La actual crisis internacional nos ha llevado a tener que repensar muchas cosas, es habitual que en todos los sectores se estén buscando soluciones creativas a los problemas del día a día. Viéndolo desde otro punto de vista, hemos sido expulsados bruscamente de nuestra zona de confort y estamos obligados a innovar.
La educación, como el resto de sectores, está reinventando su manera de hacer para seguir contribuyendo a la sociedad. En apenas unos días, los colegios han diseñado protocolos, han puesto en marcha plataformas de educación online y han formado e incorporado nuevos profesionales a los equipos docentes y a las plantillas de administración y servicios. La necesidad de atender lo inmediato ha puesto en evidencia las costuras del sistema, además de suponer un reto educativo sin precedentes al que se está respondiendo robando muchas horas al sueño.
En estas circunstancias, es difícil pensar con claridad y se corre el riesgo de dejar los principios y proyectos educativos en un segundo plano, aplazando la labor, siempre complicada, de evaluar la innovación educativa. Pero ¿qué ocurre si hacemos precisamente lo contrario y convertimos la necesidad en virtud?
Los proyectos educativos de los centros y los principios metodológicos de las programaciones son, en este momento, un referente necesario para valorar si nuestras soluciones a los problemas diarios van en buena o mala dirección. Principios como el aprendizaje activo, la participación, la enseñanza globalizada o la inclusión educativa son claves para valorar la adecuación del planteamiento metodológico que se propone. Los recursos educativos que se emplean, así como las distribuciones horarias y del espacio o los criterios y enfoques para evaluar se están cambiando y esto merece una reflexión por nuestra parte.
La mayoría de nosotros hemos buscado la solución en lo material y en los medios. Estamos experimentando de primera mano con el uso de tecnologías educativas en las que, en muchas ocasiones del pasado cercano, hemos depositado anhelos, esperanzas y deseos sobre su capacidad para solucionar los males del sistema educativo. La pregunta es ¿eran la panacea que pensábamos?
Con casi total certeza, la mayoría de la comunidad educativa ya se ha dado cuenta de que un martillo, por muy tecnológico que sea, sigue siendo eso: un martillo. Como descubrieron nuestros mayores antes que nosotros, la radio, la televisión, los ordenadores, la internet o los móviles son solo herramientas vacías si no hay un docente comprometido y con ganas de compartir estudio y amor por el conocimiento con sus estudiantes. Esa es y ha sido siempre la respuesta: la persona que hay detrás de la tecnología.
Estamos en un momento único para mejorar y cambiar la educación, pero debemos hacerlo desde la esencia y las creencias que tenemos y compartimos sobre ella y no desde “lo nuevo”. Evaluemos nuestra metodología, nuestra organización, nuestros recursos y nuestra forma de evaluar y, por qué no, nuestra energía y disposición emocional para llevar a cabo los cambios que hacen falta. Hagamos esa evaluación con un ojo puesto en las necesidades del ahora, pero no olvidemos mantener el otro en lo que significa educar y ser docente. Si somos capaces de hacerlo, las necesidades de hoy pueden ser las virtudes del mañana.