Toda la Historia se me antoja compararla con un gran humano, tendencia a la caracterización fisonómica que puede revelar tintes de los intereses de los tiempos pretéritos y de las inquietudes de los presentes. Ya lo he expuesto en más de una ocasión. Y hoy se presenta ante los ojos de la imaginación un “gran humano” precisamente de la época dorada de los Tercios, la Edad Moderna. Porque, a diferencia de Leviatán, el monstruo bíblico, o el Estado tiránico de Hobbes, estoy convencida de que la grandeza no reside en el tamaño del gigante, sino en la humildad y el sentimiento sincero de los pies de barro.
En este 2015, terriblemente sacudido por amenazas fanáticas y atentados terroristas, hay una silueta que alienta a continuar impulsando, a partes iguales, la firmeza y el diálogo, la contundencia en la seguridad y el respeto a todos los ciudadanos de buena voluntad, con independencia de esas diferencias que crean la riqueza intangible pero visible de la sociedad intercultural.
El título con el que se conoce a este sujeto es el de Gran Capitán, no fue pretencioso, sino merecido, el adjetivo que se le aplicó. Hijo segundo del V señor de Aguilar de la Frontera y de Priego de Córdoba, tuvo que contentarse al presenciar cómo la princesa Isabel, la mujer de sus sueños, a la que había servido con donaire de mocedad y fidelidad extrema, era desposada por el aragonés, primo de ambos.
No fue fácil liderar las tropas en los últimos años de la guerra de Granada, la familia de Boabil era un avispero de conjuras y, en paralelo, la corte castellana no paraba quieta, ya fuera por la rivalidad con el hermanastro Enrique IV, la disputa abierta contra la supuesta sobrina de Isabel, Juana la Beltraneja, o las extensas cabalgadas apaciguando las maniobras del marqués de Villena, unas veces a favor de los duques del Infantado, otras dorando la píldora al arzobispo Carrillo, mas de cualquier modo siempre espiando a través de la celosía de Belmonte para colocar a los suyos en buen sitial.
Tampoco resultó cómodo para el Gran Capitán el dar la cara y afrontar los motines por el retraso de las soldadas. Y, menos, soportar la humillación de las famosas “cuentas” tras la campaña de Nápoles de 1506. La respuesta del vasallo cordobés a Fernando fue desafiarlo con una enumeración de gastos exorbitantes en conceptos absurdos: en picos, palas y azadones, cien millones…, aludiendo al heroísmo de sus efectivos que había supuesto la derrota francesa.
Si por algo destacó Gonzalo Fernández de Córdoba fue por su talante negociador. Así lo demuestran las cartas cruzadas con el soberano aragonés. En una de ellas, éste se desahoga con el más fiel caballero, comentándole la indignación que siente por el trato que el archiduque Felipe le da a su hija Juana: “que no se ha contentado con publicar por loca a la reina, mi hija, su mujer, y enviar acá sobre ello escrituras firmadas de su mano, e más he sabido que la tienen en Flandes como presa e fuera de toda su libertad. E que no consienten que la sirva ni vea ni hable ninguno de sus naturales, e que lo que come es por mano de flamencos, y así su vida no está sin mucho peligro”.
En junio de 1515 Gonzalo recae en un tipo de fiebre llamada “cuartanas”. A principios del mes siguiente deja Loja y, como por intuición, se dirige a Granada. En otoño, enfermo en cama, es informado del desastre papal frente a las tropas galas en Marignano, cerca de Milán. No obstante, el éxito de Carlos V en Pavía diez años después se fundamentaría en las reformas militares emprendidas bajo su criterio. De hecho, las innovaciones en el ejército llevadas a cabo por Fernández de Córdoba en el transcurso de las guerras de Italia desembocaron en el Tercio. Había terminado el Medievo, la época de los castillos donde la caballería ejercía de reina de las batallas, ¡qué bien lo sabría don Quijote! En la era de los Estados nacionales el predominio vendría a recaer en la infantería, de ahí que se sustituyera el choque medieval por la táctica de defensa. ¡El valor reside en el término medio entre la cobardía y la temeridad!, arengaba el de la triste figura.
El 30 de noviembre de 1515 redactó el último testamento, introduciendo dos cambios: la incorporación en su identificación del rango de Gran Capitán, y el anhelo de ser enterrado en el monasterio granadino de San Jerónimo. Rubricó el documento el 1 de diciembre. En la siguiente jornada dejaba finalmente este mundo, rodeado de su segunda mujer, María Manrique de Lara, duquesa de Sessa, y de su hija, Elvira. Con 62 años, 3 meses y 1 día moría el hombre, nacía el mito. En su honor, el cuartel de la Legión Española en Melilla lleva su nombre.
Entre las cartas de condolencia, llegaron la del rey Fernando y la de Carlos de Hasburgo, quien lamentaba verdaderamente la pérdida. Curiosamente, el dueño de tantos reinos fallecería sólo un mes después, el 23 de enero, en Madrigalejo (Cáceres), dicen las malas lenguas que debido a los brebajes para tener descendencia con la joven Germana de Foix. En 2016 será su V Centenario.
En la vida y en la muerte, la misión del escudero es ejercer de sombra, resguardo de la luz, que prepara fastos, calla palabras o, entre las murallas, utiliza su propio cuerpo como baluarte para proteger y, a un tiempo, por sujetar las riendas, abrir paso.
María Lara
Doctora Europea en Filosofía. Profesora de la Universidad a Distancia de Madrid, UDIMA.
Escritora, Premio Algaba