Uno de los grandes problemas de los sistemas educativos a la hora de enfrentarse a un proceso de planificación de la enseñanza y el aprendizaje de lenguas, especialmente las extranjeras, es saber fijar hasta qué nivel de destreza se deben estudiar en el transcurso de los distintas etapas educativas. Normalmente, este dilema surge por dos motivos: primero, porque es habitual pensar que el bilingüismo exige conocer al menos dos lenguas al mismo nivel de dominio, teniendo como referencia la lengua nativa; segundo, porque no se tiene una idea clara de para qué se quiere aprender una nueva lengua, si tenemos en cuenta la variedad de motivaciones que pueden tener los estudiantes.
La consecuencia de lo primero es que buena parte de la población, equivocadamente, no se considera bilingüe si no tiene un dominio equivalente al de un nativo en la otra lengua, por lo que se exige una destreza desproporcionada en niveles de educación primaria y secundaria. La segunda consecuencia es que los aprendices de una lengua pueden estar expuestos a dominios de la lengua que no corresponden a los de sus intereses reales, por lo que su motivación para seguir adelante puede verse afectada.
Aunque la solución a estas cuestiones es compleja y no depende de un solo factor, una posible solución puede encontrarse en una reflexión sobre las implicaciones del “principio de complementariedad”, tal y como ha sido enunciado por el lingüista François Grosjean. El principio reza así: “Las personas bilingües adquieren y usan las lenguas con propósitos distintos, en diferentes dominios de la vida y con gente distinta. A las diferentes realidades de la vida le corresponden a menudo diferentes lenguas” (F. Grosjean: Bilingual. Life and Reality, 2012, p. 29).
Esto significa que las personas bilingües (en dos o más lenguas) utilizan las lenguas que saben en contextos distintos y, consecuentemente, a niveles distintos, dependiendo así de la exigencia de comunicación de cada contexto. Por ejemplo, si una persona bilingüe utiliza el inglés en ámbitos familiares, sociales y académicos, tendrá un registro mucho más alto y mucha más fluidez que otra persona que utiliza el inglés solo para la lectura de la prensa o las noticias, u otra persona que solo lo utiliza para actos sociales, pero no para entornos académicos o profesionales.
Una persona que habla varias lenguas, como puede pasar en algunas comunidades autónomas en España (donde se pueden hablar dos lenguas oficiales más una o dos extranjeras), dominará cada una de ellas en niveles distintos, y las usará también en ámbitos diferentes. Por ejemplo, en la familia usará una, para socializar y para interactuar con la administración del Estado podría utilizar las dos oficiales, y para entornos profesionales o de ocio, podría utilizar la extranjera.
Esto, según F. Grosjean, tiene dos consecuencias importantes. La primera, como se habrá deducido por los ejemplos, es que la fluidez con que la persona bilingüe se expresa en cada lengua puede variar. Igual que un estudiante se da cuenta enseguida de que si no practica una habilidad (por ejemplo, la escritura), le cuesta mucho expresarse en esa habilidad, lo mismo sucede con las lenguas: si no se practican en unos ámbitos determinados con un vocabulario específico (lo que en lingüística aplicada se llama dominio), el hablante no está en condiciones de expresarse con fluidez en ese ámbito, a veces ni siquiera en un nivel básico.
Por el contrario, si una persona bilingüe aprende una materia nueva en un idioma, por ejemplo, contabilidad, lo más probable es que tienda a expresarse mejor en el idioma en que la ha aprendido, aunque habitualmente hable otra lengua, y le cueste mucho hablar de contabilidad incluso en su lengua nativa.
La segunda consecuencia del principio de complementariedad argumenta Grosjean, es que siempre hay una lengua dominante sobre todas las demás. Las lenguas no se conocen “en equilibrio”, todas por igual, sino que siempre hay una que domina sobre las otras, aunque la dominante pueda cambiar a lo largo de la vida, según las circunstancias. Esta consecuencia, sumada a la anterior, ayuda a entender por qué es un mito que a la persona bilingüe se le dé bien la traducción, como si esta fuera una habilidad con la que ha nacido. Normalmente, lo que hacen las personas bilingües es intentar encontrar lo que habitualmente se llaman “equivalentes de traducción”, es decir, más o menos trasladan a la otra lengua la idea general de lo que se dice en la una.
Por último, una consecuencia con implicaciones psicológicas en las que todavía hay que ahondar más desde un punto de vista neurocientífico es que las personas bilingües normalmente recuerdan mejor algo que se ha dicho en un idioma si se está usando el mismo idioma en que ese algo se ha dicho. Los experimentos que se han hecho al respecto refuerzan el convencimiento de que el principio de complementariedad realmente actúa en la vida y en la memoria de las personas bilingües.
Como se ve, las consecuencias para la educación del hecho de reflexionar sobre este principio son múltiples, y cada una puede tener sus propias derivadas.
La primera reflexión afecta a los niveles de dominio que debemos fijar como objetivos finales de cada etapa educativa. Es importante analizar los intereses de los estudiantes y ver con qué propósito y en qué contextos utilizan las lenguas que se disponen a aprender, de manera que podamos centrar los contenidos que se desea que aprendan. Esta primera reflexión tiene una derivada importante, que es la selección de contenidos y competencias. Como aconseja el Marco Europeo de Referencia para las Lenguas, cada nivel implica un cierto dominio de las cuatro habilidades, por lo que habrá que determinar para cada edad o año de aprendizaje el nivel competencial que se requiere para ser utilizado en el contexto del aprendiz, que no necesita coincidir con el más alto posible.
Una segunda afecta al modelo de bilingüismo que se quiere implantar, bien sea en un centro educativo, por lo que la decisión debe tomarse al nivel directivo, o en una comunidad autónoma, por lo que debe de ser la administración educativa la que se implique en el proceso de decisión. Los habituales modelos de bilingüismo sustractivo, es decir, aquel que está basado en la suplantación del tiempo de exposición a una lengua por otra, no parecen adaptarse bien a la realidad que deja entrever el principio de complementariedad.
Una tercera y última reflexión gira en torno a la motivación de los alumnos. Una comprensión profunda de las implicaciones del principio favorecería una mayor personalización de los procesos de aprendizaje de lenguas. Es frecuente que los alumnos de primaria y secundaria (aunque también en los adultos se dé) tengan la sensación de que los usos de las lenguas a los que están siendo expuestos no corresponden a su realidad ni se adecúan a sus necesidades de comunicación. El hecho de comprender que a cada lengua le corresponde un contexto diferente y un dominio de la lengua diferente sienta las bases para ajustar el proceso de aprendizaje a los intereses de los aprendices, con un impacto directo en su posible motivación.