El interés en formar a los profesionales de la salud en aspectos psicológicos tiene una larga tradición en Europa. En uno de los primeros tratados de psicología médica, Ernst Kretschmer, discípulo de Robert Eugen Gaupp ya proponía que el estudio de la psicología no sólo era de interés evidente para los psiquiatras, sino también para la medicina general o la enfermería (1922). Para ello se debía renunciar a los contenidos especulativos y profundizar en aquellos que tenían utilidad práctica clara para el ejercicio de las ciencias de la salud.

Existen numerosas razones que justifican esta necesidad de formar a los futuros profesionales sanitarios en aspectos relacionados con las ciencias de la conducta, y, de manera más concreta, con la psicología.

En primer lugar, los aspectos psicológicos constituyen el núcleo central de la comunicación asistencial y la interacción médico-paciente. Respecto a la comunicación asistencial, elementos básicos como son el estudio de las emociones o de los procesos vinculados con la empatía, resultan clave para poder comunicarse de manera eficaz en entornos clínicos y establecer un adecuado contexto socio-emocional (e.g. Mead y Bower, 2000). Si buceamos un poco en nuestra propia memoria seguro que encontraremos episodios de familiares o conocidos, o incluso vividos por nosotros mismos, en los que se criticaba a un profesional sanitario por su falta de tacto, de delicadeza o incluso de “humanidad” al comunicar una mala noticia.

Hasta hace relativamente poco tiempo, ha existido una cierta concepción de la práctica clínica (de carácter implícito) que permitía justificar estas conductas al considerar que los sanitarios no eran responsables de la gestión de las emociones de sus pacientes. A día de hoy afortunadamente este planteamiento ha cambiado y se considera que un profesional sanitario no ejerce su trabajo de forma profesional si no contempla también estas variables de carácter socio-emocional. Aunque existen muchos factores que pueden explicar esta evolución, las demandas y requerimientos que realizan los propios pacientes han sido el principal motor de cambio. Además, no debemos olvidar que la comunicación asistencial es uno de los factores más importantes para una buena adhesión terapéutica (Zolnierek y DiMatteo, 2009) y un adecuado proceso de afrontamiento de la enfermedad (Fallowfield, 1993).

El segundo gran grupo de argumentos emerge de la idea de que la mayor parte de las causas más importantes de mortalidad mundial están relacionadas con conductas evitables (OMS, 2008), y, por tanto, una adecuada formación en los aspectos vinculados con la modificación de estas conductas resulta imprescindible. Fumar, consumir alcohol, el abuso de fármacos, la falta de ejercicio físico o las conductas alimentarias inadecuadas, son algunas de ellas.

La mejora de la calidad de vida de la población, y de manera más específica de su nutrición, que se ha producido desde finales del siglo XIX ha disminuido la mortalidad producida por enfermedades infecciosas o transmisibles (agudas), aumentando la longevidad de la población y situando a las enfermedades crónicas y neurodegenerativas como principales causas de muerte (Rodríguez-Marín, 2015). Dada la importancia de los factores psicológicos en este tipo de enfermedades, la formación vinculada con las ciencias de la conducta es cada vez más necesaria para los profesionales sanitarios.

En tercer lugar, también debemos destacar como gracias a los avances producidos en el conocimiento científico se ha ido demostrando la relevancia de los factores psicológicos en la génesis, evolución y tratamiento de todo tipo de enfermedades. Desgraciadamente éste ha sido un camino científico lento y tortuoso. A pesar de la relevante propuesta de Engel (1977) y de la difusión conseguida por la publicación en la revista Science de su modelo Bio-Psico-Social, a las ciencias sanitarias les está costando abandonar el modelo biomédico clásico.

Sin duda desprenderse de ese dualismo mente-cuerpo tan arraigado culturalmente está resultando una tarea ardua y compleja. Hoy en día contamos con solidas evidencias de la influencia de factores psicosociales en la etiología y evolución de enfermedades oncológicas (Lillberg et al., 2003), metabólicas (Chida y Hamer, 2008), autoinmunes (Powell et al., 2013), gastrointestinales (Van-Oudenhove et al., 2010) o cardiovasculares (Orth-Gomér, 2007), solo por citar algunos ejemplos.

Finalmente, y como último argumento relevante, también debemos señalar la contribución que las ciencias sociales y de la conducta han realizado a la humanización de las ciencias sanitarias. Nuestro país cuenta con una larga tradición en esta dirección y tanto pensadores como Ortega y Gasset o médicos como Gregorio Marañón o Pedro Laín Entralgo han situado los aspectos psicosociales como claves en la formación de los profesionales sanitarios.

Como aspecto negativo hemos de señalar que esta importante influencia social ha contribuido a generar, en algunas ocasiones, una falsa dicotomía entre formar en un “conocimiento basado en las evidencias científicas” y la necesidad de “humanizar los estudios sanitarios”, contribuyendo a reforzar la idea de que los conocimientos psicológicos son una “ciencia blanda”. Al respecto, conviene recordar de nuevo las palabras de Kretschmer. Sin duda desde esta perspectiva basada en las evidencias científicas la psicología tiene mucho que aportar.