¿Cuáles son las consecuencias en términos de beneficios y perjuicios, ligadas a la adopción de una concreta política-criminal de criminalización de la prostitución? La respuesta a esta pregunta es tan compleja como el propio fenómeno de la prostitución (de calle, de local o a través de la red; voluntaria o forzada; de bajo nivel o de lujo…). Remite, en primer lugar, a un análisis de los diferentes modelos existentes de abordaje legislativo de la cuestión, y al examen de cuáles de ellos se encaminan a una estigmatización y criminalización de esta actividad.
Los modelos de tratamiento normativo de la prostitución que han venido siendo empleados a lo largo de la historia se reducen, con variantes, a cuatro: el reglamentarismo, el abolicionismo, el prohibicionismo y el regulacionista. El reglamentarismo se impone en Europa desde mediados del s. XIX y culpa a la prostituta por promover un mercado de compra venta del sexo, definiendo la prostitución como un mal inevitable que en cualquier caso hay que reglamentar. A su amparo surgen las normativas «en favor del bien común», para proteger el orden y la salud pública, estableciendo espacios acotados para el desarrollo de la actividad y controles sanitarios e identificación permanente de las prostitutas.
Las abolicionistas, por su parte, responderán más adelante a esta estigmatización, culpabilización y confinamiento de la prostituta, denunciando las insuficiencias del reglamentarismo y propugnando un mundo nuevo sin prostitución. La «culpa» por la existencia de la actividad, se traspasa aquí de la prostituta a los hombres, quienes con su demanda de servicios sexuales son los que provocan la oferta y el auge del negocio. El abolicionismo basa su ideario en la defensa de la dignidad de las mujeres y en la percepción de su situación como esclavas del sexo. Por eso se concibió en sus orígenes como un movimiento libertador de esclavas, de la trata de blancas.
El prohibicionismo comparte con el reglamentarismo la culpabilización de la prostituta por la existencia del negocio del sexo, y con el abolicionismo el objetivo de acabar con la prostitución. Pero a diferencia de este último, que pretende alcanzar su propósito criminalizando las conductas de quienes de alguna manera se benefician del ejercicio de esta actividad por parte de las prostitutas, el prohibicionismo identifica a las propias prostitutas como infractoras, y conduce a la prohibición de la prostitución en la calle y también en los locales. Con lo cual, acaba criminalizando tanto el ejercicio de la prostitución como las conductas realizadas en su entorno, llegando a penalizar la conducta de la prostituta.
Por el contrario, el modelo regulacionista, también denominado de legalización o laboral, comienza a tomar forma en los años ochenta del siglo pasado, al hilo del impulso de creación y movilización de las asociaciones de prostitutas. Estas organizaciones se van a mostrar activas en la reclamación del reconocimiento de derechos laborales y de Seguridad Social para las trabajadoras del sexo. Se trata por lo tanto de un modelo que comparte con el reglamentarismo el objetivo de no pretender acabar con la prostitución, pero va mucho más allá al exigir dotar de un estatuto jurídico a quienes desarrollan esta actividad.
El trabajo que ha venido desarrollando la profesora Carolina Villacampa sobre la criminalización de la prostitución, parte precisamente de un interesante y exhaustivo análisis previo de estos modelos de tratamiento normativo del fenómeno, para concluir que la implementación de políticas de signo criminalizador, como estrategia de abordaje de la prostitución, no ha tenido efectividad en la erradicación de la misma; aún siendo que constituye el principal objetivo para su aplicación. Este hecho resulta evidente en el caso de países como Estados Unidos que han optado por políticas criminalizadoras extremas de carácter prohibicionista. De su estudio se deduce que con la aplicación de este tipo de políticas, los norteamericanos sólo han conseguido, «un irracional incremento del gasto público y la estigmatización y victimización institucional de las prostitutas —perseguidas y a menudo encarceladas—, añadido a un innecesario despliegue de efectivos policiales en la lucha contra la prostitución» (Villacampa, 2012).
Para Villacampa, «la escasa operatividad de las políticas prohibicionistas, que en la actualidad pueden considerarse obsoletas, resulta sobradamente conocida porque ha sido generalmente denunciada. Por lo que no parece fácil que lleguen a constituir un modelo que adopten otros países, cuanto menos en Europa». Sin embargo, sí alerta la investigadora acerca de «la activación de otro tipo de políticas de signo igualmente criminalizador, aunque enmascaradas en una supuesta protección de las personas dedicadas a la prostitución», que sí podrían llegar a constituir un modelo a seguir sin que tampoco se haya demostrado que su implementación haya resultado operativa, «ni para la consecución del objetivo de proteger a las víctimas ni para erradicar la prostitución» (Villacampa, 2012). Así estaría sucediendo, en su opinión, con la asunción del modelo abolicionista, tanto en aquellos países como Estados Unidos que han seguido la aplicación del mismo en materia de trata de personas, como en aquellos otros como Suecia, que asumiendo plenamente el moderno fundamento ideológico del tradicional abolicionismo —que identifica la prostitución con una forma de violencia de género— han optado por incriminar, de forma indiscriminada, la compra de servicios sexuales.
En el caso español, según Villacampa, el neoabolicionismo se está mostrando especialmente influyente en el discurso de nuestros políticos. Por eso trata de llamar la atención en sus estudios acerca de los inconvenientes que se derivarían de la adopción de tal estrategia en nuestro país. Sobre todo, «el peligro de que tal discurso trascienda el ámbito político, pasando al jurídico-penal mediante una interpretación restrictiva de tipos penales» (Villacampa, 2012).