En: Iustel, 15 de junio 2018

Apostemos por la Universidad; por Ángel J. Gómez Montoro, Catedrático de Derecho constitucional

APOSTEMOS POR LA UNIVERSIDAD

 

Hay un acuerdo generalizado en que una de las principales fortalezas de los Estados Unidos son sus universidades. Lo de menos -aunque no es poco- es que año tras año copen los rankings de los mejores centros del mundo; lo demás es que objetivamente -y a pesar de los problemas que también tiene el modelo norteamericano- son líderes en investigación (a la que se dedican muchos recursos públicos y privados); forman en buena medida a las elites mundiales (basta darse un paseo por sus campus para ver la variedad de procedencia de los estudiantes) y son capaces de atraer y retener talento de todo el planeta.

Hay sin duda muchos factores que han contribuido a ello, pero quisiera detenerme en uno que podría explicar el éxito del modelo: la cercanía y el compromiso de la sociedad con sus universidades.

Los norteamericanos son conscientes de lo mucho que han contribuido, y siguen contribuyendo, las universidades a que su país sea una potencia mundial. También reconocen el valor que supone estudiar en la mejor universidad posible, un objetivo al que -quizás con excesos- orientan muchos padres toda la educación de sus hijos.

El interés y el compromiso con la universidad no termina al graduarse. Los lazos afectivos con el “alma mater” se traducen en importantísimas ayudas económicas. Un alto porcentaje de antiguos alumnos aporta cuotas anuales más o menos generosas y no son excepcionales donaciones de sesenta, setenta o cien millones de dólares (el lector curioso -o incrédulo- puede comprobarlo en internet). Este compromiso les permite formar sus famosos -y envidiados- endowments (fondos patrimoniales), disponer de fantásticas instalaciones, ofrecer grandes salarios a los mejores profesores o destinar importantes recursos a becas.

Pero, más allá de la relación personal con la universidad, el interés por su futuro es general. Frecuentemente se publican artículos en los grandes medios: destacando avances y logros, pero, también, denunciando lo que no va. Problemas como el excesivo endeudamiento de las familias por los créditos al estudio o la preocupación por las agresiones sexuales en los campus llevan años en los titulares.

Ese compromiso -que no complacencia- contrasta con la situación que vivimos en España, al menos la que reflejan los medios de comunicación. Antes incluso de las penosas situaciones vividas en los últimos meses, se aprecia en la opinión pública una actitud crítica que ha ido creciendo por las posiciones no ciertamente brillantes -aunque tampoco malas, hay que decir- de las universidades españolas en los rankings internacionales.

Ante ello, la universidad adopta una actitud defensiva y de frustración, al no reconocerse la contribución que -muchas veces con escasos y claramente insuficientes recursos- se ha hecho al desarrollo económico y social que ha vivido nuestro país en las últimas décadas.

Si queremos que la situación cambie, es necesario superar esos reproches mutuos. Si de verdad nos creemos que el desarrollo de la sociedad depende en buena medida de la educación y la ciencia, es necesario alinear esfuerzos y trabajar de la mano.

La sociedad debe cuidar sus universidades, lo que no significa una complacencia acrítica; pero no debe verlas como instituciones ajenas o distantes, o limitarse a criticar su ineficiencia o sus defectos. Las universidades, desde luego, deben estar dispuestas a acometer las reformas necesarias, pero muchas de ellas requerirán también decisiones políticas.

Estoy convencido de que, si queremos que el sistema mejore, las reformas deberían potenciar la autonomía y la competitividad, una de las claves del éxito del modelo norteamericano. Nuestro sistema es rígido. Los que gobiernan las universidades -especialmente las públicas- tienen un escaso margen de decisión para definir su modelo y no pueden seleccionar a su profesorado ni a la mayoría del personal. A ello se suma la escasa movilidad del alumnado (que prefiere estudiar en su Comunidad Autónoma o en su propia ciudad), y del profesorado, que acostumbra a concentrar su vida académica en la misma universidad (en la que, con frecuencia, también ha estudiado).

No soy partidario de imponer los cambios; es más, creo que muchas universidades pueden seguir con el perfil actual, dando un servicio sobre todo a la Comunidad Autónoma que la financia. Lo que propongo es que aquellas otras universidades que, de acuerdo con su Comunidad Autónoma, quieran cambiar, puedan hacerlo. Si se me permite la comparación, deberíamos ir hacia un sistema en el que la mayoría de las universidades jueguen la liga nacional, con un nivel de calidad alto, pero donde algunas puedan jugar la Champions. Esa diversificación sería muy beneficiosa para el conjunto.

Esto requiere algunos cambios importantes: en primer lugar, en el modelo de gobierno de las universidades públicas, algo que han hecho otros países con buenos resultados; requiere, asimismo, un sistema más flexible de retribución del profesorado, que permita a las universidades atraer a buenos académicos nacionales e internacionales mediante mejoras salariales y materiales. Y requiere, por último, favorecer la movilidad del alumnado, lo que pasa por mejorar el actual sistema de becas, pues solo si los mejores estudiantes pueden elegir los mejores centros, con independencia de su renta y del lugar en el que vivan, habrá verdadera competencia. Esos son, por otra parte, pasos imprescindibles para la internacionalización, es decir, para poder atraer talento tanto en alumnos como en profesores de cualquier parte del mundo.

Son propuestas que no tienen una motivación autorreferencial. La Universidad no se sirve a sí misma, sirve a la sociedad en la que vive. La cualificación de las universidades permitirá una cualificación del servicio prestado.

El arranque de un nuevo Gobierno es siempre un momento para plantearse cambios y ojalá pueda haber avances en esta dirección porque solo tendremos universidades excelentes si, además de las reformas políticas, la sociedad apuesta por ellas, las siente como propias y se compromete -también con recursos económicos- con su éxito.