El artículo 301.1 del Código Penal, precepto nuclear que tipifica el delito del blanqueo de capitales, dispone que «El que adquiera, posea, utilice, convierta, o transmita bienes, sabiendo que éstos tienen su origen en una actividad delictiva, cometida por él o por cualquiera tercera persona, o realice cualquier otro acto para ocultar o encubrir su origen ilícito, o para ayudar a la persona que haya participado en la infracción o infracciones a eludir las consecuencias legales de sus actos».
Ateniéndonos a la literalidad del precepto penal, es obvio que una descripción tan amplia del tipo despliega innumerables consecuencias inadmisibles.
Ciertamente, tipificar la posesión y la utilización genéricamente, supone un alcance desmesurado del tipo, de modo que sólo deberían de constituir delito de blanqueo de capitales cuando supongan una forma de ocultación del origen ilícito, cosa que no siempre ocurrirá. Así pues, interpretar que con carácter general son típicas la posesión y la utilización, que no llegan a implicar una transmisión de los bienes, supone desnaturalizar la configuración penal del delito de blanqueo.
Si trasladamos esta faceta teórica abordada a la praxis cotidiana, encontramos situaciones ejemplificativas interesantes y que bien pudieran esclarecer el encaje de ciertas conductas blanqueadoras en el tipo penal. Seguramente el legislador no se detuvo en imaginar algunas situaciones que, de forma deliberada o no, a la postre carecerían de rigor y de significado. En este sentido, y como consecuencia de la expansión vertiginosa que se está produciendo en el derecho penal, se sancionarían conductas tales como la posesión de un cuadro o una joya por quien los ha robado; quien utiliza un coche sustraído por sí mismo; quien roba jamones en unos grandes almacenes y los guarda en su casa; el hurto de un televisor en el que el ladrón, además, lo utiliza; el funcionario corrupto que posee un vehículo de alta gama que se le ha entregado como soborno; el narcotraficante que obtiene ganancias por el tráfico de drogas, y conserva en su hogar múltiples billetes de 500 euros; el defraudador fiscal que conserva en su poder -mera posesión- la cuota defraudada; la funcionaria que utiliza una joya que procede de un delito de cohecho, el autor de un delito de tráfico de influencias que conserva el beneficio obtenido con su conducta; o aquel que no pueda acreditar satisfactoriamente que unos bienes o efectos proceden de una actividad lícita ante una denuncia previa o sospechas de que los mismos proceden de una actividad delictiva, pero, ¿acaso todos los bienes o efectos que disponemos los ciudadanos podrían ser justificados ante las autoridades españolas llegado el caso? Permítanme negarlo o, al menos, dudarlo seriamente. Más aún, ¿qué ocurriría en el caso de un político que utiliza el coche recibido por la realización de un acto constitutivo de cohecho o el caso de un narcotraficante que utiliza la embarcación con la que le pagaron un alijo de drogas? La solución debiera recaer en la presencia de la finalidad enmascaradora de los bienes obtenidos ilícitamente.
Doctor en Derecho. Profesor en la Universidad a Distancia de Madrid, UDIMA.
Premio Extraordinario de Doctorado y Premio de la Sociedad de Condueños de Alcalá. Accésit Premio Nacional Victoria Kent 2013.
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