Este 1 de octubre se ha cumplido el bicentenario de la apertura del Congreso de Viena, que reajustó las fronteras del viejo continente tras el cataclismo napoleónico y restauró la soberanía de los monarcas sobre las ruinas de la onda expansiva de la Revolución de 1789.
Por ello no estaría de más traer a primer plano a Charles-Maurice de Talleyrand, la figura más sobresaliente en aquel gran encuentro diplomático. Talleyrand nació en el reinado de Luis XV y murió bajo la Monarquía de Julio habiendo ocupado los más altos cargos en la Iglesia y el Estado. Obispo en el Antiguo Régimen, fue diputado de la Asamblea Constituyente, embajador en Londres de la Francia revolucionaria, ministro durante el Directorio, el Consulado y el Imperio, plenipotenciario de Luis XVIII en Viena y su jefe de gabinete en la Restauración. Talleyrand obtiene en Viena para un país derrotado casi todas las mieles del triunfo, mientras se margina a la España vencedora de Napoleón.
El francés fue el primogénito de una de las más linajudas familias aristocráticas. «Los que no han vivido antes de 1789 no conocen la dulzura de vivir», apuntará. Esos años infantiles los marca una bisabuela afectuosa, ejemplo de esa aristocracia de provincias cuya vida transcurre con dignidad y parsimonia. Pero los marca mucho más la niñera que descuida al pequeño sobre una cómoda. La caída no solo deforma para siempre su pie derecho. Tuerce su destino. Privado del título y la fortuna familiares en favor del segundón, al cojo se le niega la milicia y se le despeja la carrera eclesiástica. El creyente sincero bordeará el «ser odioso» a que le empuja el infortunio por vestir los hábitos. Y hallará en la búsqueda del poder la ocasión del desquite y la revancha.
Pero hay una «segunda razón» en esa inteligencia portentosa, sajada de sentimiento: tener que medrar en una época con la que está disconforme. No es fiel a regímenes cuya ideología calladamente detesta ni a hombres que no ganaron su afecto. El cortesano educado en la «dulzura de vivir» dieciochesca cree en una Francia formada por la lenta y paulatina asimilación de las tierras adquiridas por el rey, obrero de la unidad nacional. El fruto de toda victoria militar resulta así tan efímero como los elogios. Según Garrigues Díaz-Cañabate, «Napoleón perdió la última batalla, que es perder la guerra; Talleyrand ganó la paz y salvó a Francia».
Profesor de Historia Contemporánea y Periodismo en UDIMA, Universidad a Distancia de Madrid.