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La vuelta al cole

Cuando era niño, el colegio empezaba el 15 de septiembre. Ese día, los compañeros volvíamos al patio con los libros recién forrados oliendo aún a papel nuevo. Era raro tener que reanudar las rutinas casi tres meses después, con el punto de extrañeza que daba volver a vernos, quizás algo cambiados, más altos, con pocas ganas de entrar en clase y todo el invierno por delante después un verano en la playa o en el pueblo. Ese día nos preguntábamos por las vacaciones, algo cortados al principio, sin saber muy bien qué decir, teniendo que recuperar los gestos y complicidades que habían quedado aparcados allá por el mes de junio; asaltados por la incertidumbre de qué maestro nos tocaría y a qué aula tendríamos que ir; y por el desaliento de ver tan lejanas las siguientes navidades.

Ya de mayor, las circunstancias me llevaron de nuevo a una clase, en esa ocasión no a ningún pupitre, sino a la mesa solitaria que la presidía. Desde hace ya más de veinte años, aunque septiembre sea un mes de mucho ajetreo, para mí el verano se acaba un poco más tarde, alrededor del Pilar, cuando comienza el nuevo curso los sábados por la mañana. Ese día ha sido hoy; y ha sido muy especial, porque han vuelto los alumnos.

Mi última clase presencial fue a principios de marzo de 2020. Faltaban pocos días para el comienzo del confinamiento; y en las miradas de todos anidaba ya la inquietud por la pandemia que nos acechaba.

Ese mes el mundo se paró. Las puertas se cerraron. Los coches se detuvieron. Las calles se vaciaron.

Tuve la suerte de poder hacer el trabajo desde casa. Si el virus hubiera brotado diez años antes, quizás hubiera terminado en el paro; pero telepresencia, videoconferencia, clase online, Zoom, Skype y aula virtual se convirtieron en palabras cotidianas que salvaguardaron la salud y frenaron los contagios.

El curso pasado, aun entre olas y Filomenas, fue posible regresar a algunas clases, si bien las mismas se dieron en aulas vacías, con los alumnos atendiendo a través de sus videocámaras. Los profesores, al vernos en los pasillos, tras preguntarnos por nuestra salud, solíamos comentar la rareza de encontrarnos solos hablándole a una televisión. Confieso que en esos días comprendí a los futbolistas, cuando declaraban lo raro que se les hacía jugar en estadios vacíos sin que nadie, salvo ellos, gritase al marcar un gol.

Hoy ha sido distinto; parecido a como era antes; a como el día que entré al CEF.- en la calle de Ponzano para recibir la clase de Análisis de Estados Financieros que me dio Sotero Amador; sí, esa misma calle en cuyas terrazas se apiñan hoy jovencillos glamurosos; y donde mis alumnos, ajenos a tal jolgorio, se afanan para aprobar sus oposiciones estudiando más de ocho horas cada día.

Hoy ha sido semejante al primer sábado en que debuté como profesor en ese lugar, con los nervios y la alegría que sentí al descubrir que había dado con mi vocación.

La clase creo que ha ido bien, aun con la rareza de tener que hablar de balances y cuentas de resultados con la mascarilla puesta. Al comenzar, les he comentado a los alumnos la ventaja de cubrirse con ella los labios y la nariz: si se aburren y les da sueño, podrán bostezar con impunidad, pues un servidor no se enterará.

Ha sido, por fin, el sábado de la vuelta al cole, del metro de Almendrales a Iglesia con trasbordo en Sol a las ocho y media; del café de máquina a cincuenta céntimos; de botella de agua contra la ronquera; de saludos en el mostrador y en la sala de profesores; de la alegría por volver a vernos; por pensar que vamos saliendo de esta; y, aunque pueda sonar algo cursi, de celebrar que estamos vivos y que podemos seguir ayudando a gente que quiere aprender.

El recreo de la clase

Dice el calendario que la primavera está llegando. Sin embargo, por primera vez, no nos preocupa demasiado si marzo mayea o si abril traerá aguas mil; ocupados como estamos en la pesada tarea de adaptarnos a este confinamiento, con la esperanza de que el virus no llame a nuestra puerta y pase de largo.

Añoramos pasear, pero tenemos que conformarnos con mirar el mundo a través de la porción rectangular de cielo que se ve desde nuestras ventanas. Atestamos la nevera, calculamos las raciones como Matt Damon en Marte, huimos de la báscula, limpiamos con ahínco pomos y picaportes y ponemos lavadoras en turnos de mañana, tarde y noche. Cambian nuestros hábitos, le hablamos al ordenador, acudimos al whatsapp buscando apoyo y el termómetro desplaza al satisfyer en la lista de artilugios más vendidos.

Resulta curioso cómo, en muy poco tiempo, cosas que aparentaban ser importantes han dejado de serlo. No hace aún tres semanas, los telediarios consumían minutos y minutos dedicados al tiempo y a los deportes. Ahora, ambas informaciones nos resultan irrelevantes, y nos damos cuenta de la barbaridad que supone que un futbolista gane dos mil veces más que un sanitario. Así, hemos conocido que los astros del deporte rey han cambiado drásticamente sus rutinas, pasando de correr en el estadio dando patadas a un balón, a permanecer sin hacer nada en sus casas (llegados a este punto, hay que admitir que Gareth Bale apenas ha notado la diferencia).

Estos días son más duros, pues casi todos hemos puesto ya nombre y rostro a alguno de los números de las noticias, que acarrean sin cesar paladas de muertos y contagiados. Ayer supe que el padre de dos amigas muy queridas ha fallecido en Madrid, en soledad y sin más atención que la de un enfermero, pues ni siquiera había disponible un médico en la residencia en la que vivía.

Aún así, veo alrededor de mí ejemplos esperanzadores de que, a pesar de que no somos más que un grupo de simios arrogantes por tener la cabeza algo más grande y andar a dos patas en vez de a cuatro, aún tenemos solución: observo cómo disminuye la contaminación de esta ciudad irrespirable que es Madrid, agradezco hasta el infinito que nuestros políticos bajen algo los decibelios en sus comunicaciones, y no paro de recibir en mi móvil abrazos y cariño.

En el bloque de al lado, un disc-jockey nos obsequia diariamente desde su terraza con los grandes éxitos de Manolo Escobar y del Dúo Dinámico; mi farmacéutica se ofreció a traerme a casa un medicamento para que no tuviera que ir a la farmacia, aun estando sano; y mis vecinos han puesto en el ascensor una lista con sus teléfonos por si alguien no puede salir a hacer la compra.

Me gano la vida como profesor. Creo que es un buen trabajo. Doy mis clases de siete a diez a alumnos que llegan al aula cansados, todavía con el estrés de la jornada laboral pisándoles los talones. Aguantan como campeones el rollo que les meto, anhelando secretamente el sofá de su casa o la caña con sus amigos. En medio, hacemos una parada en la que ellos van a beber agua, comentan en el pasillo anécdotas de su jornada o se fuman un cigarro.

En estos días, la clase online ha reemplazado al pupitre y a la pizarra, y nos saludamos por el ordenador en vez de hacerlo en persona, mientras alguno pide permiso para atender a un niño. Mantenemos el horario y el descanso, si bien hemos cambiado algo los hábitos en nuestro recreo. En vez de parar a las ocho y media, lo hacemos a las ocho, pues tenemos la cita más emocionante de todo el día: desconectamos por un momento la cámara y el micrófono, abrimos la ventana y salimos a aplaudir a nuestros héroes.

Para que les llegue nuestra fuerza, nuestro cariño y nuestro apoyo. Para que sepan que no están solos, que los admiramos, los queremos y los necesitamos.

Para que no desfallezcan.

Les aplaudimos desde las casas, desde las aulas, desde las terrazas, desde las azoteas.

Les damos un aplauso largo y cálido, muy fuerte, para que les llegue hasta las UCIs, hasta las salas de triaje, hasta las camillas, hasta las ambulancias, hasta las habitaciones del hospital.

Para vosotros, gigantes, desde nuestro corazón.

Os dedicamos el recreo de la clase.