En los últimos tiempos los videojuegos se han convertido en uno de los entretenimientos más populares en nuestra sociedad. Más del 50% de los ciudadanos europeos de entre 6 y 64 años es consumidor de videojuegos (Statistica, 2021). Porcentaje que se dispara hasta casi el 85% entre los más jóvenes, según el estudio la Federación Europea de Software Interactivo (ISFE Europe’s Video Games Industry) de 2020.
El uso de los videojuegos no se circunscribe únicamente al ámbito del ocio, sino que se han convertido en herramientas muy útiles para prevenir el bullying (Calvo-Morata et al., 2020), ayudar en el desarrollo de niños con discapacidades (Contreras et al., 2019), mejorar el proceso de enseñanza-aprendizaje (Martínez et al., 2022) o mejorar la salud de personas mayores (Xu et al., 2020).
Aunque para la mayoría de individuos, el consumo de videojuegos se relaciona con consecuencias positivas en la salud mental y un mayor bienestar percibido (Billieux et al., 2019), un pequeño porcentaje de usuarios acaba por desarrollar una adicción a los mismos, situándose la prevalencia global de este trastorno en torno al 3% (Stevens et al., 2021). Esta adicción a los videojuegos estaría dentro de lo que Griffiths catalogó en 1996 como adicciones tecnológicas, una subcategoría de las adicciones comportamentales de naturaleza no química en las que se da una interacción entre persona y tecnología.
La adicción a los videojuegos fue incluida bajo la denominación de Trastorno de juego por Internet en el DSM-5, la última edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la American Psychiatric Association en 2013. Fue entonces cuando se conceptualizó como «la utilización persistente y recurrente de videojuegos, habitualmente junto a otros jugadores», que conlleva un deterioro o malestar clínicamente significativo durante un periodo de 12 meses.
Videojuegos: de la preocupación al trastorno
En dicho manual se establecen nueve criterios para el diagnóstico de la adicción a los videojuegos: 1) preocupación por los juegos por Internet, 2) síntomas de abstinencia, 3) tolerancia, 4) intentos fallidos de controlar la utilización de juegos por Internet, 5) pérdida de interés por otras aficiones previas, 6) uso excesivo de juegos por Internet a pesar de ser consciente de problemas psicosociales, 7) ha engañado a otras personas sobre la cantidad de tiempo de juego por Internet, 8) uso de juegos por Internet para escapar o aliviar sentimientos negativos, y 9) ha puesto en peligro o perdido relaciones significativas, su trabajo u oportunidades educativas o laborales debido a su participación en juegos por Internet.
De manera similar, aunque más recientemente, la Organización Mundial de la Salud (OMS) también incluyó la adicción a los videojuegos en su Clasificación internacional de enfermedades de 2018, proponiendo tres criterios diagnósticos: 1) control deficiente sobre el juego, 2) incremento en la prioridad del juego sobre otros intereses y actividades, y 3) continuación o aumento del juego a pesar de las consecuencias negativas. Tanto en el caso del DSM-5 como en el de la Clasificación internacional de enfermedades, se requiere de un periodo de al menos un año para su diagnóstico.
Como todas las adicciones, el Trastorno de juego por Internet se relaciona con numerosas variables negativas para el sujeto como depresión (Teng et al., 2021), calidad de sueño deficiente (Ohayon & Roberts, 2021), ansiedad (Fazeli et al., 2020), otras adicciones (Burleigh et al., 2019), pérdida de autoestima (Teng et al., 2020), victimización por acoso (Yang et al., 2020), bajo rendimiento académico (Hawi et al., 2018), autolesiones (Evren et al., 2020), soledad (Rozgonjuk et al., 2022), impulsividad (Irles & Gomis, 2016) y, en conjunto, un bajo bienestar percibido (Cheng et al., 2018).
En los últimos años se han desarrollado numerosos instrumentos para detectar la adicción a los videojuegos, y muchos de ellos cuentan con versiones validadas para su empleo en población española. Así mismo, se han realizado diversos meta-análisis y revisiones sistemáticas evaluando la eficacia de diferentes tipos de intervenciones, mostrándose las terapias de tipo cognitivo conductual las predominantes actualmente en el tratamiento de este trastorno.