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La máquina de hacer churros

Esta mañana he metido la pata. Ayer recibí un vídeo en el que se recomendaba escuchar música para empezar bien el día, así que he ido a coger el CD del La la lá pero me he equivocado y he puesto el Réquiem de Mozart. Craso error. No lo pasaba tan mal desde una vez en que cateé un examen y, mal aconsejado, me puse a leer La Metamorfosis de Kafka. Tuve que dejarlo a los pocos días cuando recibí varias cartas a nombre de Gregorio Samsa y comenzaron a crecerme patas de escarabajo. La distracción al elegir el disco creo que se debe a que anoche me dio un insomnio de búho y me quedé hasta tarde viendo partidos de la NBA (no sé cómo, porque ya no hay NBA).

El caso es que, con el soniquete de fondo de don Amadeus, las voces de la cabeza me han empezado a hacer preguntas al mismo ritmo al que entran los WhatsApp. Y para hacerme una composición de lugar he tenido que echar mano de alguno de mis mayores, en este caso Clint Eastwood y George Clooney: estábamos comprando baratijas en el rastro y llegó un tsunami. Salimos a pescar, y al barco lo alcanzó la tormenta perfecta. Solo que en vez de agua, la inundación es de bichos, que no vemos pero intuimos. A ese respecto, la lógica del coronavirus es similar a la de la estupidez: tiene un elevado riesgo de contagio y una vez contraída cuesta trabajo eliminarla.

Los economistas, que no somos inmunes a ese virus (al igual que políticos y periodistas), sabemos poco pero hablamos mucho. Una vez oí a uno decir que la inflación es un fenómeno esencialmente monetario, lo que viene a ser como ir al médico porque nos duele una pierna y que el galeno, en vez de diagnosticarnos, nos diga que la vida es un hecho esencialmente biológico.

Mi santoral es reducido, pero en un puesto del altar tengo a Fray Luca Paccioli, el que dijo que el activo es igual a pasivo. Tirando de su hilo veo el siguiente camino: para no ahogarnos, nos hemos quedado en casa. Si estamos en casa, la noria se para. Si se para la noria, no hay trabajo. Si no hay trabajo no hay dinerito para hacer la compra en el Mercadona (con guantes, mascarilla y guardando un metro de distancia entre carro y carro, por supuesto). Y en este punto, estamos en un brete: no hay vil metal pero hay que comer.

Así que, o pedimos prestado o nos lo inventamos (o las dos cosas). Lo primero lo llevan haciendo los gobiernos desde que el mundo es mundo, y lo segundo lo empezaron a hacer los bancos centrales como si no hubiera un mañana en la resaca de 2008. Yo he visto funcionar la ‘máquina de hacer churros’ en dos sitios: en el hemisferio norte en la última década y en Argentina al principio de los 90, donde en un mes los precios subieron un 35%. Una de las muchas diferencias entre un sitio y en otro es que en EE.UU. y  en Europa, a pesar de algunos agoreros, la gente no repudió los churros y la inflación no subió (confesaré que prefiero de churrero a Draghi que a Trichet, ingeniero estudioso de la Ley de Murphy, que paró la máquina en 2009, cuando más necesidad de churros había).

El problema de dicha máquina es que, como no todos medimos lo mismo, la mayor parte de los churros ha ido siempre para los más grandes, véase los bancos, aunque su gestión la dirigiera Rocambole, mientras que pymes, autónomos, parados y pensionistas apenas llegan al mostrador. Y todos ellos también tienen que comer.

Con relación al último colectivo, es dable comentar la ocurrencia de un político americano, que ha aconsejado a los ancianos que hagan un acto de patriotismo y las espichen. No me extenderé mucho en semejante parida, pero el problema es que ese factótum no está solo. Su anaranjado presidente ha dicho que ya está bien de estar en casa y que dentro de quince días pondrá otra vez la noria en marcha. Tal opción tiene un problema, y es que, al paso que va la burra, dentro de poco no habrá gente para subirse a ella.

Gettyimages.

Así las cosas, este milenio de la tecnología y del fin de la historia, tras los terribles atentados que jalonaron su comienzo, ya nos ha dejado, además de la máquina de churros, dos guerras mundiales. Esta, en la que le presentamos batalla a un virus, es la cuarta, y viene después de la tercera, que fue la de 2008. No soy experto en asignaciones presupuestarias, pero la Defensa de los tiempos venideros se llama Sanidad. No es una cuestión de ideología. Es una cuestión de supervivencia.

Este siglo también nos trae una distopía: en julio (o en agosto o en septiembre), las urgencias de los hospitales se colapsarán, pero no por la epidemia, sino por comas etílicos e indigestiones; los conductores se saludarán en los atascos; la gente saldrá a hacer running en la Castellana y terminará en Zaragoza; se agotará la cerveza; los adúlteros correrán sin pudor hasta caer en brazos de sus amantes; los niños volverán alegres al colegio; y nos sorprenderemos al pensar con simpatía en nuestros cuñados.

A tales pronósticos, solo les pongo un pero: como las olas del tsunami, que empiezan en un sitio y tardan en llegar a otro, pudiera ser que, cuando estemos otra vez en la calle, el pico de la curva esté en la Gran Bretaña, magnificado por la certera intervención de su Primer Ministro, que ha contratado como asesor de sanidad a un mono con navaja.

Y entonces pudiera ser que, atraídos por el sol, centenares de miles de ingleses acudan como hacen todos los años a nuestro país, en esta ocasión con el bicho puesto, a estudiar a la Biblioteca Nacional, a visitar el Museo Arqueológico y la Feria del Libro (que será en octubre) y a participar en congresos científicos y tertulias de Filosofía. De ser así, vamos a necesitar a Fernando Simón y a su primo para que nos asistan, porque tendremos que volver a encerrarnos en casita otra temporada…

Hoy por hoy, muros y banderas no se están mostrando muy eficaces en la lucha contra el virus. Por ello, en mi reducido santoral, también le he puesto una estampita a Santa Ciencia, a ver si se descubre pronto una vacuna. En fin, os mando ánimo, besos y abrazos y dejo ya de escribir. Ha aparecido ya el CD de Massiel; me voy a bailar un rato.

El coronavirus y los perros

Comienzo pidiendo perdón al admirado Mario Vargas Llosa por ser tan osado en el título. A muchos les sonará parecido al de la que muchos consideran su obra maestra, aunque sería mejor decir: la mejor de sus muchas obras maestras. Perdón, señor.

El maldito bicho nos ha cambiado la vida a todos, y más que lo hará. Entramos en un túnel, en el que seguimos, en una ladera brumosa, y saldremos, de eso no tengo duda, por el otro lado de la ladera, con un sol radiante que nos ayudará a disipar la niebla. De momento, el túnel es oscuro, pero a lo lejos me parece ver algo de luz.

Ayer leí un magnífico artículo en el diario EL PAIS titulado “La emergencia viral y el mundo de mañana”. Byung-Chul Han, filósofo surcoreano afincado en Berlín, expone algunas ideas muy interesantes. Mi principal reflexión tras su lectura es que la Tierra está girando hacia el este. La vieja Europa está quedando retratada en esta crisis. Los nacionalismos, que encontraron un caldo de cultivo en la gran crisis vivida en la década pasada, vuelven a encontrar más munición en la nueva década. El cierre de fronteras y la gestión de la crisis han demostrado, una vez más, la falta de unidad, con gran regocijo por parte de algunas potencias mundiales y de los nacionalismos que nos acechan. Me temo que los próximos años nada tendrán que ver con “los felices veinte” del siglo pasado.

Los países asiáticos están resolviendo la crisis mucho mejor que los europeos. Se ha dicho repetidamente que China, con un régimen autoritario, que no comunista salvo en el nombre del partido gobernante, puede tomar medidas drásticas que casi nadie osa discutir. Con su enorme tamaño y población puede volcar recursos de unas provincias a otras de forma inmediata para solucionar problemas. Es cierto. Pero otros países con regímenes menos autoritarios están solucionando la crisis del coronavirus con grandes dosis de tecnología e imaginación. Byung-Chul Han llega a decir en su artículo de ayer que “los Estados asiáticos tienen una mentalidad autoritaria. Y los ciudadanos son más obedientes”. Casi nada.

En Europa, y en general en lo que conocemos como mundo occidental, las medidas han ido en otra dirección y, de momento, parece que las cosas están funcionando peor. El precio que pagaremos va a ser mucho más alto; lo está siendo ya si nos fijamos en el número de fallecidos, que cada día va creciendo de forma alarmante. Con tanta y tanta información acaba uno el día sin saber bien cuál es el número de infectados, de muertos o de hospitalizados.

No me gusta lo que está pasando en Europa en general. Ha sido la cuna de muchas civilizaciones desde Grecia a la democracia tal y como la concebimos hoy pasando por la Revolución francesa. Otros muchos hitos históricos han surgido aquí. Los valores de nuestra cultura son muy válidos hoy y espero que en el futuro. Ante la crisis, más Europa y menos nacionalismo me parece una receta bastante más acertada que la contraria.

Supongo que por deformación profesional, y dado que los aspectos sanitarios me desbordan y carezco de conocimientos para opinar sobre las medidas que se toman por parte de las autoridades, desde el primer día de esta crisis me he fijado más en los números, escala real, logarítmica, curva de tal tipo o de tal otro……

Bien es conocido que de fútbol sabemos y opinamos todos. El entrenador se equivoca continuamente. El profesional que lleva toda la temporada al frente del equipo no sabe nada de nada, su alineación es un desastre, ¿por qué juega fulano? ¿cómo sientas a mengano? En resumen, todos sabemos más que el entrenador, y el entrenador que todos los aficionados llevamos dentro lo haría mejor que él. Eso mismo, me da la impresión, está pasando con la gestión del coronavirus. Ahora todos somos expertos en gestionar epidemias, en saber que lo que han hecho los expertos, no digamos los políticos sobre todo si no son de mi cuerda, está mal. Que si hubieran hecho lo que yo digo esto ya estaría arreglado. El experto cuñado que todo lo sabe, figura típica de nuestra época. Sabe tanto de física nuclear como de la prensa del corazón o las energías renovables y de todo está enterado.

Volviendo a los números he optado por no hacerles demasiado caso. No se pueden comparar cifras que no sabemos cómo se han calculado y, si lo sabemos, vemos que los criterios difieren de unos países a otros. Con los mismos hechos y datos se puede llegar a conclusiones muy diferentes, como si de contabilidad creativa se tratara.

En primer lugar, el número de infectados. No sé cómo se puede saber que el número es fiable si gran parte de los mismos son personas que no han sido vistas por un médico ni se les ha hecho un test. En gran parte están confinados en sus casas, unos con síntomas de la enfermedad, otros sin ellos, y algunos asintomáticos estarán trabajando para que el país no se pare y podamos tener pan, luz, Internet, vigilancia, y un montón de cosas más.

El número de hospitalizados debería ser más fiable. Los hospitales son los que son, con un gran esfuerzo para acondicionar nuevos hospitales o algo lo más parecido a un hospital, y no parece tan complejo conocer este dato.

Y luego viene lo más grave, el número de muertos “por coronavirus”. Clasificados por días, edades, sexo, regiones, países y no sé cuántas categorías más. Lo primero que no me gusta es decir muertos “por”, y tal vez sería mejor decir muertos “con” coronavirus. Es habitual en las noticias que nos invaden leer, en los primeros días en que la pandemia afecta a una zona concreta, datos del primer fallecido allí. Cuando el número de muertos va creciendo, algo que está ocurriendo en casi todos los países de Europa o América, pasan a ser solo parte de una estadística.

Pero cuando fallece alguien famoso como mi admirado Kenny Rogers, aunque no sé ni me importa si tenía o no el bicho, o cualquier otro personaje, volvemos a leer los detalles: 87 años, con patologías varias, hipertensión, cardiopatía, obstrucción de esto o de aquello… Además, tenía coronavirus, pero ¿murió por o con coronavirus? Es posible que el bicho haya sido la última gota de un vaso que estaba ya muy lleno. Esto me recuerda a un buen amigo que cuando éramos jóvenes, y él estaba de resaca, siempre decía que la última copa le había sentado fatal, que probablemente “era garrafón”. Todas las anteriores, no diré cuántas, le habían sentado estupendamente.

¿Se cuentan las víctimas con el mismo criterio en todos los países? Se ha cuestionado mucho el caso de Alemania en este tema, por ejemplo. Los porcentajes de mortalidad ¿son fiables y comparables? Me temo que si tanto el numerador (número de fallecidos) como el denominador (número de infectados) no son homogéneos entre distintas zonas o países, el resultado difícilmente puede serlo. Tal vez algo más fiable sería el porcentaje de fallecidos entre la población total, aunque insisto en que no todo el mundo cuenta igual las víctimas mortales.

Y llegamos a la segunda parte del titular, los perros. Es probable que sea la que menos le guste a algún lector, pero es sólo mi opinión. Nunca he sido políticamente correcto y no lo voy a ser ahora, cercano a la jubilación.

Es obvio que el número de personas que tienen una mascota es cada vez mayor, al menos en una gran ciudad como la mía. Me parece que las mascotas, perros principalmente, cumplen un papel importantísimo para muchas personas, especialmente aquellas que viven solas. Que son una ayuda para muchas de ellas me consta. Lo vivo con personas muy allegadas desde hace algún tiempo.

Ahora bien, el que tenga tienda que la atienda, y el que tenga perro, pues también. No he tenido nunca perro y, aunque es difícil hacer afirmaciones categóricas, creo que nunca lo tendré. No es que no me gusten, pero vivo en un piso y creo que tener un perro en estas condiciones no es nada cómodo.

Hay canes que salen a hacer sus necesidades un rato a las siete de la mañana para luego pasar el día esperando a que regresen a sacarlo a las seis de la tarde otra vez. Pobre animal. Y luego encerrado en un piso. Es para pensarlo bien, pero en algunos casos y para determinadas razas de perros, esto roza si no lo sobrepasa, el maltrato animal.

Delante de mi casa hay un jardín donde desde hace mucho tiempo los propietarios de perros sueltan sus mascotas a jugar. Hacen sus necesidades, unos recogen sus cacas, otros no, y así llevamos mucho tiempo. Hay un parque cercano con una zona acotada para perros, pero se ve que el césped les parece más adecuado para que sus mascotas disfruten. Como ahora el parque se ha cerrado, el número de perros, sueltos la mayoría de las veces, ha crecido de forma considerable.

Está confirmado, según todas las informaciones que nos llegan, que hasta ahora los perros al igual que otros animales no sufren las consecuencias del coronavirus, pero yo no estoy seguro de si pueden esparcir o no el virus. Parece ser que el bicho puede permanecer activo horas o días. Si alguien tose y el perro pisa el virus, ¿quién me garantiza que no se lo lleva en las almohadillas de su patas o en su pelo, y lo propaga después? No creo que nadie esté a día de hoy en condiciones de hacerlo.

En cuanto al derecho de los perros a salir a pasear en estos momentos, me vuelve a suscitar dudas. En algún sitio he leído o escuchado que en Wuhan se prohibió salir con perros a la calle. Y la situación allí está mejorando. No tengo claro si la noticia es real o fake, si ha contribuido o no a mejorar la situación, pero se ha publicado.

Nuestras autoridades han decidido que los perros puedan salir a hacer sus necesidades a la calle, y que sus amos las recojan, por supuesto, esto no es nuevo. Hay que aceptarlo, y punto.

Ahora bien, que los dueños de perros, mascotas en general, puedan sacarlos a hacer sus cacas no significa que puedan salir a pasear libremente el tiempo que les parezca, y mucho menos soltar los perros en un jardín. He tenido varias discusiones con personas que tenían su perro suelto en el mío (¡ya me gustaría que lo fuera!). Casi siempre su reacción es la misma: «tengo derecho», «mi perro tiene que correr…», «la calle y el jardín son míos», llegó a decirme una persona, no su mascota. Sin duda una de las conversaciones más surrealistas la tuve esta semana cuando le dije a un individuo que no debía soltar al perro nunca, y menos ahora. Me contestó la consabida frase “Tengo derecho a hacerlo, y te digo una cosa, soy de los pocos que recogen las cacas. Y además los perros no contagian la enfermedad” “¿Estás seguro de eso? le repliqué” “Completamente seguro”.

 

El problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas.

– Bertrand Russell –

El recreo de la clase

Dice el calendario que la primavera está llegando. Sin embargo, por primera vez, no nos preocupa demasiado si marzo mayea o si abril traerá aguas mil; ocupados como estamos en la pesada tarea de adaptarnos a este confinamiento, con la esperanza de que el virus no llame a nuestra puerta y pase de largo.

Añoramos pasear, pero tenemos que conformarnos con mirar el mundo a través de la porción rectangular de cielo que se ve desde nuestras ventanas. Atestamos la nevera, calculamos las raciones como Matt Damon en Marte, huimos de la báscula, limpiamos con ahínco pomos y picaportes y ponemos lavadoras en turnos de mañana, tarde y noche. Cambian nuestros hábitos, le hablamos al ordenador, acudimos al whatsapp buscando apoyo y el termómetro desplaza al satisfyer en la lista de artilugios más vendidos.

Resulta curioso cómo, en muy poco tiempo, cosas que aparentaban ser importantes han dejado de serlo. No hace aún tres semanas, los telediarios consumían minutos y minutos dedicados al tiempo y a los deportes. Ahora, ambas informaciones nos resultan irrelevantes, y nos damos cuenta de la barbaridad que supone que un futbolista gane dos mil veces más que un sanitario. Así, hemos conocido que los astros del deporte rey han cambiado drásticamente sus rutinas, pasando de correr en el estadio dando patadas a un balón, a permanecer sin hacer nada en sus casas (llegados a este punto, hay que admitir que Gareth Bale apenas ha notado la diferencia).

Estos días son más duros, pues casi todos hemos puesto ya nombre y rostro a alguno de los números de las noticias, que acarrean sin cesar paladas de muertos y contagiados. Ayer supe que el padre de dos amigas muy queridas ha fallecido en Madrid, en soledad y sin más atención que la de un enfermero, pues ni siquiera había disponible un médico en la residencia en la que vivía.

Aún así, veo alrededor de mí ejemplos esperanzadores de que, a pesar de que no somos más que un grupo de simios arrogantes por tener la cabeza algo más grande y andar a dos patas en vez de a cuatro, aún tenemos solución: observo cómo disminuye la contaminación de esta ciudad irrespirable que es Madrid, agradezco hasta el infinito que nuestros políticos bajen algo los decibelios en sus comunicaciones, y no paro de recibir en mi móvil abrazos y cariño.

En el bloque de al lado, un disc-jockey nos obsequia diariamente desde su terraza con los grandes éxitos de Manolo Escobar y del Dúo Dinámico; mi farmacéutica se ofreció a traerme a casa un medicamento para que no tuviera que ir a la farmacia, aun estando sano; y mis vecinos han puesto en el ascensor una lista con sus teléfonos por si alguien no puede salir a hacer la compra.

Me gano la vida como profesor. Creo que es un buen trabajo. Doy mis clases de siete a diez a alumnos que llegan al aula cansados, todavía con el estrés de la jornada laboral pisándoles los talones. Aguantan como campeones el rollo que les meto, anhelando secretamente el sofá de su casa o la caña con sus amigos. En medio, hacemos una parada en la que ellos van a beber agua, comentan en el pasillo anécdotas de su jornada o se fuman un cigarro.

En estos días, la clase online ha reemplazado al pupitre y a la pizarra, y nos saludamos por el ordenador en vez de hacerlo en persona, mientras alguno pide permiso para atender a un niño. Mantenemos el horario y el descanso, si bien hemos cambiado algo los hábitos en nuestro recreo. En vez de parar a las ocho y media, lo hacemos a las ocho, pues tenemos la cita más emocionante de todo el día: desconectamos por un momento la cámara y el micrófono, abrimos la ventana y salimos a aplaudir a nuestros héroes.

Para que les llegue nuestra fuerza, nuestro cariño y nuestro apoyo. Para que sepan que no están solos, que los admiramos, los queremos y los necesitamos.

Para que no desfallezcan.

Les aplaudimos desde las casas, desde las aulas, desde las terrazas, desde las azoteas.

Les damos un aplauso largo y cálido, muy fuerte, para que les llegue hasta las UCIs, hasta las salas de triaje, hasta las camillas, hasta las ambulancias, hasta las habitaciones del hospital.

Para vosotros, gigantes, desde nuestro corazón.

Os dedicamos el recreo de la clase.

Madrid, después del viernes 13

El sábado ha salido soleado en Madrid, esta Zona Cero de la nueva ‘zona cero’ del coronavirus, que es Europa. Como bien decían en la radio esta mañana, las cosas evolucionan a ritmo vertiginoso y aún nos cuesta dar crédito a algunas informaciones, instalados como estamos entre el miedo y la incredulidad. Hace un mes y medio, veíamos a China como algo lejano y hacíamos chistes de murciélagos y pangolines. Hace tres semanas, como una amenaza. Hoy, como una esperanza que nos enseña el camino de que la cura es posible.

En esta ciudad frenética que es Madrid, la vida ha cambiado. Hasta la semana pasada, nos faltaba el tiempo para recorrer mucho espacio entre la casa y el trabajo. Hoy nos falta el espacio y nos sobra el tiempo. Esta situación es inédita para todos. Tan viral como la enfermedad es el miedo, quizás más; y tan angustioso como contagiarse es no poder dejar de pensar en contagiarse.

Hasta hace pocos días, oíamos hablar con frecuencia de Messi o de Ronaldo; y hoy, quienes están en boca de todos son Fernando Simón y Juan Roig, ya casi familiares, que nos proveen, respectivamente, de información sobre la enfermedad y de papel higiénico.

Posiblemente, parte del desasosiego que estamos sintiendo proviene de que, de pronto, nos han robado nuestras rutinas; hábitos de los que renegamos por aburridos, pero que nos permitían ganarnos la vida y volver sanos y salvos a casa cada día. Nos han hurtado la cercanía y el tacto. El virus nos ha obligado a reemplazarlas por otras nuevas, fastidiosas y hasta ayer incomprensibles. Pero debemos entender que hoy lavarnos las manos equivale a dar un beso.

Sin ser exagerado, es posible afirmar que la vida humana hoy se enfrenta a una importante amenaza, pero no hay que olvidar que para el coronavirus no somos un enemigo, somos simplemente un anfitrión.

Echando algunas cuentas, es muy posible que haya mucha más gente infectada que diagnosticada. Es comprensible, debemos asumirlo y no caer en el pánico por ello. Dicen los expertos que el ochenta por ciento de los contagiados, o bien no desarrollarán síntomas o bien pasarán una especie de gripe severa. En ambas situaciones, es importante no acudir al hospital para no esparcir el virus. La Sanidad tiene que estar disponible para poder atender a ese otro veinte por ciento con más riesgo. Debemos ayudar a nuestros héroes, que no llevan capa negra, sino bata verde, y que no viven en Gotham, sino que atienden en farmacias y hospitales.

Una vez me explicaron que las telecomunicaciones empezaron a desarrollarse cuando el transporte físico alcanzó su tope: el hombre nunca viajaría a la velocidad de la luz; sin embargo, los datos, la voz y la imagen sí podrían hacerlo. Hoy disponemos de algunas herramientas que ya hubieran querido para sí nuestros antepasados en la época de la peste negra. La tecnología nos rodea. Llevamos ya casi dos décadas hablando por el móvil, sacando billetes vía web y ligando por Internet. Esta situación es una oportunidad impagable para demostrar que podemos seguir haciendo muchísimas cosas y que este bicho no nos va a parar; aunque ello nos resulte muy costoso.

Personalmente, llevo unos días en los que apenas puedo concentrarme. No paro de recibir y de mandar correos y WhatsApps. Y cada cuarto de hora entro a mirar el número de contagiados. Dado que tal actitud no lleva a ningún sitio, pienso que es importante espabilar y ponerse al mando de uno mismo. Teletrabajar puede ser la salvación y la alternativa al colapso, pero nos exige ser disciplinados, respetar horarios y establecer rutinas rigurosas.

Si tuviera que dar algún consejo al respecto diría que debemos actuar como si estuviéramos en una jornada laboral normal, con la ventaja de que no hay que soportar atascos. Trabajar en pijama está prohibido. No digo que nos tengamos que arreglar como si tuviéramos una cita, pero el día debe comenzar con una ducha y un buen desayuno. El lugar de trabajo debe estar independizado y durante el período laboral debemos evitar distracciones como mirar el móvil o el Facebook. Asimismo, no son recomendables las visitas furtivas al sofá o a la nevera.

Eso sí, después de trabajar, haced alguna actividad que os guste, mandad chistes, vídeos y reíros mucho y fuerte. Tenemos a nuestro alcance vídeos, webs, música y libros. Sobre todo, libros. Y si podéis, meditad.

Estad atentos a vuestra gente cercana y subidles el ánimo cuando los veáis mustios para que no se vengan abajo. Hay que ser fuertes psicológicamente. Si conocéis a alguien que sufra desdoblamiento de personalidad, recomendadle encarecidamente que se sitúe a una distancia de sí mismo de al menos un metro y que no se salude.

Estoy convencido de que de saldremos de esta. Descubriremos en nosotros fortalezas nuevas que no conocíamos. Nos volveremos más empáticos, más compasivos y nos escucharemos más. Aunque no sea hoy y no sea pronto, volveremos a abrazarnos y a tomar cañas.

Cuidaos mucho y, por favor, quedaos en casa.

Consejos literarios para los tiempos que corren

El coronavirus es un peligro. Aparte de su nombre, que pareciera atentar contra el precepto constitucional sobre la forma de gobierno que nos hemos dado los españoles, me produce inquietud su evolución, que no respeta idiomas ni banderas. Así las cosas, observo intranquilo las apariciones diarias de un señor con gafas de pasta y cara de preocupación diciéndonos que mantengamos la calma y ofreciendo después el minuto de juego y resultados sobre fallecidos, infectados y aislados en todo mundo, que no para de crecer.

Para animarnos, los medios de comunicación nos dicen que por causa de la gripe la espichan todos los años miles de personas en nuestro país y que esto no es para tanto. Así debería ser, si no fuera por varios detalles sin importancia: no se sabe cuál es el origen o cómo se transmite, pero sí que es muy contagioso y no hay remedio que lo ataje.

Un amigo optimista me dice que, con todos los avances que hay, pronto descubrirán una vacuna; no obstante, albergo dudas al respecto. Si bien todos tenemos nuestras casas inundadas de gigas y aparatejos que nos permiten estar “always on”, en los diez mil años que llevamos fuera de las cavernas aún no hemos sido capaces de dar con un remedio eficaz contra la calvicie. El Cholo Simeone y un servidor somos ejemplos fehacientes de lo que hablo.

Por todo ello, tras una sesuda reflexión y con el fin de sobrevivir lo más posible, se me han ocurrido dos vías de protección: la mala educación y la literatura.

Con respecto a la primera, dejaré de ahora en delante de dar los buenos días a los chinos, japoneses, iraníes, alemanes e italianos con los que me encuentre por los pasillos; y si me veo obligado a compartir ascensor con ellos, lo haré llevando mascarilla, bufanda, guantes y el verdugo que me ponía mi madre en la cabeza cuando era pequeño (prenda bastante desagradable, por cierto, debido a que picaba mucho en las orejas). No penséis que trabajo en la ONU; es que vivo en Usera.

Con respecto a la segunda, y a falta de otras certezas, me permito aconsejaros tres libros: el primero, La peste, la obra maestra de Albert Camus, el gigante que describió cómo héroes y miserables se enfrentaron a la temible plaga, y cómo la condición humana, frente a la adversidad, es capaz de lo mejor y de lo peor (igual que Courtois en la portería del Madrid).

El segundo es El Decamerón de Boccaccio. El mismo narra cien historias de amor, de erotismo y de tragedia y se ubica en la Florencia del siglo XIV asediada por la peste, donde diez jóvenes de posibles se refugiaron en una villa a las afueras de la ciudad. Esta opción es deseable si se dispone hoy en día de un buen chalet y de un nutrido grupo de amigos con ganas de fiesta y aficiones literarias. De no reunir todos esos requisitos, es posible acceder a una versión más modesta, consistente en sentarse en el sofá y ver series de Netflix como si  no hubiera un mañana.

El tercer libro es Zombi. Guía de supervivencia de Max Brooks. Me lo han regalado recientemente y lo he empezado a leer en su calidad de obra de ficción. No obstante, y con el devenir de los acontecimientos, lo he pasado a considerar como un libro de autoayuda, y voy a seguir a rajatabla algunos de los consejos que ofrece. No me refiero a agenciarme un hacha e ir descuartizando a muertos vivientes por la calle, sino a proteger mi casa frente a posibles ataques de infectados. En concreto, tengo entre ceja y ceja a un vecino que me mira con ojos aviesos y que tiene por mascota a un pangolín.

En fin, apreciados lectores, comprendo que, a estas alturas, alguno de vosotros piense que la razón ha abandonado mi sesera sin mirar atrás. No obstante, y sin resignar las dos vías de protección arriba comentadas, os haré una tercera propuesta: en el caso de que intuyáis que, durante los meses próximos vais a pasar una buena temporada sin salir, y de que tengáis inquietudes y ganas de aprender, os recomiendo que os apuntéis a los cursos y másteres a distancia del CEF.- Centro de Estudios Financieros, y a los grados y másteres de la UDIMA. Sus contenidos son de gran interés; su metodología, rigurosa; y sus profesores, muy competentes.