Hace apenas cuatro meses, recogíamos cómo el Rey concedía el Marquesado de Daroca a Antonio Mingote. Hoy nos sumamos al duelo nacional por la desaparición del dibujante, escritor y académico. Nunca un país pierde tanto como cuando se apaga el genio creador de un artista. Ni es tan sincera la pudorosa lágrima que brota al desvanecerse la última sonrisa. Al marcharse «el Picasso de los periódicos» -así lo bautizó Francisco Umbral- se nos marcha también un júbilo al día, un pedazo de la historia más ilustre de ABC y el cuartillo de aguamiel preciso para endulzar la píldora amarga de esta Celtiberia aún bronca, contundente y en ocasiones necia.

En su discurso de ingreso en la Real Academia, Wenceslao Fernández-Flórez definió sencillamente el humor como «una posición ante la vida», que «se coge del brazo» de esta «con una sonrisa un poco melancólica, quizá porque no confía mucho en convencerla». El literato desmarcaba a Castilla de la capacidad de albergarlo, pues, «fuerte, seco, rígido, enamorado de las abstracciones», su natural tiene «un concepto trágico de la vida» que poco se compadece con el género. Una excepción descollaba, no obstante: Miguel de Cervantes, del que con sutileza Fernández-Flórez rescataba a presuntos ancestros galaicos, más proclives a la invención risueña.

Ganado el descanso eterno por la bondad de su persona y el bien causado por sus viñetas, es de suponer el encuentro de Mingote con un Creador desmarcado de esa «idea» castellana «tajante, estremecida y escueta». El honor puede llevarse como una coraza, pero también con ternura.
Descanse en paz.