En la sierra madrileña se levanta el palacio monasterio de El Escorial, un lugar con fama de sobrío y aislado. A pesar de recibir miles de visitantes al año, pocas personas reparan en el alegre colorido y la fuerza expresiva de los frescos que decoran las bóvedas de la basílica: la magnitud y el silencio de la arquitectura guardan el secreto. Estos frescos fueron pintados a partir de 1692 por Luca Giordano, un artista ambicioso, viajero, orgulloso y sin muchos escrúpulos para ganar dinero, capaz de trabajar a una velocidad que espantaba a sus contemporáneos y le valió el apodo de Luca Fa Presto (algo así como Luca Date Prisa). En la segunda mitad del siglo XVII Nápoles era la tercera ciudad más grande de Europa occidental, sólo menor que París y Londres. Los viajeros de la época la describen como una capital ostentosa y miserable, atestada y ruidosa, “un paraíso habitado por diablos” como se dijo modernamente, aunque la religiosidad fuese el rasgo más evidente del conjunto social. Los valores dominantes eran los de la aristocracia, y el ennoblecimiento, la máxima aspiración.
En ese contexto, en 1650 despuntó la figura de Luca Giordano, que nació en Nápoles el 18 de octubre de 1634 y murió en la misma ciudad el 12 de enero de 1705. Una notoriedad eficazmente cultivada le valió ser llamado a la corte española con la promesa del encargo más importante de la monarquía de Carlos II. Giordano fue requerido para trasladarse a Madrid donde permaneció durante una década. En total, realizó seis grandes conjuntos murales en El Escorial, Madrid, Aranjuez y Toledo, y produjo alrededor de 300 obras de caballete. Esto suponía haber pintado un lienzo nuevo cada menos de 10 días, sin ayudantes conocidos.
Giordano fue recibido en Madrid como una personalidad importante; de inmediato se le concedió el oficio de ayudante de Aposentador Real, y recibió la llave del taller de palacio, equivalente a ser nombrado jefe de los Pintores del Rey, apenas dos años después de su llegada a la corte. El napolitano estaba relevado de cualquier servicio ordinario, pero es simbólicamente fundamental que Carlos II distinguiera así al que deseaba fuera su pintor, igual que su padre Felipe IV hizo con Diego Velázquez, demostrando haber heredado el interés por los asuntos artísticos y percibir claramente la importancia de la proyección de la autoridad, a través de las empresas suntuarias. Conocedor de las posibilidades del pintor, el rey se sirvió de él como instrumento renovador en sus proyectos artísticos con la decoración escurialense a la cabeza, que confirieron a estos espacios un carácter de prestigioso esplendor, reforzando la imagen de la monarquía ante quienes ya organizaban una sucesión extranjera en el trono sin herederos de España.
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Sara Fuentes