Estos días se cumplen cincuenta años de la séptima Ley Fundamental del franquismo, la última aprobada en vida del general. Promulgada el 10 de enero de 1967, la Ley Orgánica del Estado (LOE) daba una cierta trabazón interna a la dispersa «Constitución» de la dictadura. Varias leyes fundamentales habían aparecido antes conforme lo exigían las circunstancias o lo estimaba pertinente el entonces indiscutido jefe del Estado. Por poner algún ejemplo, el Fuero del Trabajo (1938), aparecido en plena Guerra Civil, respondía a la atmósfera entonces socializante y autoritaria del fascismo vigente en buena parte de Europa. El Fuero de los Españoles y la Ley de Referéndum, ambos textos de 1945, trataban de dulcificar la mirada vindicativa de las democracias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial. Y la Ley de Sucesión (1947) establecía, prácticamente de la nada, un Reino donde faltaba toda figura de rey o regente; en pleno ostracismo internacional Franco se reservaba, taimadamente, la carta ganadora de la Monarquía electiva. La lanzaría sobre el tablero veintidós años después y adoptó la forma del Príncipe Juan Carlos. Fue su fulminante jaque al rey nonato Juan III (sic).

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Volviendo a la LOE, que fue ratificada en referéndum del pueblo español, el articulado ordenaba las principales instituciones del Estado nacido del 18 de Julio y fijaba, según un tan agudo como optimista estudioso, el poder constituyente en el Jefe del Estado [Franco] y el constituido o de revisión en las Cortes y en la nación española (mediante la hoy tan manoseada e imprevisible consulta plebiscitaria). Si Franco podía actuar discrecionalmente (cada vez, esto también es cierto, lo haría menos); su sucesor tendría que hacerlo conforme a unas reglas de juego. España se convertía desde 1967 en un peculiar Estado antes «con» que «de» Derecho, con alicorto pluralismo (o “monismo limitado”, según el sociólogo Linz) en el que Franco había desconcentrado gran parte de sus poderes. Quien tomaría su testigo en la Jefatura del Estado, no designado -como sucesor futuro, que no efectivo- hasta 1969, se desenvolvería en un sistema político que le atribuía amplios poderes (aunque no los excepcionales del vencedor de la Guerra Civil). Esas facultades las ejercería don Juan Carlos en la primera fase de la transición. Y, de hecho, le facilitarían liderar el cambio democrático.
Fraga, principal damnificado aperturista del último franquismo, denunciaría cómo la LOE se le había quedado muy corta a quienes, como él, propugnaban la salida democrática al Régimen. No obstante, muchos de sus adeptos (del volcánico gallego, que no tanto de la LOE) tratarían de adivinar en ella posibilidades para la apertura: «tercio familiar» en las Cortes, separación entre jefaturas de Estado y de Gobierno, asociaciones políticas… No se les permitiría llevar la LOE muy lejos.
Un aplicación restrictiva de la Ley -y restantes normas fundamentales- impediría la apertura en vida de Franco, pero otra magistralmente intencionada aseguraría el desembarco de España en la democracia. Y por una vía que, siendo reformista y no revolucionaria, resultó manifiesta y sorpresivamente expeditiva, rápida: la de la Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política, de la que se cumplen ahora cuatro décadas.