Convivimos con ellos a diario, pero casi nunca somos conscientes de su presencia. Nos rodean en el trabajo y en casa (en el salón, en el dormitorio, en la cocina e, incluso, para los más inspirados, en el baño); se adentran con nosotros en el metro y siguen a nuestro lado cuando salimos de nuevo a la calle; nos acompañan mientras desayunamos en el bar de la esquina y nos observan desde la página del periódico que leemos. Aún así, continúan pasándonos desapercibidos. Son pequeños, discretos, ordenados, serios y, en ocasiones, traviesos. Son los signos de puntuación.

En 2005, José Antonio Millán, un lingüista y editor digital dedicado desde hace años a la relación entre el español y las nuevas tecnologías, publicó un libro que ahora, seis años más tarde, la editorial RBA recupera en formato de bolsillo: Perdón, imposible. Guía para una puntuación más rica y consciente. Esta reedición es muy oportuna, ya que permite al público adquirir una obra que ya había quedado relegada a los circuitos editoriales de libro descatalogado y de segunda mano.

¿Qué ofrece exactamente Perdón, imposible? No se trata de un manual tipográfico al uso, ni de un tratado histórico acerca de la puntuación, aunque contiene datos sobre la historia de los signos, desde los principales (coma, punto y coma, punto, punto final, paréntesis, etc.), hasta los signos internos de palabra (guion, apóstrofo) y los llamados “menores” (además de ocuparse, por otra parte, de la ausencia de puntuación, de la puntuación en el Quijote y de la propia de la traducción). Tampoco espere el lector encontrar un conjunto sistemático de reglas acerca de cómo puntuar correctamente en español; como el propio autor reconoce, hay abundante bibliografía especializada que ya se ocupa de la materia. Lo que sí esconden las páginas de este libro de carácter divulgativo es un extenso anecdotario de casos raros y divertidos sobre la importancia de colocar (o no) un signo de puntuación en el lugar que le corresponde.

Si “las letras son el cuerpo del texto”, como afirma José Antonio Millán, los signos de puntuación son “el auténtico espíritu de las palabras”. De la mano de esta metáfora, el autor nos adentra en un mundo que oscila entre lo obvio y por todos conocido hasta lo sorprendente y extraño, siempre con el leitmotiv de la necesidad de cuidar la puntuación.

El título responde a una anécdota atribuida a diferentes reyes españoles (según la tradición popular a través de la cual nos ha llegado) y que sirve para dar comienzo al libro. Cuentan que Carlos V (en esta versión) debía firmar una sentencia cuyo texto decía: “Perdón imposible, que cumpla su condena”. Sin embargo, en el último momento cambió de idea y quiso ser clemente, por lo que mudó la coma de sitio antes de rubricar: «Perdón, imposible que cumpla su condena». De este modo, el significado de la sentencia se transformaba por completo, como nos corroboraría de primera mano (y de ser ello posible) el pobre condenado.

La literatura también está plagada de historias que evidencian flagrantes confusiones por un mal uso (o una mala lectura, como a continuación veremos) de los signos de puntuación. Una década después de la publicación de su aclamada novela El Jarama, Sánchez Ferlosio se vio forzado a hacer unas declaraciones en público para advertir de que la cita con la que abría y cerraba el libro, y que aparecía en todas las ediciones entre comillas y sin firma, no la había escrito él, sino que pertenecía a un tratado geográfico de Madrid de 1864. Y es que más de un admirador, sin advertir el significado usual de las comillas (que marcan la introducción de una cita literal), le había creído adular diciendo que era la parte que más les gustaba de toda la novela…

Otro de los casos que recoge Millán es el de un artículo de Néstor Luján sobre la Revolución Francesa que publicó La Vanguardia hace más de una década. El periodista había escrito: “En una zona de la Vendée tan solo, el 40 por 100 de la población fue asesinada y el 52 por 100 de la riqueza se destruyó”. Sin embargo, lo que se publicó finalmente, dejando al autor bastante mal parado, fue: “En una zona de la Vendée, tan solo el 40 por 100 de la población fue asesinada y el 52 por 100 de la riqueza se destruyó”. La posición de la coma convertía al objetivo cronista en un despiadado psicópata ávido de que se hubiera producido la mayor masacre posible.

En definitiva, nos movamos en el terreno de la leyenda, de la ficción o de la realidad, como en los tres casos expuestos, la consecuencia evidente que podemos extraer de tales casos es siempre la misma: la puntuación no es una cuestión nimia, ni caprichosa. Se trata de un elemento clave de la comunicación escrita (y hasta de la propia supervivencia, pues permite al lector respirar gracias a la sucesión ordenada de pausas diseminadas por el texto). También resulta crucial para evitar ambigüedades: “Las señoras que deseaban descansar se retiraron” (donde la subordinada adjetiva especificativa acota la significación del sustantivo y señala solo a algunas de ellas) no es igual que decir: “Las señoras, que deseaban descansar, se retiraron” (todas se retiraron). La forma de puntuar cumple, adicionalmente, funciones estilísticas (a modo de ejemplo, el poeta José Ángel Valente usa las rayas para los incisos y reserva los paréntesis para aclaraciones breves y prácticas, como fechas, números de versos, etc.), así como expresivas (las comillas marcan la ironía; los puntos suspensivos y los signos de exclamación y de interrogación intentan transmitir sobre el papel las emociones de quien escribe, etc.).

Junto a los rasgos funcionales de los signos de puntuación, el libro también ofrece los principales contextos de uso de cada uno de ellos, de forma esquemática y didáctica, pero, sobre todo, amena. Y es aquí, en el terreno de la amenidad, donde Perdón, imposible mejor juega sus cartas para captar la atención del público, pues, además de arrancarle más de una sonrisa, descubre datos curiosísimos acerca de los signos de puntuación. De hecho, realicemos el pequeño ejercicio de poner a prueba nuestros conocimientos sobre la materia. ¿Sabían ustedes que en el Renacimiento fue común que los dos puntos se llamaran coma? ¿Que el paréntesis ya se usaba en los manuscritos medievales, pero tuvo que dibujarse a mano cuando se introdujo en los primeros libros impresos porque los cajistas no contaban con este signo? ¿Que el punto (derivado de punctum, pinchar) se usaba en lugar del actual espacio para separar las palabras y que fueron algunos gramáticos de los siglos IV a VIII quienes lo empezaron a usar para marcar ya las pausas, usando alturas variables (.), (·), (˙), en lugar de nuestra coma, punto y coma o dos puntos, y punto, respectivamente?

También descubrimos que en la Edad Media se usaba el calderón ( ¶ ) o paragraphus (para-, ‘lo que está junto a’; graphos, ‘la letra’) para indicar el cambio de tema, y no el actual espacio en blanco, que continúa, en cualquier caso, cumpliendo la misión de estructurar desde un punto de vista lógico el discurso (además de la de construir la arquitectura de la página). O que el punto y seguido cumplía las funciones del actual punto y aparte, práctica que convertía los textos en enormes sucesiones de bloques compactos (lo podemos ver todavía en las obras impresas del Siglo de Oro). O que el maestro gramático Jiménez Patón definió en un tratado del siglo XVII el paréntesis con esta inusitada y bella metáfora: “Paréntesis es un círculo grande, partido por medio, que abraza la razón inserta”.

Estas y otras muchas historias puede encontrar el curioso lector en Perdón, imposible. Quien desee continuar explorando cuestiones relativas a la puntuación puede hacerlo en la “extensión cibernética” del libro, un espacio virtual creado por el propio Millán para dar cabida a todo aquello que quedó fuera de los límites del papel. En todo caso, tanto en la web como en el libro entrará en contacto con un ámbito que no atiende a especialidades. Periodistas, juristas, humanistas, criminalistas, matemáticos, psicólogos…, todo aquel, en definitiva, celoso de una correcta escritura e interesado en la letra impresa y en sus avatares podrá bucear en esa parte secreta e íntima que protege y acompaña a las palabras, ese dominio que completa su significación y las dota de verdadero espíritu: la puntuación.


Ana Peñas