Uno de los columnistas más brillantes de nuestra prensa acaba de confiar su nostalgia por el servicio militar que no realizó. También yo me confieso melancólico ahora que Suecia se plantea recuperar su carácter obligatorio. Pero mi añoranza es distinta: yo sí hice la «mili». Fue en uno de los últimos reemplazos del Ejército de Tierra, poco antes de que el Gobierno de José María Aznar la suprimiera por decreto. Confío también que mi primer día en el cuartel no resultó idílico. Aún creo que al esquilador capilar se le fue la mano (guardo testimonio gráfico de los que se conservan a buen recaudo). Corría, además, el mes de agosto de 1998 y yo, que estaba preparando mi doctorado, descubrí lo que supone desfilar bajo un despiadado sol de justicia, sin poder acogerse a sagrado, el de una sombra o una excusa. De inmediato comprendí cómo allí «la más principal hazaña» era el calderoniano «ni pedir ni rehusar» que hoy sigue mereciéndome el mayor de los respetos. Al término de ese primer día, porque no se habían habilitado aún las taquillas, hube de cargar con el incómodo y nada ligero petate camino de casa.
Sin embargo, descubrí pronto las bondades de una vida basada en la igualdad, la disciplina y el sacrificio. Como profesor siempre he creído que a la juventud no le solivianta el rigor, sino la arbitrariedad. Como historiador en ciernes que entonces era asimilé el valor de las tradiciones inveteradas. Cada nación las tiene y no menores son las nuestras. Serví en el Regimiento de Infantería «Inmemorial del Rey» cuyo origen se remonta al destacamento que en 1248 conquistó Sevilla para Fernando III El Santo. Probablemente constituya la unidad en servicio más antigua de Occidente.
Mucho se ha escrito sobre los valores del patriotismo presuntamente consustanciales a la leva obligatoria. Poco se recuerda, pero se trata de una idea originalmente de izquierda; jacobina, para más señas. Fue la Revolución Francesa la que impulsó el concepto de «nación en armas» que teorizó Saint-Just. El diputado de «la Montaña» reclamó que cada ciudadano saliera de su cabaña con el arma en la mano (Si chacun sort de sa chaumière son fusil à la main…), pues solo así la patria estaría salvada (… la patrie est bientôt sauvée).
Y de las musas al teatro… de operaciones. En abril de 1792 Luis XVI había acudido a la Asamblea para declarar la guerra a Austria. Hasta 1815 no se interrumpirían las hostilidades del país con Europa. Semanas después Prusia entraba en batalla, encabezada por los emigrados, el príncipe de Condé en vanguardia. El 25 de julio de 1792 el Manifiesto del duque de Brunswick, comandante en jefe de las tropas enemigas, aventuraba una irresponsable amenaza: en caso de peligrar la seguridad de la familia real, se entraría a saco, sin condiciones, en París. La reacción resultó inmediata: la insurrección en la capital de Francia, la solicitud del destronamiento del rey por Robespierre y la elección de una Convención Nacional por sufragio universal. El 10 de agosto se tomaban (una vez más) las Tullerías y la Asamblea suspendía, ahora definitivamente, al monarca. El Ciudadano Capeto se convertía en prisionero.
Divorcio, disolución de las últimas órdenes religiosas fueron medidas que acompañaron a la recluta forzosa, que el 20 de septiembre de 1792 protagoniza su bautismo de fuego para la historia. Ese día la nación armada vence a los prusianos de Brunswick en Valmy, una batalla artillera en la que un testigo de excepción como Goethe concluye fascinado: «Hoy en este lugar se abre una era nueva en la historia del mundo». Se ha consagrado, a su juicio, el «paso de la era de los reyes a la de los pueblos». Kellermann, al frente de una partida de desarrapados -esos que acudieron a la choza en busca del fusil- había resistido al enemigo al grito de «¡Viva la Nación!». Ni un solo francés retrocedió ante el fuego de las tropas más ordenadas y reputadas de Europa.
En realidad, se había tratado de un simple cañoneo, interrumpido por un diluvio a la tarde. A la noche, ambos contendientes durmieron en sus posiciones; los franceses, más conscientes de lo que es la inquietud bajo un cielo sin estrellas. Siempre hay mucha inquietud cuando es incierta la gloria. No obstante, Valmy representó una victoria para los revolucionarios. Escribió Gaxotte que «militarmente la partida era nula; moralmente, Francia había vencido». Ese mismo día la Asamblea Legislativa cedía el puesto a la Convención, tercera asamblea de la Revolución Francesa. Instantáneamente se proclamaba la República y se abría el proceso contra Luis XVI.
El servicio militar obligatorio lo alumbró aquella guerra de duración indefinida para la revolución universal. Para mí, no obstante, significó una escuela de convivencia regional e interclasista. Recuerdo cuando era joven y soldado. Aquel año, que en parte coincidió con una de las «treguas-trampa» de la banda terrorista ETA, serví como conductor de un general de Tierra, modelo de militar ilustrado. En aquellos desplazamientos viví mis particulares Conversaciones con Goethe. Quiero creer que aún me queda algo de la humildad de Eckermann que cultivé por entonces.
Profesor de Historia Contemporánea y Periodismo en UDIMA, Universidad a Distancia de Madrid.