Esta mañana he metido la pata. Ayer recibí un vídeo en el que se recomendaba escuchar música para empezar bien el día, así que he ido a coger el CD del La la lá pero me he equivocado y he puesto el Réquiem de Mozart. Craso error. No lo pasaba tan mal desde una vez en que cateé un examen y, mal aconsejado, me puse a leer La Metamorfosis de Kafka. Tuve que dejarlo a los pocos días cuando recibí varias cartas a nombre de Gregorio Samsa y comenzaron a crecerme patas de escarabajo. La distracción al elegir el disco creo que se debe a que anoche me dio un insomnio de búho y me quedé hasta tarde viendo partidos de la NBA (no sé cómo, porque ya no hay NBA).

El caso es que, con el soniquete de fondo de don Amadeus, las voces de la cabeza me han empezado a hacer preguntas al mismo ritmo al que entran los WhatsApp. Y para hacerme una composición de lugar he tenido que echar mano de alguno de mis mayores, en este caso Clint Eastwood y George Clooney: estábamos comprando baratijas en el rastro y llegó un tsunami. Salimos a pescar, y al barco lo alcanzó la tormenta perfecta. Solo que en vez de agua, la inundación es de bichos, que no vemos pero intuimos. A ese respecto, la lógica del coronavirus es similar a la de la estupidez: tiene un elevado riesgo de contagio y una vez contraída cuesta trabajo eliminarla.

Los economistas, que no somos inmunes a ese virus (al igual que políticos y periodistas), sabemos poco pero hablamos mucho. Una vez oí a uno decir que la inflación es un fenómeno esencialmente monetario, lo que viene a ser como ir al médico porque nos duele una pierna y que el galeno, en vez de diagnosticarnos, nos diga que la vida es un hecho esencialmente biológico.

Mi santoral es reducido, pero en un puesto del altar tengo a Fray Luca Paccioli, el que dijo que el activo es igual a pasivo. Tirando de su hilo veo el siguiente camino: para no ahogarnos, nos hemos quedado en casa. Si estamos en casa, la noria se para. Si se para la noria, no hay trabajo. Si no hay trabajo no hay dinerito para hacer la compra en el Mercadona (con guantes, mascarilla y guardando un metro de distancia entre carro y carro, por supuesto). Y en este punto, estamos en un brete: no hay vil metal pero hay que comer.

Así que, o pedimos prestado o nos lo inventamos (o las dos cosas). Lo primero lo llevan haciendo los gobiernos desde que el mundo es mundo, y lo segundo lo empezaron a hacer los bancos centrales como si no hubiera un mañana en la resaca de 2008. Yo he visto funcionar la ‘máquina de hacer churros’ en dos sitios: en el hemisferio norte en la última década y en Argentina al principio de los 90, donde en un mes los precios subieron un 35%. Una de las muchas diferencias entre un sitio y en otro es que en EE.UU. y  en Europa, a pesar de algunos agoreros, la gente no repudió los churros y la inflación no subió (confesaré que prefiero de churrero a Draghi que a Trichet, ingeniero estudioso de la Ley de Murphy, que paró la máquina en 2009, cuando más necesidad de churros había).

El problema de dicha máquina es que, como no todos medimos lo mismo, la mayor parte de los churros ha ido siempre para los más grandes, véase los bancos, aunque su gestión la dirigiera Rocambole, mientras que pymes, autónomos, parados y pensionistas apenas llegan al mostrador. Y todos ellos también tienen que comer.

Con relación al último colectivo, es dable comentar la ocurrencia de un político americano, que ha aconsejado a los ancianos que hagan un acto de patriotismo y las espichen. No me extenderé mucho en semejante parida, pero el problema es que ese factótum no está solo. Su anaranjado presidente ha dicho que ya está bien de estar en casa y que dentro de quince días pondrá otra vez la noria en marcha. Tal opción tiene un problema, y es que, al paso que va la burra, dentro de poco no habrá gente para subirse a ella.

Gettyimages.

Así las cosas, este milenio de la tecnología y del fin de la historia, tras los terribles atentados que jalonaron su comienzo, ya nos ha dejado, además de la máquina de churros, dos guerras mundiales. Esta, en la que le presentamos batalla a un virus, es la cuarta, y viene después de la tercera, que fue la de 2008. No soy experto en asignaciones presupuestarias, pero la Defensa de los tiempos venideros se llama Sanidad. No es una cuestión de ideología. Es una cuestión de supervivencia.

Este siglo también nos trae una distopía: en julio (o en agosto o en septiembre), las urgencias de los hospitales se colapsarán, pero no por la epidemia, sino por comas etílicos e indigestiones; los conductores se saludarán en los atascos; la gente saldrá a hacer running en la Castellana y terminará en Zaragoza; se agotará la cerveza; los adúlteros correrán sin pudor hasta caer en brazos de sus amantes; los niños volverán alegres al colegio; y nos sorprenderemos al pensar con simpatía en nuestros cuñados.

A tales pronósticos, solo les pongo un pero: como las olas del tsunami, que empiezan en un sitio y tardan en llegar a otro, pudiera ser que, cuando estemos otra vez en la calle, el pico de la curva esté en la Gran Bretaña, magnificado por la certera intervención de su Primer Ministro, que ha contratado como asesor de sanidad a un mono con navaja.

Y entonces pudiera ser que, atraídos por el sol, centenares de miles de ingleses acudan como hacen todos los años a nuestro país, en esta ocasión con el bicho puesto, a estudiar a la Biblioteca Nacional, a visitar el Museo Arqueológico y la Feria del Libro (que será en octubre) y a participar en congresos científicos y tertulias de Filosofía. De ser así, vamos a necesitar a Fernando Simón y a su primo para que nos asistan, porque tendremos que volver a encerrarnos en casita otra temporada…

Hoy por hoy, muros y banderas no se están mostrando muy eficaces en la lucha contra el virus. Por ello, en mi reducido santoral, también le he puesto una estampita a Santa Ciencia, a ver si se descubre pronto una vacuna. En fin, os mando ánimo, besos y abrazos y dejo ya de escribir. Ha aparecido ya el CD de Massiel; me voy a bailar un rato.