«Ir a Pompeya es un viaje en el tiempo. En los postes de la carretera debería poner: ‘Al siglo I, tantos kilómetros’. Porque, rodeada de ferrocarriles, líneas de teléfono y ‘carabinieri’, es una ciudad de otra edad. En las losas de lava de sus calzadas hay un silencio antiguo, de pies descalzos de esclavo, de sandalias, de blancas togas de patricios. Es un regalo del tiempo; una ciudad empaquetada cuidadosamente en ceniza por el volcán con destino a las generaciones futuras».
Cuando el diplomático y escritor Agustín Foxá publicaba las palabras que anteceden, Pompeya hacía unos meses que había sobrevivido a los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial. Lo que no consiguió el Vesubio, que quiso inmovilizar para siempre la ciudad bajo el imperio de Tito, es más que probable que lo logre la desidia. Quizá en unos años ya no sea posible el mismo viaje al siglo I.
El 24 de agosto del año 79 d.C. la vida se detuvo para siempre en Pompeya. Al entrar en erupción el cercano Vesubio la lava anegó la ciudad. El futuro Carlos III, entonces monarca de Nápoles, la excavó dieciocho siglos después. Desenterró así una intacta urbe romana con sus calles, edificios y los cadáveres de sus infortunados moradores. Tan intacta como una eterna novia sin más arrugas que las adquiridas hasta el momento de su muerte. O eso parecía, hasta ahora. La prensa italiana ha publicado cómo los arqueólogos llevaban algún tiempo alertando de que en la construcción de un centro comercial situado a un kilómetro de Pompeya se estaban hallando vestigios de la época romana de un valor excepcional. Y los responsables políticos, haciendo oídos sordos, permitieron el expolio de una posible Pompeya 2 de la que ya no subsisten sino recuerdos fotográficos.
“Pompeya no era una gran ciudad como Alejandría, Antioquía, Pérgamo o Éfeso, y aunque tampoco pasaba totalmente desapercibida, lo cierto es que debe su gloria a la furia de un volcán”. Con estas palabras explica la historiadora Mirella Romero la fama de una ciudad que, de haber desaparecido como las demás de su tiempo, no hubiera significado más que Tarraco (Tarragona) u otras muchas ciudades de origen romano. No obstante, la muerte que certificó el Vesubio -también en la cercana Herculano- hibernó para siempre un pedazo de vida cotidiana de la antigua Roma.
En enero del año 62 d.C. un fuerte terremoto había sacudido Pompeya y las poblaciones vecinas. De éste informan Tácito y Séneca, quien da cuenta de las múltiples destrucciones de estatuas y edificios. Nerón, quizá por estar casado con la pompeyana Popea, acortó el castigo impuesto a la colonia por causa de los disturbios anteriores. No parece, sin embargo, que sufragara una reconstrucción que recayó sin duda en el peculio de los particulares. Al entrar en erupción el Vesubio se estaban restaurando la mayor parte de los edificios y templos de la ciudad.
Plinio el Joven, escritor y futuro cónsul de Roma, fue el único superviviente que legó, en su calidad de testigo, un relato de la furia del volcán. Este joven de diecisiete años remitió dos cartas al historiador Cornelio Tácito para dar cuenta de la tragedia que le había arrebatado a su tío y padre adoptivo Plinio el Viejo. El propósito de la primera de las misivas, confesaba su autor, era el de que se reconociese a aquél la “gloria inmortal” que su obra literaria y el heroísmo de sus últimas horas merecían. Autor de una enciclopédica Historia Natural, Plinio el Viejo comandaba por entonces la flota romana del Tirreno.
Volviendo a Foxá, la chatarra de nuestros automóviles o de nuestros centros comerciales figurarán en los museos del hombre futuro, «lejana y tosca, como un hacha de sílex» superviviente a los zafiros de la Historia. Y se habrá apagado el lamento de los arqueólogos reverdeciendo la amarga confesión de Ovidio: «Barbarus hic ego sum quia non intelligor illis».
Profesor de Historia Contemporánea y Periodismo en UDIMA, Universidad a Distancia de Madrid.