por Zahi Hawass desde El Cairo) sacando los colores a Europa para que retumbe en su conciencia la impunidad de sus saqueos en el pasado. Lo que se plantea ahora es un problema de conciencia histórica, aquella de la que han sido despojados griegos y egipcios. Que estos países hayan tardado siglos en tomar conciencia de su legado arqueológico no justifica que el expolio de otros tiempos (salvamento de reliquias, según algunos) se perpetúe en el tiempo como algo benigno. ¿Aceptaríamos los españoles que la Dama de Elche (en París hasta 1940) siguiera expuesta en el Louvre por motivos de conservación?.

Daniel Casado Rigalt