El miedo al crimen es reconocido como un problema serio capaz de provocar gran impacto sobre el estilo de vida de las personas y su sensación de bienestar. El temor a devenirse víctima de un hecho delictivo se concibe razonable teniendo en cuenta las nocivas y vastas consecuencias que para la totalidad del individuo conlleva, pero sólo si se cuenta con cierta base objetiva de que tal situación es probable que suceda. El miedo, entonces, no es intrínsecamente malo, llega a ser disfuncional cuando es desproporcionado respecto al riesgo objetivo (Warr, 2006).
Paradójicamente, quienes más temen al delito no son generalmente las personas más victimizadas, ni los delitos estadísticamente más previsibles son los que tienden a suscitar más alarma entre la población. Como ha puesto de manifiesto García (1998), de las encuestas de victimización se desprende que quienes más temen al delito son los menos victimizados, que los delitos que más miedo desencadenan son los que menos se producen y que no siempre delinquen más las personas que más temor inspiran. Por tanto, el riesgo percibido de victimización, es decir, la vulnerabilidad subjetiva que percibe una persona frente a diferentes actos delictivos o violentos, en función de la probabilidad de ocurrencia de éstos, no se corresponde con el riesgo objetivo de sufrirlos (Ortega y Myles, 1987. Citados en Ramos y Andrade, 1991).
Vozmediano et al. (2010) plantean una combinación ortogonal de la situación objetiva de la delincuencia y del miedo al delito que configura las siguientes cuatro realidades posibles:
En la situación en que la tasa de seguridad objetiva es razonablemente baja y el miedo al delito alto, se requeriría una intervención a nivel social y comunitario por el perjuicio que supone para la calidad de vida de los ciudadanos.
El miedo al delito (en adelante Md), debido a esta contradicción, constituye un importante objeto de estudio, en especial en lo que a las respuestas emocionales que los ciudadanos expresan se refiere. En este sentido, Hale (1996. Citado en Buil, 2016) afirma que el Md tiene efectos psicológicos en las personas modificando sus hábitos y haciéndolas permanecer más tiempo encerradas en casa, de tal modo que tanto la vida en comunidad como los vínculos sociales se pueden ver debilitados.
A este respecto, Ayala y Chapa (2012) encuentran que mientras mayor es el sentimiento de inseguridad de los individuos menor es su demanda de servicios de entretenimiento fuera del hogar, en concreto, es mayor la probabilidad de que los individuos reduzcan sus salidas a restaurantes y cines.
Vidales (2012), en esta misma línea, advierte que el Md implica el aislamiento de las personas, el abandono y, por consiguiente, la progresiva degradación de espacios públicos, un mayor riesgo de conductas violentas, la modificación sustancial de estilos de vida, la estigmatización de determinados grupos sociales considerados peligrosos, la adopción de medidas de protección personal y la demanda social de mayor seguridad que, en su opinión, se ve plasmada en la toma de decisiones político-criminales desacertadas o, cuanto menos, cuestionables.
Muratori y Zubieta (2013), también participa los numerosos estudios que revelan la asociación entre el Md y sus consecuencias, entre las que destaca, a nivel individual, el empobrecimiento de la salud mental, por el aumento de la desconfianza hacia los otros, el desarrollo de cuadros patológicos como depresión y ansiedad, dificultades a nivel físico debido a las restricciones de actividad física y recreativas, y cambios conductuales que afectan al estilo y la calidad de vida como adoptar mayores medidas de autoprotección.
A nivel social, el Md provoca la fractura del sentido de comunidad y el abandono de espacios públicos. Sus investigaciones reflejan como quienes presentan mayores niveles de miedo son más pesimistas, perciben menos aceptación social, menos seguridad y exhiben una muy baja confianza en las instituciones. El autor insiste en que, siendo un fenómeno que efectivamente constituye una amenaza al bienestar y a la calidad de vida de las personas, su medición y evaluación se vuelve una variable fundamental de estudio.
No obstante, y a pesar de los numerosos trabajos que reflejan el impacto negativo del Md en las personas que lo presentan, no se puede concluir sin mencionar aquellas otras aportaciones que subrayan sus efectos positivos. En este sentido, autores como Skogan (1987. Citado en Wynne 2008, p. 12) sostienen que el miedo puede reducir la exposición de las víctimas al riesgo y, por lo tanto, reducir su probabilidad de victimización en el futuro. Hipótesis que justificaría las bajas tasas de victimización general entre los grupos de mayor temor como mujeres o ancianos.