Alguien dejó escrito en el Antiguo Testamento que en el siglo X antes de Cristo las naves del rey Salomón volvían de Tarsis cargadas de oro cada tres años. La cita procede del “Libro de los Reyes”. Fue recogida allá por el siglo VII antes de Cristo, pero nos remite tres siglos atrás, cuando el hijo del rey David gobernaba Israel y la opulencia mineral hispánica traía hasta las Columnas de Hércules los primeros barcos semitas. La mayoría de historiadores lo tiene claro. Quienquiera que nombró a Tarsis era el primero en hacerlo y se estaba refiriendo a las relaciones comerciales que los israelitas mantenían con Tartessos, ese mito viviente que se resiste a ser desvelado.
Ha pasado mucho tiempo de aquello y la civilización tartésica sigue siendo para muchos un enigma de difícil resolución, cuando no una entelequia. Ni siquiera hoy está clara su naturaleza: ¿civilización o ciudad?. Quizás el asunto de mayor consenso es su cronología, comprendida entre los años 1.000 y 500 antes de Cristo, momento aproximado de su ocaso definitivo. Hasta hace poco se pensaba que la apisonadora cartaginesa la había borrado del mapa pero esa visión ha sido superada. Cada vez son más los investigadores que apuntan a otra teoría: Tartessos acabó diluyéndose como civilización por efecto de una guerra de precios. Las ciudades tartésicas dejaron de colocar sus productos en los mercados mediterráneos, la producción decayó y Tartessos fue engullida por un olvido silencioso que dura hasta hoy.
Entre la primera mención bíblica y estas líneas median veintisiete siglos, los mismos que la enigmática cultura lleva inmersa en una nebulosa de incertidumbres y conjeturas. La literatura inspirada en ella da fe. A la Tartessos contada por Hecateo de Mileto, Libro de Ezequiel, Heródoto (siglos VI-V antes de Cristo) y Avieno (siglo IV de nuestra era), se suma la Atlántida cantada por Platón en sus Diálogos. Dos horizontes arqueológicos con un denominador común: ninguna ha traspasado con solvencia el umbral del mito.
Hay quien no ha podido resistirse a la tentadora identificación entre la Atlántida y Tartessos, una tesis sostenida en pasajes de Platón cuando menta la Atlántida: “una gran isla, más allá de las columnas de Herakles, rica en recursos mineros y fauna animal”. De momento, una conexión imposible. Ni el francés Jacques Collina-Girard (que ubicó en el 2001 la Atlántida sobre la isla Espartel, a medio camino entre Cádiz y Tánger), ni los avistamientos del doctor Kuehne en 2004 (que dijo haber localizado con imágenes aéreas los vestigios del templo de «plata» consagrado a Poseidón y el templo «dorado» levantado en honor a Cleito) convencen. A todas ellas les sobran fabulaciones y les faltan certezas.
En el mundo de la arqueología los mitos se respaldan con las piedras. Hasta entonces, las fuentes son ciencia ficción. La localización de Tartessos comenzó como una experiencia filológica que arranca con Antonio de Nebrija en 1492. Nebrija identificó Tartessos con el río Betis (Guadalquivir) y con el paisaje de brazos marinos que formaba el río en su desembocadura. Pero las conjeturas de Nebrija, emitidas desde la intuición, no tenían ningún tipo de respaldo arqueológico.
El primero que removió las entrañas andaluzas en busca de Tartessos fue George Bonsor, un pintor anglofrancés que, a finales del XIX, cambió lienzo y acuarela por pico y pala en cuanto comprobó el potencial arqueológico que se extendía bajo sus pisadas. Nadie le había enseñado a excavar pero su ilusión pudo más que su bisoñez. Bonsor recuperó un alhijo de piezas tartésicas, en necrópolis sevillanas como las de Cruz del Negro, Carmona, Setefilla y Cerro del Trigo.
El siguiente abducido por los encantos tartésicos fue el alemán Adolf Schulten, que había salido tarifando de Numancia por su torpeza diplomática con las autoridades culturales españolas. Schulten quería seguir el ejemplo de su compatriota Schliemann, que había desenterrado Troya gracias a su fe en las fuentes clásicas. La Ora Marítima de Avieno sería para Schulten lo que la Iliada había sido para Schliemann; y el Coto de Doñana haría las veces de colina de Hissarlik (Turquía), donde Schliemann encontró la Troya cantada por Homero. Schulten pretendía demostrar que Tartessos yacía en las Marismas y pasó a la acción con la ayuda de su colega Bonsor. Se equipó de herramientas y tripuló la ambiciosa aventura de localizar Tartessos en Doñana. Finalmente acabó perdiéndose en el laberinto literario que él mismo había creado: se topó con ruinas de época romana en el llamado Cerro del Trigo. Fracasó, pero lejos de proscribirle, es de justicia reconocer su contribución. El alemán puso orden donde había caos y convirtió su obra Tartessos – publicada en 1924 – en el punto de partida de las publicaciones científicas.
Todos los testimonios legados por las fuentes se refieren a Tarsis o Tartessos como una civilización de alma metalúrgica: “el más elegante de los mercados, la ciudad del oro y la plata…”. Tanto es así que el rey tartésico por antonomasia (Argantonios) lleva la plata (Arg-) incorporada al nombre. Pero la literatura se elevó a certeza arqueológica el 30 de septiembre de 1958. Ese día fuentes y evidencias arqueológicas se reencontraron cuando una cuadrilla de obreros desenterró el tesoro del Carambolo, en la localidad sevillana de Camas. En el interior de un recipiente de barro aparecieron 16 placas, 2 brazaletes, 2 pectorales y un collar.
El hallazgo del tesoro alborotó los foros científicos cuando muchos se resignaban ya a una Tartessos virtual. El Carambolo se convirtió en la imagen de cabecera de la cultura tartésica y Juan de Mata Carriazo en el padrino del descubrimiento. Fue el arqueólogo sevillano quien alentó una consigna con formato de slogan (apócrifa hoy) que empezaba a extenderse entre los especialistas: “¡déjate de Avieno y husmea el terreno!”. Durante tres años, excavó el yacimiento que representaba a la Tartessos tangible. Desenterró muros, palpó cerámicas, cotejó niveles estratigráficos y demostró, por fin, que Tartessos no era una alucinación oral de los clásicos.
Actualmente el mapa tartésico está más o menos definido en la mitad sur peninsular. El remanente arqueológico se constata en los siguientes yacimientos: La Joya y el Cabezo de San Pedro (Huelva), El Gandul y Carmona (Sevilla), La Colina de los Quemados (Córdoba), Medellín y Cancho Roano (Badajoz) o Alcácer do Sal (Portugal). También la localidad gaditana de Mesas de Asta (la Asta Regia romana), cuya designación de Regia ofrece interesantes pistas para hurgar en su pasado prerromano. Investigadores de la talla de Manuel Bendala sospechan que alguna élite tartésica gobernó estas tierras antes de que Roma le pusiera nombre.
Uno de los territorios situados en el radio de acción tartésico es Extremadura, que mil años antes de titularse “tierra de conquistadores” acogió parientes de Argantonios. Da fe el tesoro cacereño de la Aliseda, hallado en los años 20′ y datado en el siglo VII antes de Cristo. También el palacio-santuario de Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz), la joya arquitectónica de Tartessos. Seguramente a este edificio indescifrable le prendieron fuego como parte de un rito de clausura. Después, lo sellaron para siempre bajo las cenizas y el barro. En su interior se han registrado los cimientos de una imponente edificación, circundada por 24 estancias rectangulares. El lugar transpira aún solemnidad ceremonial, corroborada por restos de vajillas que invitan a recrear un banquete. Si las piedras hablaran confirmarían las sospechas: los comensales se abandonaron a la gula conscientes de que aquella sería “la última cena”. Todo encaja: celebraron un convite como acto simbólico de clausura y se esfumaron, dejando unos enseres que han sobrevivido a las corrosiones del tiempo. Ya nadie discute que Cancho Roano reproduce un modelo de monarquía oriental, como las que se estilaron en Siria, Palestina, Fenicia o Etruria.
Pocos asuntos de nuestra arqueología han tenido juicios tan discutidos como la función de este edificio. Sobre su dinámica hay consenso pleno: a cambio de dones, los oferentes entregaban especies como contribución. Algo así como “favores al peso”, de los que dan fe las balanzas y los ponderales hallados. Pero, ¿qué tipo de favores?. Parece que un plantel de artesanos trabajó la cerámica, el bronce y el marfil para vender a los visitantes exvotos que la tierra ha devuelto. Pero se sospecha que el de los artesanos no es el único gremio vislumbrado aquí. Para el reputado arqueólogo Martín Almagro en Cancho Roano funcionó a pleno rendimiento un centro de prostitución sagrada. El comercio carnal sostuvo el negocio del santuario y donde unos ven almacenes, Almagro ve fornicaderos. Al arqueólogo le avalan los testimonios de algunos cronistas: Heródoto, Diodoro Sículo o Luciano, que describieron con precisión cómo visitantes, peregrinos y oferentes se magreaban con las concubinas a cambio de ofrendas. Sus citas recrearon los ambientes de los harenes orientales, pero seguramente los tartesios de Cancho Roano llevaban en la conducta las pecaminosas costumbres que les habían contagiado los fenicios, los amos del Mediterráneo. Con ellos convivieron del siglo VIII al VI antes de Cristo. Llegaron a tal punto de fusión cultural que los arqueólogos se rompen hoy los codos para distinguir sus reliquias. Y no siempre hay consenso. Lo único cierto es que los fenicios fundaron ciudades y factorías en el sur peninsular (especialmente provincias de Málaga, Granada, Cádiz, Almería y Alicante) en siglos que se solapan con la cultura tartésica.
El fantasma de los fenicios sobrevuela Tartessos con más virulencia que nunca, justo ahora que la Gadir urbana da la cara bajo la línea de flotación del antiguo Teatro Cómico de Cádiz. Un espeso nivel de dunas (que durante décadas ha sido interpretado como el punto final de la historia gaditana: se suponía que debajo solo habría tiniebla subterránea) fue el preludio del hallazgo entre el 2008 y el 2009. Esta nueva ciudad subterránea de cuño semita le devuelve la razón a quienes siempre han creido en la ecuación Gadir=Cádiz, frente a los que ubican Gadir en el yacimiento fenicio de Castillo de Doña Blanca, Puerto de Santa María.
La frontera entre lo tartésico y lo fenicio alimenta discusiones. El territorio nuclear tartésico se ha ubicado tradicionalmente lejos de la costa: en las provincias de Huelva, Sevilla, Córdoba, Cádiz y Badajoz; mientras que lo fenicio se asocia al litoral andaluz y alicantino. El sello genuino que unos le otorgan a los tartesios, otros se lo niegan. De hecho, el mito de Tartessos se tambalea desde que en el 2002 dos arqueólogos sevillanos – Álvaro Fernández Flores y Araceli Rodríguez Azogue – dejaron a la vista en el Carambolo un santuario sobre el que ahora cimentan su teoría: ¡el Cerro del Carambolo es fenicio!. Una sentencia que reduce Tartessos a atrezzo imaginario y cuya onda expansiva ha sacudido el estamento científico. Fernández Flores y Rodríguez Azogue proponen un escenario fenicio colonial que alcanzaría latitudes incluso extremeñas. Creen que los objetos bautizados como tartésicos (entre ellos el propio tesoro del Carambolo) son la expresión colonial de un pueblo semita que se asentó en Cádiz allá por el siglo X antes de Cristo para luego expandirse por la costa y el interior. De esta forma, el Carambolo sería un santuario fenicio, resultado de un cierto “mestizaje” entre lo semita y lo local. Un ejemplo para ilustrarlo: la colonización española en América tras la llegada de Colón. Si uno contempla la huella dejada por los españoles en las catedrales, iglesias y edificios de América Latina, ¿las catalogaría como obras españolas o locales?.
Para la mayoría de especialistas, el dictamen de Fernández Flores y Rodríguez Azogue es atrevido. En el Carambolo sí se advierten rasgos tartésicos. Una evidencia definitiva: el altar con forma de piel de toro aparecido en el epicentro del recinto sagrado. En ningún santuario fenicio se encuentran altares con este perfil. Solo en territorio hispano. La piel de toro lleva instalada en nuestra memoria genética más de dos mil años y el toro es parte de nosotros desde que el mito entró en la Historia. Después de matar a Gerión (primer rey de Tartessos según la leyenda), Hércules se apropió de su rebaño de toros rojos. Lo dice la mitología griega en el décimo de los Doce trabajos atribuidos al dios griego. Al altar del Carambolo hay que sumar los encontrados en Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz), Cerro de San Juan (Coria del Río, Sevilla), etc. Y la casualidad deja de serlo cuando uno observa el pectoral del tesoro del Carambolo, una piel de toro en oro macizo. Parece que el mito tartésico resiste las embestidas de los incrédulos. El toro es su salvoconducto para no arder en la pira de las invenciones históricas; un argumento que colisiona con esta nueva corriente de “tartesoescépticos”. Ellos ven fenicios donde otros ven tartésicos. Recientemente han hecho piña en Huelva con motivo de un congreso celebrado en diciembre de 2011, del que han sido excluidos los mejores especialistas en asuntos tartésicos. El debate prende mientras el “tartesoescepticismo” se contagia incluso a las vitrinas del Museo Arqueológico de Sevilla. Allí se expone, desde diciembre de 2011, el flamante tesoro del Carambolo, tras macerar sus esencias tartésicas durante décadas en la caja fuerte de un banco. Ahora bajo una nueva denominación de origen: fenicia. ¿Hasta cuándo?.
CRONOLOGÍA BÁSICA
1894-1925 – George Bonsor explora la comarca sevillana de Los Alcores y practica las primeras excavaciones en necrópolis tartésicas.
1912-1930 – Schulten coteja fuentes y excava en Doñana en búsqueda de Tartessos. Fracaso: encuentra un yacimiento romano en el Cerro del Trigo en 1923.
30 septiembre 1958 – hallazgo fortuito del tesoro del Carambolo en las obras de acondicionamiento llevadas a cabo en la Real Sociedad de Tiro al Pichón de Camas (Sevilla).
2002-2005 – última campaña de excavaciones acometida en el Cerro del Carambolo. Localización de un santuario, al que sus directores atribuyen una naturaleza fenicia. Polémica en curso
noviembre de 2011 – se expone en el Museo Arqueológico de Sevilla el tesoro original del Carambolo tras décadas recluido en la caja fuerte de un banco