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Álvaro de Diego

Profesor de Historia Contemporánea y Periodismo en UDIMA, Universidad a Distancia de Madrid. Ver perfil

Álvaro de Diego

Bicentenario del Congreso de Viena

Este 1 de octubre se ha cumplido el bicentenario de la apertura del Congreso de Viena, que reajustó las fronteras del viejo continente tras el cataclismo napoleónico y restauró la soberanía de los monarcas sobre las ruinas de la onda expansiva de la Revolución de 1789.
Por ello no estaría de más traer a primer plano a Charles-Maurice de Talleyrand, la figura más sobresaliente en aquel gran encuentro diplomático. Talleyrand nació en el reinado de Luis XV y murió bajo la Monarquía de Julio habiendo ocupado los más altos cargos en la Iglesia y el Estado. Obispo en el Antiguo Régimen, fue diputado de la Asamblea Constituyente, embajador en Londres de la Francia revolucionaria, ministro durante el Directorio, el Consulado y el Imperio, plenipotenciario de Luis XVIII en Viena y su jefe de gabinete en la Restauración. Talleyrand obtiene en Viena para un país derrotado casi todas las mieles del triunfo, mientras se margina a la España vencedora de Napoleón.

talleyrand

El francés fue el primogénito de una de las más linajudas familias aristocráticas. «Los que no han vivido antes de 1789 no conocen la dulzura de vivir», apuntará. Esos años infantiles los marca una bisabuela afectuosa, ejemplo de esa aristocracia de provincias cuya vida transcurre con dignidad y parsimonia. Pero los marca mucho más la niñera que descuida al pequeño sobre una cómoda. La caída no solo deforma para siempre su pie derecho. Tuerce su destino. Privado del título y la fortuna familiares en favor del segundón, al cojo se le niega la milicia y se le despeja la carrera eclesiástica. El creyente sincero bordeará el «ser odioso» a que le empuja el infortunio por vestir los hábitos. Y hallará en la búsqueda del poder la ocasión del desquite y la revancha.
Pero hay una «segunda razón» en esa inteligencia portentosa, sajada de sentimiento: tener que medrar en una época con la que está disconforme. No es fiel a regímenes cuya ideología calladamente detesta ni a hombres que no ganaron su afecto. El cortesano educado en la «dulzura de vivir» dieciochesca cree en una Francia formada por la lenta y paulatina asimilación de las tierras adquiridas por el rey, obrero de la unidad nacional. El fruto de toda victoria militar resulta así tan efímero como los elogios. Según Garrigues Díaz-Cañabate, «Napoleón perdió la última batalla, que es perder la guerra; Talleyrand ganó la paz y salvó a Francia».

Viaje al siglo I, ¿por cuánto tiempo?

«Ir a Pompeya es un viaje en el tiempo. En los postes de la carretera debería poner: ‘Al siglo I, tantos kilómetros’. Porque, rodeada de ferrocarriles, líneas de teléfono y ‘carabinieri’, es una ciudad de otra edad. En las losas de lava de sus calzadas hay un silencio antiguo, de pies descalzos de esclavo, de sandalias, de blancas togas de patricios. Es un regalo del tiempo; una ciudad empaquetada cuidadosamente en ceniza por el volcán con destino a las generaciones futuras».
Cuando el diplomático y escritor Agustín Foxá publicaba las palabras que anteceden, Pompeya hacía unos meses que había sobrevivido a los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial. Lo que no consiguió el Vesubio, que quiso inmovilizar para siempre la ciudad bajo el imperio de Tito, es más que probable que lo logre la desidia. Quizá en unos años ya no sea posible el mismo viaje al siglo I.

Pompeya
El 24 de agosto del año 79 d.C. la vida se detuvo para siempre en Pompeya. Al entrar en erupción el cercano Vesubio la lava anegó la ciudad. El futuro Carlos III, entonces monarca de Nápoles, la excavó dieciocho siglos después. Desenterró así una intacta urbe romana con sus calles, edificios y los cadáveres de sus infortunados moradores. Tan intacta como una eterna novia sin más arrugas que las adquiridas hasta el momento de su muerte. O eso parecía, hasta ahora. La prensa italiana ha publicado cómo los arqueólogos llevaban algún tiempo alertando de que en la construcción de un centro comercial situado a un kilómetro de Pompeya se estaban hallando vestigios de la época romana de un valor excepcional. Y los responsables políticos, haciendo oídos sordos, permitieron el expolio de una posible Pompeya 2 de la que ya no subsisten sino recuerdos fotográficos.
“Pompeya no era una gran ciudad como Alejandría, Antioquía, Pérgamo o Éfeso, y aunque tampoco pasaba totalmente desapercibida, lo cierto es que debe su gloria a la furia de un volcán”. Con estas palabras explica la historiadora Mirella Romero la fama de una ciudad que, de haber desaparecido como las demás de su tiempo, no hubiera significado más que Tarraco (Tarragona) u otras muchas ciudades de origen romano. No obstante, la muerte que certificó el Vesubio -también en la cercana Herculano- hibernó para siempre un pedazo de vida cotidiana de la antigua Roma.
En enero del año 62 d.C. un fuerte terremoto había sacudido Pompeya y las poblaciones vecinas. De éste informan Tácito y Séneca, quien da cuenta de las múltiples destrucciones de estatuas y edificios. Nerón, quizá por estar casado con la pompeyana Popea, acortó el castigo impuesto a la colonia por causa de los disturbios anteriores. No parece, sin embargo, que sufragara una reconstrucción que recayó sin duda en el peculio de los particulares. Al entrar en erupción el Vesubio se estaban restaurando la mayor parte de los edificios y templos de la ciudad.
Plinio el Joven, escritor y futuro cónsul de Roma, fue el único superviviente que legó, en su calidad de testigo, un relato de la furia del volcán. Este joven de diecisiete años remitió dos cartas al historiador Cornelio Tácito para dar cuenta de la tragedia que le había arrebatado a su tío y padre adoptivo Plinio el Viejo. El propósito de la primera de las misivas, confesaba su autor, era el de que se reconociese a aquél la “gloria inmortal” que su obra literaria y el heroísmo de sus últimas horas merecían. Autor de una enciclopédica Historia Natural, Plinio el Viejo comandaba por entonces la flota romana del Tirreno.
Volviendo a Foxá, la chatarra de nuestros automóviles o de nuestros centros comerciales figurarán en los museos del hombre futuro, «lejana y tosca, como un hacha de sílex» superviviente a los zafiros de la Historia. Y se habrá apagado el lamento de los arqueólogos reverdeciendo la amarga confesión de Ovidio: «Barbarus hic ego sum quia non intelligor illis».

La España que participó en la Segunda Guerra Mundial

El 1 de abril de 1939 concluyó la Guerra Civil española y el general Franco se convirtía en jefe del Estado de la nueva España. Apenas medio año después, Hitler atacaba Polonia y propiciaba el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Dictador de una nación en ruinas, Franco se encontraba entre la difícil tesitura de pagar los favores recibidos de Alemania en el conflicto cainita y dar rienda suelta a sus apetencias coloniales, de un lado, y sobrevivir a un hipotético bloqueo de la flota británica en un país abocado a la hambruna. La neutralidad inicial, no obstante, dio paso a la «no beligerancia» tras la entrada en guerra de Italia el 10 de junio de 1940.

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El seminario «Otras visiones del conflicto», que se celebrará en la sede de CEF (Martínez Campos, nº5) los viernes 22 y 29 de noviembre abordará, entre otros temas, cómo los Aliados desembarcaron en el norte de África evitando poner pie en los territorios coloniales de Franco mientras éste sostenía una división de voluntarios en el gélido frente ruso y facilitaba discretamente las bases navales a los submarinos de la Alemania nazi.
La España salida de la guerra civil tuvo un Estado confesionalmente católico, edificado sobre la derrota republicana y abiertamente partidario de las potencias fascistas. Más allá de la propaganda oficial, ¿desempeñaron algún papel humanitario los diplomáticos de Franco en la Europa ocupada por el Eje? ¿Qué trato recibió en nuestro convulso país la minoría protestante? ¿Regresaron a España compatriotas que combatieron en el Ejército de Stalin?
Gracias a la colaboración entre la UDIMA y la Universidad de Alcalá será posible conocer la poca conocida participación de España en el más sangriento de los conflictos que ha sostenido el hombre. La entrada será libre y gratuita hasta completar aforo.

No-Do

El No-Do, al alcance de todos los españoles

«El mundo, al alcance de los españoles». Con este lema, paradójico para una España caracterizada por la escasez, la devastación de la guerra civil y próxima al aislamiento internacional, arrancaba el 29 de septiembre de 1942 Noticiarios y Documentales, el No-Do, un instrumento de propaganda del franquismo para las salas cinematográficas que acompañaría cuatro décadas de cambios sociales y económicos del país. Este fondo audiovisual de incalculable valor histórico acaba de ser puesto a disposición de cualquier internauta en la página web de RTVE.

No-Do

Concebido como un servicio de difusión de noticiarios y reportajes de obligatoria exhibición en los cines de España, de sus posesiones y ya exiguas colonias (caso de Guinea Ecuatorial, por ejemplo), tuvo su primera proyección en enero de 1943. Llama la atención que por entonces la División Azul combatiera, codo con codo, con la Alemania de Hitler en el frente de Leningrado y que, al interrumpirse el servicio, en 1981, España fuese ya una democracia que acariciaba el ingreso en la Comunidad Europea.
Historiadores como Paloma Aguilar, han utilizado el análisis de No-Do para ilustrar cómo la dictadura de Franco construyó la imagen de la guerra y legitimó su discurso ante la población española. No obstante, hacia los años sesenta del pasado siglo No-Do, que había perdido la hegemonía informativa frente a la televisión, acabó reciclado en una especie de revista cinematográfica no estrictamente ligada a la actualidad, sino más inclinada al entretenimiento.
Sin duda, este archivo constituye una oportunidad de oro para investigaciones de casi medio siglo de historia nacional; también para satisfacer la curiosidad de aficionados hacia una España que bien poco tiene ya que ver con la nuestra.

A doscientos años de la retirada de Rusia

«Esto es el principio del fin», sentenció Talleyrand. El hombre más lúcido de Europa, el estadista en quien la falta de escrúpulos solo superaba un excepcional talento, describía así cómo la campaña de Rusia había sellado el destino de Napoleón. Precisamente en estos días se cumplen doscientos años de la retirada de la Grande Armée de Moscú. De la mayor fuerza militar movilizada desde Jerjes, el más de medio millón de combatientes que atravesó el Niemen el 24 de junio de 1812, solo regresó a Polonia apenas 100.000 hombres. Napoléon hizo el último trecho en trineo, junto a su fiel cabellizo el duque de Vicenza. Ese itinerario puede ser reconstruido merced a una carta figurativa de valor excepcional.

Todo había empezado en Trafalgar y el subsiguiente bloqueo continental. Años después el emperador, desilusionado con el distanciamiento del zar, decidió estrechar el cedazo a Inglaterra y, tras forzar la única resistencia rusa en Borodino, alcanzó el Kremlin el 15 de septiembre de 1812. Allí aguardó a Alejandro mucho más de lo que un impaciente visceral como él podía aguardar. Poco había aprendido, no obstante, de siete semanas de marcha en que hasta la tierra quemada pregonaba a voces una inmensa sensación de vacío.

Al cumplirse un mes y cuatro días abandonó Moscú. Y la retirada, acosada la expedición por los cosacos y el general Invierno, devino en debacle. La agorafobia se trocó en un infierno de nieve. El regreso al Gran Ducado de Varsovia salpicó miles de cuerpos sobre el blanco inabarcable. La tragedia solo quedó amortiguada por el siempre presente instinto de supervivencia o el heroísmo circunstancial, como el de los cuatrocientos pontoneros, con el agua gélida hasta las axilas, que facilitaron la otra orilla del Beresina. Ney, «el más bravo de entre los bravos», cruzó el último.

Geoffrey Parker analiza ese monumental repliegue a partir del mapa figurativo-estadístico de Minard. Un gráfico de valor excepcional para comprender aquel acontecimiento que el propio corso definió parafraseando a Voltaire: «¡De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso!».